I. Mucho se ha hablado del pensamiento de lxs filósofxs en relación a la pandemia, de su lucidez o su ceguera, de sus aciertos o desatinos, de su capacidad profética o de su diagnosis nihilista. En este texto, sin embargo, quisiera ensayar otro camino. Creo que las críticas a un pensamiento o a unx autorx sólo tienen sentido cuando permiten abordar un asunto desde otra perspectiva. Dicho de otro modo: las únicas objeciones que me parecen atendibles son las que surgen del amor (sobre todo del amor a lxs pensadorxs con quienes más disentimos). Las lecturas morales y/o judiciales por lo general suelen ser hostiles a la filosofía. Como ha dicho alguna vez Gilles Deleuze: “antes que juez, barrendero”.No me moviliza entonces el ánimo de la polémica, sino la oportunidad de compartir algunas reflexiones surgidas un poco al vuelo, un poco a mi pesar también, sobre la situación “virulenta” que nos toca vivir. No quisiera pronunciarme sobre las medidas de los gobiernos –que, en el caso argentino por lo pronto, apruebo y juzgo necesarias–, tampoco quisiera realizar un análisis sociológico de la situación, mucho menos un estudio documentado en estadísticas y datos a los que todxs podemos acceder con facilidad. No sería capaz de tal cosa. Por otra parte, debo confesar que desconozco muchos de los textos filosóficos escritos recientemente sobre el tema. Las reflexiones que siguen, para nada cerradas y definitivas, tienen por eso un tono especulativo-existencialistay en cierto sentido una especie de inocencia infantil.
II. Si, como ha sugerido Giorgio Agamben, el tedio profundo (tiefe Langeweile)es para Heidegger “la Stimmung fundamental y propiamente constitutiva del Dasein”, entonces pocas veces hemos sido tan “humanos” como en estos días de reclusión, incertidumbre y aburrimiento. En efecto, nos despertamos en este tiempo sin tiempo, realizamos nuestros rituales cotidianos,encendemos la computadora, escuchamos las noticias, esperamos en la fila del supermercado a una distancia prudente de las demás personas, nos alimentamos, intentamos trabajar, miramos por la ventana, dormimos… [1] En el transcurso de algunos días nuestra vida normal se nos ha vuelto decididamente extraña. Hemos sido consignadxs, de repente, a una suerte de limbo: el Mundo, la última de las ideas metafísicas después de Dios y del Hombre, se ha volatilizado ante nuestros ojos.
III. Nunca hemos sido tan “tediosamente” humanos, entonces. Sin embargo, cuando nos preguntamos por la causa de semejante conmoción existencial la respuesta no deja de ser insólita: el SARS-CoV-2, un agente microscópico o submicroscópico infeccioso que ni siquiera es un organismo. Una partícula que difícilmente podría ser considerada una forma viviente amenaza la vida de la especie humana. Los virus, en efecto, son unidades parasitarias intra-celulares cubiertas por una capa proteica. No pueden aumentar de tamaño pero su ácido nucleico posee la información necesaria para reduplicarse en una célula huésped. Más que nunca, el anfitrión se convierte en enemigo, el hospises indiscernible e indecidible del hostis, sobre todo cuando se trata de un hostis invisibilis.
