Dirigid las indagaciones del espíritu investigador hacia las necesidades más actuales y urgentes de la humanidad, pero dirigidlas con mano sabia y prudente, nunca como soberanos, sino como libres colaboradores, nunca como amos del espíritu sino como alegres participantes de sus frutos.
Johann Gottlieb Fichte
Fabio Kacero. M.A.G.A. (2017).
Esta obra formó parte de la muestra Take Me (I’mYours) de la Bienalsur.
Museo Nacional de Arte Decorativo, Buenos Aires, 2017.
Desde todas las disciplinas, perspectivas y figuraciones se presentan discursos que hablan del fin, el decaimiento terminal o la transformación radical del programa moderno. Si bien eso se intuye hace décadas, la pandemia de COVID-19 ha desnudado varios de los núcleos que moldean los tiempos actuales. Al respecto, quisiera llamar la atención sobre dos inversiones que hoy afectan nuestros cuerpos mientras los cuidamos de la infección: obra de arte por artista y artista por diseñador. En el fondo, ambas remiten a la individualización absoluta de la experiencia vital, a la contracción de la subjetividad al instante y a la creación de una identidad poco abierta atender la dinámica de las pulsiones que la configuran.
De lo que alguna vez hubo de llamarse teoría, hoy sobrevive un tosco abanico que se balancea básicamente entre dos prácticas. Una que sigue leyendo categorías abstractas de forma académica y erudita, pero vaciada de la potencia que supo tener, por lo que se predispone a agotarse en la forma y no a contribuir al pensamiento o las acciones colectivas. La otra, más contemporánea, fluye hacia lo ensayístico, percibe una coyuntura irreductible en algunos aspectos nodales a las ordenaciones canónicas y busca pensar, más allá de las citas textuales, por asociación de ideas o cristalizando estados atmosféricos. El problema es que si la primera forma corre el riesgo de asumirse apolítica, la segunda se está tornando en general cada vez más moralista e individualista, por lo que termina siendo más una herramienta expresiva que emancipadora.
Las artes se encuentran atravesando un proceso similar. Un prestigioso premio de relato corto en inglés de 2019 proponía que lxs postulantes declararan si su historia asumía la voz o la experiencia de “identidades marginadas o vulnerables” y si se identificaban personalmente con lo relatado. En pocas palabras, el jurado quería saber si, por ejemplo, la historia sobre un obeso era escrita por un obeso. Esta formulación clarifica las fuerzas que están configurando cada vez más la escritura [1], la lectura y, en general, la producción de imágenes de cualquier tipo.
Antes, quienes alcanzaban la condición social de artistas eran considerados seres espirituales, inspirados por las musas o las divinidades, canales de mediación a través de los cuales se expresaba el cosmos, intérpretes de lo sublime que existe en el mundo. Incluso la adecuación a patrones matemáticos tenía un sentido místico, celestial, que establecía un diálogo entre creadores y receptores de las artes. Ese modelo de artista ocultaba una serie enorme de procesos y personas que se involucraban en la construcción de las piezas finales que eran, en el fondo, los objetos centrales del universo cultural. Opuestamente, lo que hoy predomina es un arte centrado en un individuo mundano, mucho más ingenioso y astuto (a veces cínico), que a falta de ayudantes o herramientas abusa desmedidamente de su propia biografía. Por supuesto que hay notables excepciones en las que la potencia artística se impone, pero incluso esos casos suelen aparecer rodeados de mediaciones explicativas y referencias a la labor. Parafraseando a Kandinsky, lo que más preocupa es cómo representar cierto objeto en relación con cierto artista [2].
Como contracara, el ejercicio de la crítica de arte ya no es más el de “descifrar” las obras, sino el de reponer un contexto sin el cual no lograrían hacer sentido. Así, las explicaciones sobre la procedencia (territorial, generacional), la pertenencia (a esta o aquella minoría) o los conflictos que atraviesan y ocasionan las piezas son permanentes en los textos de sala y reseñas profesionales. La crítica actual señala más las tensiones de quien produce que de lo producido, que queda reducido a objeto de archivo o hito conmemorativo, pero que poco habla por sí solo.
Quisiera ilustrar ese recorte hacia el individuo con el famosísimo caso de la Society of Independent Artists que fundaron Man Ray y Marcel Duchamp, entre otros, en Nueva York en 1916. Esta asociación nació con el objetivo de llevar adelante exposiciones anuales de artistas de vanguardia o de cualquiera que quisiera mostrar su trabajo, bajo inspiración del lema “sin jurado ni premios” de la análoga Société des Artistes Indépendientes de París. Para la primera exhibición (que se hizo en 1917 e incluyó más de dos mil obras), Duchamp envió bajo el seudónimo Richard Mutt su celebérrima Fuente, que fue rechazada por el jurado, lo cual ocasionó su renuncia a la asociación y la siguiente declaración: “si el señor Mutt hizo la fuente con sus propias manos o no, no tiene importancia. Él la eligió” [3]. En ese acto, además de fundar (según varias lecturas) el arte contemporáneo, Duchamp centró la creación artística en la figura casi omnipotente del autor. No por casualidad, un siglo después de ese incidente, esta pieza duchampiana era señalada como “la obra de arte moderno más influyente de todos los tiempos” [4]. Eso nos obliga a enfrentarnos a la pregunta sobre qué es una obra de arte y qué es ser artista una vez caído el paradigma académico.