IV. Si algo nos muestra la actual pandemia es que el existente humano está intrínsecamente determinado por un dominio otro e irreductible a cualquier rasgo antropocéntrico. No se trata meramente del mundo de la técnica, de las máquinas o de las herramientas; no se trata tampoco de la naturaleza orgánica o del resto de los vivientes. Se trata más bien de un elemento insistente que se ubica en el límite de la vida y que, desde allí, desde esa condición casi inasible, parece determinar el destino de toda una civilización. Esto no es nuevo, por supuesto. Otrora, cuando la humanidad aún no había experimentado la huida de los dioses, las catástrofes sanitarias (la epidemia de Atenas del siglo V a.C., la plaga de Justiniano del siglo VI d.C., la peste negra del siglo XIV, etc.) se explicaban como un flagelo divino o demoníaco. La nosología de la era moderna se ha constituido en buena medida como un pasaje de la posesión demoníaca a la posesión viral o bacteriana. Esta relación entre el daemon y el virus no es para nada casual: ambos se trasladan por el aire, es decir por el medio fluido que impregna y penetra la totalidad del mundo y de los vivientes. Como sea, la cultura humana habría sido imposible sin este comercio con el Afuera. No se trata de ciencia ficción: lo experimentamos cada vez que pensamos, cada vez que amamos, cada vez que escribimos o leemos. La pandemia nos enfrenta a una gran paradoja: la cultura humana no es humana, o, también, el hombre no es humano. Es decir: no sólo nos revela la evidente fragilidad de la vida humana, sino la ficción en la que descansa la humanidad de esa vida. El SARS-CoV-2, al que también podríamos llamar cristianamente el SARX-CoV-2 porque amenaza la carne, nos permite experimentar, en las profundidades de “nuestra” interioridad, en los repliegues de “nuestros” cuerpos, la radical exterioridad que nos constituye. Adentro acecha el Afuera. Lo mismo sucede con el lenguaje, como bien ha indicado W. Burroughs al compararlo con un virus llegado a la tierra desde un lugar remoto. [2] El lenguaje infectó a nuestros antepasados, conjetura Burroughs, los cuales desarrollaron aparatos fonadores y se convirtieron en huéspedes perfectos de la enfermedad lingüística. ¿Acaso no afirman las Escrituras que al inicio fue el Logos y que el Logos posee una naturaleza divina? Pero, además, la tesis de Burroughs no deja de ser pertinente, al menos por la siguiente razón: el aire que constituye la voz es literalmente un vehículo viral, una suerte de ochema-ios. Hablar es contagiar. La pandemia ha vuelto literal lo metafórico: si antes la voz “contagiaba” el sentido y la significación, ahora contagia un virus que puede acabar con la vida humana.
V. La tesis de Burroughs acerca de la proveniencia extra-humana (o directamente extra-terrestre) [3] del lenguaje se puede aplicar también al fenómeno de lo viviente. La panspermia, de hecho, es una teoría que, remontándose al menos hasta el fisiólogo alemán Hermann von Helmholtz, cuenta actualmente con un amplio apoyo en la comunidad científica. En un artículo ya clásico, el ingenioso Jean Oró sugiere que los cometas habrían transportado agua y otros elementos al planeta Tierra en sus diversas colisiones y aumentado los compuestos de carbono, creando así las condiciones para las síntesis pre-bióticas de las moléculas bioquímicas. Los elementos requeridos para la formación de la biósfera tendrían pues un origen extraterrestre. De lo cual podemos concluir lo siguiente: si, como ha dicho Gilles Deleuze respecto a las síntesis orgánicas, “somos agua, tierra, luz y aire contraídos”, es decir, si “todo organismo es, en sus elementos receptivos y perceptivos, pero también en sus vísceras, una suma de contracciones, de retenciones y de esperas”, y si a su vez estos elementos constituyentes de los organismos que somos poseen un origen cósmico y extraterrestre, entonces el cuerpo humano, como la vida en general, no es más que una suma de contracciones y estabilizaciones de elementos extraterrestres. La muerte no es sino la disgregación de esos elementos, la fatiga de ese poder de contracción. Lo realmente curioso es que a nivel psíquico se repite el mismo proceso de aglutinamiento: la psiquis humana no es sino el espacio donde han sido recluidas una multiplicidad de fuerzas que no son del orden de lo humano.
VI. La angustia actual provocada por la pandemia del coronavirus actualiza en nosotrxs un lejano presentimiento que en condiciones normales permanece –o por lo pronto debería permanecer– a una distancia prudente de la conciencia. Se trata de una sensación muy difusa que nos revela la inevitable condición ficcional del centro gravitatorio que mantiene a nuestros elementos constituyentes en un equilibrio metaestable. Porque el centro del sistema psico-físico que llamamos “ser humano” no es sino una imagen, un fantasma, y quizás también un nombre, un significante que no existe en cuanto tal, pero que funciona. Presentimos confusamente que el centro solarque hasta hace un tiempo aseguraba la órbita regular de los innumerables elementos que nos constituyen puede desaparecer de un día para otro; in extremis, presentimos que nunca ha existido, que siempre ha sido un (des)aparecido, una assombraçao. ¿Y qué otra cosa es la historia humana sino el intento infatigable por sostener en la existencia aquello que nunca ha existido: el hombre? ¿Y cómo algo inexistente ha podido generar una cultura y a la vez una devastación pocas veces vista en su Lebensraum con el único fin de mantenerse en la línea de flotación de la existencia?
VII. La inexistencia del hombre es correlativa a la inexistencia del mundo. Decía antes que la pandemia actual nos enfrenta a la volatilización del mundo. Asistimos a una ruptura del horizonte de significación que le daba sentido a nuestras vidas. Arthur Rimbaud lo sabía ya, y por eso fue un vidente, a fines del siglo XIX:
La verdadera vida está ausente. Nosotros no estamos en el mundo.
O también:
Decididamente, estamos fuera del mundo.
O, por último:
El reloj de la vida se ha detenido hace un momento. No estoy más en el mundo.
El reloj de la vida se ha efectivamente detenido. En el lapso de pocos días, el SARS-CoV-2 nos ha transportado fuera del mundo. No sólo Rimbaud lo constata; también Rilke, también Trakl (los poetas, siempre los poetas):
Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano…
O este otro verso de Rilke que corroboraavant la lettrela tesis de Kojève sobre el fin de la Anerkennung y el consecuente devenir animal del hombre post-histórico.
Extraño, no seguir deseando los deseos.
O, finalmente, este verso de Trakl, el incestuoso y atormentado Trakl:
Es un ser extraño el alma en la tierra.
Ironía de la pandemia: el encierro en nuestras casas nos expulsa del mundo. El confinamiento es un destierro; la reclusión, un éxodo.
VIII. Estamos fuera del mundo. ¿Qué significa esto? ¿Qué es este afuera? Héctor A. Murena, en un contexto ciertamente diverso, ha propuesto el concepto de transobjetividad para dar cuenta de la relación entre el hombre americano (entiéndase en un sentido genérico) y el mundo. A la objetividad (relación sujeto-objeto) que caracteriza a la historia europea, Murena opone la transobjetividad de América. Me permito citar un pasaje: “Con el término transobjetivado buscamos indicar que [el mundo] quedó trascendido como objeto, que se convirtió en un objeto que ya no está al frente de nuestra conciencia sino atrás de ésta; un objeto que en modo alguno ha desaparecido de nuestra conciencia, pero que ya no se yergue frente a ésta pleno del interés con que se alza para el occidental, sino que ha quedado atrás, como un objeto de segunda importancia, como un objeto respecto al cual nos hemos ‘desengañado’”. Me da la sensación de que la pandemia actual ha puesto de manifiesto, con una contundencia inédita, la transobjetividad en la que transcurren nuestras vidas. El mundo, los cuerpos, el espacio, el tiempo, todos los parámetros existenciales (o existenciarios, en términos de Heidegger) parecieran haberse deslizado atrás de nuestra conciencia. La transobjetividad designa esta evaporación del mundo, que no es sino una evaporación de lo humano en cuanto tal. De nuevo Murena: “esta crisis […] ha ocasionado un rompimiento, una violenta distorsión de esa estructura que es la objetividad. La cultura objetiva del espíritu occidental resulta ya inútil para hacer frente a la nueva situación. El horror nuevo ante la reiteración del estado de abandono exige una nueva objetividad, una mayor distancia respecto al mundo. […] A este nuevo tipo de relación entre el hombre y el mundo que se insinúa en América le damos el nombre de transobjetividad”.