Tal pregunta es de especial relevancia en esta época en la que es muy difícil trazar un límite claro entre artistas y diseñadorxs, o entre arte y diseño, porque la idea de “original” se vuelve inaprensible y ya no sólo debido a las posibilidades que brinda la reproductibilidad técnica de las obras de arte que enunciaba Walter Benjamin en 1936. Podría decirse, con razones muy atendibles, que cuando el aurea dejó de ser la característica las obras de arte, por las condiciones técnico-sociales de la multiplicación, el resplandor se trasladó hacia lxs artistas. Sin embargo, ese halo misterioso que se había construido en base al individualismo del capitalismo industrial se fue destruyendo en base al ultraindividualismo del capitalismo financiero y neoliberal. Hace tiempo que la autoexplotación biográfica reemplazó a lo sublime o, lo que es similar, que el diseño se apoderó del espacio del arte. Así es como, desde el advenimiento de la pandemia, vemos a artistas grandes, chicos y medianos en sus casas dando cursos y consejos desde plataformas que ruegan y suplican la atención del público y lo hacen a través del diseño, es decir, a través de una tarea utilitarista, simplificadora y centrada en un resultado). Observemos esta publicidad de Art Basel (feria que supo ser la más exclusiva del mundo) en redes sociales:
“Explore, dé likes y comparta obras de la OVR:20c, dedicada a obras creadas en el siglo XX. Salas de visita virtuales.
28-31 de octubre de 2020. Dé likes y comparta sus obras de arte favoritas”.
En algún sentido, el diseño es el reverso del arte [5]. El diseño es la forma que asumen las cosas humanas cuando buscan ser atractivas, seductoras y efectivas, mientras que la obra de arte no busca necesariamente obtener beneficios o cumplir funciones. Las grandes catedrales europeas querían maravillar a Dios, mientras que los oscuros monasterios procuraban dar lugar a una conexión espiritual. Los escenarios están diseñados para orientar las miradas de toda la audiencia hacia un mismo punto, en tanto que algunas obras penetran las formas y logran desplegar un estado psíquico que nos modifica y nos despierta una cierta reflexión. Así, si el arte es la necesidad de actualizar sustancias anímicas apoyándose en formulaciones expresivas, el diseño las rodea y estabiliza. Dicho de un modo muy sintético, el diseño es una suerte de receptáculo exánime, un espacio de espera que busca determinados resultados, y el arte es un contenido activo y móvil en sí mismo, cuyos impactos no son calculables.
En la actualidad, todo lo que tiene existencia social está rodeado de ese nimbo embelezante del diseño, permeado con la expectativa de la mercantilización. Vivimos en una era en la que cada cual se prepara para cautivar la mirada ajena, obteniendo dinero, halagos o likes. Es una época de autodiseño permanente, que coloca la acción real siempre afuera del sujeto productor. La autoridad, de las propias acciones no es ya el ciudadano portador de derechos o el artista que exhibe en su imperfecta verdad un estado del mundo, ni mucho menos los soberanos de los Estados, sino un otro siempre ajeno al que hay que encantar de modo permanente (y, por eso mismo, el reino del goce, en contraposición al placer).
Nada encarna mejor esta relación que el capital. Por eso, el reverso complementario de esta situación es la conversión tendientemente universal de lxs ciudadanxs en consumidorxs. El principal esfuerzo de los gobiernos actuales es lograr “integrar” al consumo a la mayor cantidad de personas posible, volviéndose ellos mismos merecedores de los votos que deben también atraer en cada minuto. El consumismo desenfrenado es el corolario retroalimentado del autodiseño desenfrenado y el abandono del arte como lenguaje de lo sublime. Así, la gloria se encuentra en la sutil línea que va del acto de consumir al de ser consumible, disfrazados de modos de realización personal.
Por dar un ejemplo, varios museos otrora considerados espacios de culto y refinamiento, vienen instando durante la pandemia a ser seguidos en las redes sociales, ofreciendo y pidiendo “contenido” a sus seguidorxs, a través de retratos que expresen vivencias durante el confinamiento u ocurrentes imitaciones caseras de obras célebres de la historia del arte, para ser publicadas en Instagram, meca del diseño atrayente, espacio cuyo principal y casi único objetivo es mantener la atención de sus usuarixs la mayor cantidad de tiempo posible en un eterno scroll.