IX. A la luz de lo expuesto –y permítaseme dar un salto abismal– arriesgaría la siguiente tesis, contraria en cierta manera a la opinión imperante: el cuerpo ha muerto. Esto significa que no hay acceso directo al cuerpo, no hay experiencia originaria ni natural, sólo mediación fantasmática, sólo imagen. Al límite, el cuerpo es una excusa del fantasma para mantenerse en el nivel de la existencia, es el rodeo –la impostura– que encuentra el fantasma para acceder a la realidad sensible. Por eso Murena puede afirmar que el mundo se vuelve “más abstracto, más desrealizado, más privado de la materialidad que es su esencia, […] pierde importancia como obstáculo, la libertad del hombre aumenta”. Murena describe esta crisis ontológico-existencial como un desengaño y una liberación. ¿Pero desengaño de qué y liberación de qué? Mi sospecha es que del cuerpo. La situación sanitaria actual nos obliga a constatar, incluso a nuestro pesar, incluso sin demasiada conciencia, la volatilización y pulverización del cuerpo. Sería sencillo relacionar esta tesis con el uso inevitable de las plataformas virtuales. Confinadxs en nuestros hogares, nos relacionaríamos sólo a través de imágenes en una pantalla. Sin embargo, este tipo de reflexiones nunca me resultaron satisfactorias. Por otro lado, ¿cómo no recordar a Debord cuando decretaba la “pérdida de la unidad del mundo” y explicaba que “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes”? No obstante, considero que se trata de un proceso que acontece en otro nivel. No es que ahora, como resultado de la crisis viral, las imágenes han finalmente reemplazado a los cuerpos. No se trata de decir que las relaciones otrora corpóreas son en la actualidad, por razones de fuerza mayor, imaginales o fantasmáticas. Se trata de decir, en cambio, que nunca hubo relaciones corpóreas, sino siempre fantasmas relacionándose con fantasmas. [4] Corolario inevitable: la materia es un mito. Por eso la alienación que está en juego aquí no responde a una cuestión material oproductiva, ya sea a la producción de mercancías o de imágenes espectaculares. La alienación, a la que quisiera llamar trans-alienación para distinguirla del concepto hégelo-marxiano y a la vez para hacerla resonar con la trans-objetividad de Murena, es metafísica y ontológica.
X. ¿Qué significa que nos hemos desengañado del cuerpo? ¿Por qué la materia sería un mito? A fin de responder estos interrogantes, se me ocurre que resultaría útil recurrir a algunos conceptos foucaultianos. Pienso que sería posible hablar de algo así como de un dispositivo de corporalidad y pensar al cuerpo del mismo modo que Foucault, ese enigmático e irreverente kantiano, pensaba al sexo. De tal manera que no tendríamos ya que dirigirnos al cuerpo como a “ese secreto que nos parece subyacente a todo lo que somos”, “al que pedimos que nos revele lo que somos y nos libere de lo que nos define”. Por el contrario, habría que parafrasear a Foucault –leyéndolo de algún modo contra sí mismo– y decir que “el cuerpo, fuera de duda, no es sino un punto ideal vuelto necesario por el dispositivo de corporalidad y su funcionamiento”. Es una paradoja que estimo muy interesante: el cuerpo como el punto más ideal producido por un dispositivo de corporalidad. Idealidad del cuerpo, idealidad de la materia. [5] Quisiera avanzar un poco más con la paráfrasis para explicitar este punto medular (reemplazando por supuesto los términos sexo y sexualidad por cuerpo y corporalidad respectivamente): “No hay que imaginar una instancia autónoma del cuerpo que produjese secundariamente los múltiples efectos de la corporalidad a lo largo de su superficie de contacto con el poder. El cuerpo, por el contrario, es el elemento más especulativo, más ideal y también más interior en un dispositivo de corporalidad…” Si el cuerpo es el punto más ideal es porque no responde, al igual que el sexo, a una realidad natural y accesible en cuanto tal. Así como no hay para Foucault una experiencia originaria o natural del sexo, así tampoco hay para mí –y para buena parte de la filosofía contemporánea– una experiencia originaria o natural del cuerpo. Y así como para Foucault el sexo es un efecto ideal –o imaginario, como dice poco antes o poco después, no recuerdo ahora–, así también el cuerpo es una construcción mítica e ideal generada por un dispositivo de corporalidad. Esto significa que de algún modo la pandemia ha dejado al descubierto la ilusión sobre la que descansaba la presunta inmediatez de la relación que mantenía el cuerpo consigo mismo. Ahora, entre el cuerpo y sí mismo se abre un abismo. La máquina somática, en consecuencia,gira hoy en el vacío.
XI. Pero, se objetará, nunca el cuerpo ha estado tan presente como en estos momentos de enfermedad, nunca se ha vuelto más patente nuestra frágil condición corpórea como en este tiempo en que sentimos la proximidad de la muerte. Sin embargo, por curioso que parezca,hace apenas cuatro o cinco siglos que la muerte se ha convertido en un asunto que concierne exclusivamente al cuerpo. Me aventuraría a formular la siguiente conjetura: el cuerpo nace con el Renacimiento y la Modernidad y se extiende hasta la biopolítica del siglo XX. Desde el De humani corporis fabrica de Vesalio a Surveiller et punir, del De re anatomica de Realdo Colombo o de los Dix Livres de la Chirurgie de Ambrosio Paré a L’uso dei corpi de G. Agamben, pasando por Die deutsche Ideologie, el Zarathustra y la Phénoménologie de la perception, se extiende el arco temporal en el que algo así como unCuerpo pudo existir. Si el cuerpo fue el objeto eminente del pensamiento filosófico de la era moderna (Descartes, Kant, etc.) y luego el sujeto eminente de la era contemporánea (Nietzsche, Merleau-Ponty, etc.), en la era actual es una suerte de trans-objeto y a la vez, habría que decir, de trans-sujeto, es decir un objeto y un sujeto del que nos habríamos desengañado. La muerte del cuerpo es inevitable y correlativa a la muerte del mundo. Ser-fuera-del-mundo, como dice Rimbaud, implica necesariamente ser-fuera-del-cuerpo. Si el cuerpo fue durante el siglo pasado nuestro anclaje en el mundo, hoy, y puntualmente a partir de la conmoción ontológico-existencial provocada por la COVID-19, no hay superficie de anclaje y por lo tanto tampoco elemento a ser anclado. Al evaporarse, el océano se ha llevado los peces.
XII. Se objetará también que el cuerpo siempre fue un objeto de cuidado y de importancia en la historia humana. Sin embargo, podría mostrarse que nunca gozó, al menos en las líneas dominantes de la tradición metafísica, de una autonomía absoluta. El cuerpo de los antiguos es un cuerpo que, en sí mismo, ni siquiera posee el principio que lo anima. La vida le llega desde afuera (la neshamah de los hebreos, la psyche de los griegos, el anima de los latinos, etc.). En Platón y en el orfismo el cuerpo es una tumba para el alma. En todo caso, el cuerpo es el soporte transitorio y para nada necesario de una multiplicidad de fuerzas que lo atraviesan y que no son –al menos no exclusivamente– del orden de lo material. El cuerpo que encontramos en los tratados de Hipócrates o Galeno difiere por naturaleza del cuerpo estudiado por Gabriel Falopio o William Harvey.El cristianismo, a su modo, revaloriza lo corpóreo proponiendo una resurrección de la carne. Pero, de nuevo, el cuerpo resurrecto o glorioso no es el cuerpo terrenal. En suma, el cuerpo en su autonomía surge recién en el Renacimiento y la Modernidad. El materialismo ilustrado, por supuesto, cumple una función decisiva en este proceso. El punto es que la muerte del cuerpo comenzó a ser pensada en sí misma recién con la medicina moderna. Salvando casos excepcionales como Lucrecio y otras derivas materialistas, la experiencia de la muerte siempre fue un asunto del alma y de su destino post-mortem. El problema para los antiguos, al igual que para los medievales, no era tanto el fin de la vida corpórea, sino la suerte del alma incorpórea. Por eso sólo un poeta que vivió en el arco de tiempo en que el cuerpo existió pudo haber escrito:
Infierno o cielo, ¿qué importa?
Al fondo de lo desconocido para encontrar lo NUEVO.