“100(0) momentos de dibujo. 10 actividades artísticas para realizar en clase o en familia /
Historia del arte. Conéctese 2 minutos para comprender las grandes corrientes del siglo XX”.
Página oficial del Centro Pompidou (www.centrepompidou.fr/).
El siglo XXI llega en un mundo que ha democratizado enormemente el acceso a determinadas tecnologías que permiten que cualquiera que lo desee pueda bastante fácilmente producir imágenes, de modo que hoy hay muchísimas más personas compartiendo imágenes que buscan ser atractivas que gente interesada en mirarlas. Como consecuencia de la ampliación de las posibilidades técnicas y la compulsiva participación en lo virtual, se dio una transformación radical de la mirada, que ahora se ve atravesada por la digitalización, es decir que convierte a todo lo que toca en “dato individual” y transmuta en avatares digitales a los cuerpos biológicos, que deben ser ocultados por imperfectos y vulnerables.
La idea de un orden social natural o autorregulado era el fundamento de la simpatía smithiana. En su reverso casi perfecto, la democratización de bajo grado y la promesa de realización individual que caracterizan a la sociedad actual constituyen el caldo de cultivo ideal para una envidia permanente y multidireccionada entre todos sus miembros, que se muestran especularmente como completos, dignos de fama y admiración. Hasta el hombre más rico y poderoso del planeta busca expandir su campo de acción a través de las miradas y consumos sobre su avatar mercantilizado.
“¡Conviértase en un enterado de las Gates Notes para mantenerse actualizado sobre los esfuerzos para abordar problemas globales, participar en sorteos y más!”.
Publicidad de Gates Notes en redes sociales.
Al mismo tiempo, la virtualización de la experiencia de lo común (que tanto ha radicalizado la pandemia con sus limitaciones a los contactos físicos) vino junto con la exigencia permanente de generar “contenido”, de hacer obra, de obrar (como trabajar), fundamentalmente a través de la formación o generación de imágenes que deben ser subidas a plataformas en Internet. Eso hace que cada individuo sea simultáneamente concebido como un sujeto productor permanente de cosas para ser miradas y un objeto de interés para otros. Lo primero (ser productores) hace que los conceptos “artista”, “diseñador” y “mano de obra” queden prácticamente indiferenciados. Lo segundo, exige la conformación de una persona digital que está obligada a ser atractiva y venderse como mercancía que se consume con miradas y clikcs. Pero en definitiva, el resultado de este proceso es más la coincidencia de ambas instancias en un solo cuerpo que su separación: estamos permanentemente produciéndonos como mercancías atractivas y consumibles. Esto explica cómo a través de las inversiones recién delineadas, se vuelve tan atractiva la “inversión en arte” que caracteriza a los portfolios ofrecidos a empresas y personas de dinero, centrados en los beneficios comprar y las ventajas de poseer un trozo, una emanación de tal o cual creador de imágenes (recordemos las opulentas subastas de la Merda d’artista de Manzoni).
De ese modo, la obra de arte es reemplazada por el artista y éste por el diseñador, dejando lo espiritual de lado y responsabilizando al individuo de los resultados cuantitativos de sus creaciones (o, mejor dicho, exigiendo al individuo la creación de piezas de algún modo atractivas). En la actualidad, el factor que forma el gusto, que domina el campo cultural y la producción de imágenes no son las artes sino lxs diseñadorxs (entre los que cabe incluir a lxs ingenierxs). Así, la verdad y la mentira han adoptado un sentido efectivamente extramoral, pero opuesto al mentado hace 150 años por Nietzsche en uno de los textos más inspiradores y potentes que han surgido entre los críticos del proyecto moderno. Hoy la verdad y la mentira radican en las personas, no en sus obras, sus discursos ni en los hechos mismos. Este es un aspecto de la realidad que el periodismo reproduce hasta el paroxismo. Vivimos en un ad hominem permanente, un espacio de acusaciones cruzadas que sólo afirman la tendencia general a poner en medios no humanos (el mercado, las máquinas) las mediciones y decisiones sobre lo humano.
Notas
[1] Recomiendo el artículo de Zadie Smith en defensa de la escritura de ficción no atada a la historia de vida del sujeto escribiente: https://bit.ly/34BwJ7g.
[2] V. Kandinsky. De lo espiritual en el arte. Paidós. Barcelona, 1996, p. 38.
[3] W.A. Camfield. Marcel Duchamp: Fountain. The Menil Collection. Houston, 1987, p. 37 (resaltado en el original).
[4] https://www.artforum.com/news/duchamp-s-fountain-voted-most-influential-artwork-8014
[5] Existen miradas que buscan resaltar el ángulo creativo del diseño (un buen resumen de ellas se encuentra en E. Gatto. Futuridades. Ensayos sobre política posutópica. Casagrande. Rosario, 2018, pp. 139-156), pero en ningún caso recuperan una apertura hacia lo sublime o lo espiritual, sino posibles prácticas políticas.
Hernán Borisonik
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