En efecto, si había algo que importaba, como lo ha mostrado Philippe Ariès en diversos estudios, era precisamente el destino (celestial o infernal) del alma después de la muerte. Incluso los ritos y las ceremonias funerarias no tenían por objeto, al menos en líneas generales, el descanso del cuerpo sino la bienaventuranza del alma. A partir de la medicina renacentista, pero sobre todo de la Modernidad, esta experiencia de la muerte se modifica: nace el cuerpo y su analítica de la finitud. De algún modo, el fin de Dios y del hombre fue también el nacimiento del cuerpo, como si este último se hubiese despojado de su atuendo divino y humano y hubiera resplandecido en su mera condición de viviente, en su nuda vita. Ahora bien, diría que la pandemia actual marca el punto final de este tempus corporalis. Vemos en retrospectiva una suerte de efecto dominó: de la muerte de Dios a la muerte del Hombre a la muerte del Mundo a la muerte del Cuerpo. Una ficha empujando a la otra. El Cuerpo era la cuarta Idea metafísica que Kant no llegó a vislumbrar. Hoy estamos en el umbral de lamors corporalis, esperando la cuarta o la quinta transformación del espíritu, encerradxs en nuestras casas, al menos quienes tenemos esa suerte, encerradxs incluso en nosotrxs mismxs pero más exiliadxs que nunca. ¿Por qué? Porque la supuesta interioridad siempre fue un subterfugio del Afuera. Los místicos han sabido desde tiempos remotos que en las profundidades del alma se oculta Dios (o das Unbewusste, en su versión laica): el Otro par excellence. Hoy, por supuesto, no somos ya capaces de vislumbrar a Dios en el fondo de nuestro ser. El otro, y no ya el Otro (sea el Deus bíblico o el Autre lacaniano), es mucho más modesto: se llama SARS-CoV-2, y no es menos letal y celoso que el Dios de Abraham y Moisés.
Puesta al día: 22 de julio de 2020.
Rectificaciones y aclaraciones
XIII. En los apartados previos he cometido un grave error (y al hablar de error, en singular, estoy siendo extremadamente indulgente conmigo mismo). He dicho, puntualmente en el apartado IX, que “el Cuerpo ha muerto”. Esto es falso o, en todo caso, si entendemos por “muerte del cuerpo” la imposibilidad de una experiencia originaria, no es diverso a lo que venía afirmando la filosofía desde el siglo pasado por lo menos. Hoy, 18 de julio, luego de leer el correo de un amigo en el que me solicitaba algunas explicaciones al respecto, me he puesto a meditar sobre esta tesis y he llegado a la conclusión siguiente: he enunciado lo contrario de lo que debería haber enunciado. Es muy curioso. ¿Cómo es posible que uno diga lo contrario de lo que debía decir? Creo haber encontrado una respuesta en La interpretación de los sueños.Por algún motivo, recordé que Freud habla allí de la oposición y la contradicción que suelen caracterizar al fenómeno onírico. He releído entonces el capítulo VI de este opus magnum hasta dar con el pasaje siguiente: “[el sueño] tiene notable predilección por componer los opuestos en una unidad o figurarlos en idéntico elemento. Y aun se toma la libertad de figurar un elemento cualquiera mediante su opuesto en el orden del deseo, por lo cual de un elemento que admita contrario no se sabe a primera vista si en los pensamientos oníricos está incluido de manera positiva o negativa.” He quedado perplejo ante lo evidente: no sólo he expresado a modo de diagnóstico histórico –o posthistórico– lo que no era más que un deseo, sino que he escrito los apartados que componen mi intervención en la Bitácora como quien sueña. Tengo la convicción de que esto último no es simplemente metafórico sino cercano a lo real (entendiendo por real esa especie de automatismo que se apodera de nosotros cada vez que nos inspiramos y escribimos incluso –¡sobre todo!– lo que no querríamos escribir). Pero me gustaría explicar, por lo pronto, el primer punto. Si se trata de un deseo, ¿por qué desearía la muerte del cuerpo?, ¿porque es atroz existir de modo corpóreo? Claro que es atroz, entre otras cosas mucho más amenas y placenteras, pero no es eso. La respuesta, estimo, apunta a un fenómeno que he creído presentir en el último tiempo y que consiste en una suerte de reducción de lo existente a lo material o corpóreo. Como no estoy de acuerdo con esta reducción, sospecho que he decretado –consciente o inconscientemente (en la escritura ambos planos se confunden)– la muerte del cuerpo. Por eso he dicho también, en el mismo apartado IX, que “la Materia es un mito”. ¡Claro que esta tesis no pretendía negar la existencia de la materia!; simplemente procuraba cuestionar una cierta deriva fundacional, no tanto en términos ontológicos, sino pragmáticos o funcionales,en algunos discursos del materialismo. (Es verdad, sin embargo, que la Materia, como el Ser, se dice en varios sentidos). Tengo la impresión de que actualmente asistimos a algo así como a una Soberanía de la Materia. ¿Qué significa esto? Significa que la totalidad de lo existente se agota, directa o indirectamente, en el horizonte de la materialidad. El problema con esta soberanía material es que implica una suerte de clausura totalizadora. No es posible pensar en un dominio, el material en este caso, que asuma una condición unívoca y que al mismo tiempo, justamente por asumirla, no se clausure sobre sí. Cuando hablo de clausura o totalización me refiero sobre todo a un proceso similar al de la significación. En efecto, para que emerja el sentido en un sistema diferencial es preciso un grado mínimo de articulación y condensación, pues de otro modo las diferencias se propagarían y no podría surgir ningún efecto coherente de significación. Esta articulación o sistematización, por ende, exige un límite o una fractura, es decir una frontera que ponga en contacto al sistema (en este caso a la Materia, al sistema material) con un Afuera o un Otro. Me interesa por eso pensar un registro o un nivel ajeno a lo material porque es el único modo que encuentro de garantizar la no-totalidad o la no-totalización de lo existente. Soy más que consciente de que existen otras lecturas, mucho más justas probablemente, que no piensan lo material como una clausura o una totalización, sino todo lo contrario. Sin embargo, más allá de esta aclaración, creo que ese riesgo existe efectivamente. Lo que quisiera plantear, entonces, es esto: ¿no se ha producido una suerte de movimiento contrario al que ha dominado a lo largo de toda la tradición metafísica? Si antes, cuando imperó el idealismo, se daba por sentada la existencia del Espíritu y se ponía en duda la existencia de lo corpóreo, ahora pareciera darse por sentada la existencia de la Materia y ponerse en duda la existencia de lo incorpóreo. Como si el péndulo histórico, más o menos desde la constitución de la ciencia moderna y de la Ilustración en adelante, hubiera pasado del polo ideal al polo material. Lo cierto es que he dicho “el Cuerpo ha muerto”, cuando debería haber dicho justamente lo contrario: “sólo hay Cuerpo”, es decir: “todo lo que no es Cuerpo ha muerto”.
XIV. Esta tesis, “sólo hay Cuerpo”, es funcional a otra posición filosófica según la cual el Mundo sería un continuum sensible y material. Que el Mundo sea sensible y material no significa que no englobe efectos de sentido y fenómenos espirituales tales como la cultura, el arte, el pensamiento, etc. Pero sí significa que esos fenómenos y esos efectos se reducen, en última instancia, a un horizonte material. Creo que en la actualidad, estas dos tesis, a saber: “sólo hay Cuerpo” y “el Mundo es un continuum material-sensible” son perfectamente correlativas y solidarias. Mi reticencia a la hora de aceptar ambos postulados es que para mí el continuum de lo existente está inevitablemente atravesado por una fractura o una herida. Intuyo que una idea similar debe haber tenido en mente A. Artaud cuando habló de una “vasta fractura que mina, no la corteza o el armazón, sino el tejido de los cuerpos”. Dicho de otro modo: no hay continuum, porque esa fractura –la Fractura– abisma lo existente material en un dominio irreductible a cualquier forma de materialidad. Por eso yo no tengo ningún problema con el dualismo metafísico. Si se me permite, quisiera dar un rodeo por las inhóspitas estepas de la metafísica para poder explicar con mayor detalle algunos puntos planteados en los apartados previos. En ciertos casos, la explicación dará lugar a la rectificación e incluso, nobleza obliga, a la (auto)refutación más intransigente.
XV. Yo no niego la existencia del Espíritu, al menos no la niego más de lo que niego la existencia de la Materia. El problema con la metafísica, a mi juicio, no está en el dualismo en sí mismo, sino en la jerarquía que construye a partir de esos dos niveles de realidad. ¿Por qué me interesa el dualismo y, más allá, la metafísica en cuanto tal? No, desde luego, por sus complicidades con el antropocentrismo o con los poderes establecidos, sino porque, a diferencia de lo que sucede hoy, sigue manteniendo a su modo la idea de fractura ontológica. Lo que ha desaparecido en la actualidad, me parece, es justamente esa Herida metafísica, por eso el Ser se identifica con un sensible homogéneo o, en el mejor de los casos, heterogéneo, aunque de una heterogeneidad más cuantitativa que cualitativa. Desde mi punto de vista, en cambio, la realidad está esencialmente desfasada, es decir que la ontogénesis procede por fases y saltos –como saltos cuánticos–. Pero no se trata de fases al interior de lo material, se trata de fases que abisman la materia a lo que no es ya material; y eso que no es ya material es para mí lo psíquico. Y así como no quiero hacer depender lo material de lo psíquico, que es lo que haría un idealista, tampoco quiero hacer depender lo psíquico de lo material, que es lo que haría un materialista. Afirmo entonces la realidad de lo psíquico y de lo físico, de lo incorpóreo y de lo corpóreo. Y lo afirmo, no tanto porque me interesen esos dos dominios en sí mismos –que por cierto me interesan–, sino porque me interesa sobre todo la fractura que se abre entre ellos. Es preciso aquí mencionar a Bataille: “la herida abierta que es mi vida”, o a Pizarnik: “El hombre presenta en sí mismo una herida que desgarra todo lo que en él vive”. Esta herida, este Trauma (término que en griego significaba –o significa aun, lo ignoro– precisamente herida) asume, en mi concepción, un alcance ontológico o, con mayor precisión, extra-ontológico. En la medida en que es irreductible tanto a lo material cuanto a lo espiritual, tanto a lo sensible cuanto a lo inteligible, no pertenece al Ser en su sentido metafísico. El Trauma es cuasi-metafísico o, mejor aún, es el elemento cuasi-trascendental de la metafísica: lo que hace posible que el Ser se desfase y a la vez lo que, de algún modo, no lo deja cerrarse sobre sí y ser Uno-Todo.
XVI. Afirmar la fractura entre lo corpóreo y lo incorpóreo o entre el alma y el cuerpo supone riesgos mayúsculos. Por ejemplo, caer en una de las formas más básicas e ingenuas de antropocentrismo. En efecto, el hombre ha sido pensado siempre en ese punto de quiebre. Ora se ha identificado su esencia con el alma (tradición idealista), ora se la ha identificado con el cuerpo (tradición materialista), ora con el compositum de cuerpo y alma. Lo cierto es que en todos los casos el objetivo ha sido siempre suturar la Herida, reprimir el Trauma. Y la manera de efectuar esa sutura ha pasado siempre –y seguirá pasando, quizás– por la imagen y la imaginación. De allí la condición anfibológica de esta potencia, similar a los indecidibles derridianos: la imaginación conecta y desune, sutura y lacera, zurce y descose. Hay un texto un poco enigmático de Simone Weil que dice: “La imaginación trabaja continuamente para tapar todas las fisuras por donde pasaría la gracia”; y un poco después: “En cualquier situación, si se detiene la imaginación selladora, hay vacío”. Weil utiliza el término combleuse, de difícil traducción, para calificar a la imaginación. La idea es que la imaginación colma, sutura, rellena o sella la Herida o, mejor aún, el vacío en el que nos abisma la Herida. Creo que esta imagination combleuse hace referencia al aspecto conjuntivo de la potencia imaginaria, es decir al aspecto simbólico o icónico. Pero hay otro aspecto, igualmente fundamental en mi opinión, que tiene que ver con la operación contraria y que daría lugar a lo que llamaría, aunque me parece que el término no existe en francés, imagination videuse, hacedora de vacío. Si la primera forma de imaginación, la imagination combleuse, es simbólica, ésta es diabólica; si aquélla es conjuntiva, ésta es disyuntiva; si aquélla es icónica, ésta es fantasmática (en Deleuze, sin ir más lejos, el phantasma o simulacro designa una singularidad irreductible tanto al Modelo como al ícono, tanto a la profundidad de los cuerpos cuanto a la altura de las Ideas, tanto a los estados de cosas cuanto a las proposiciones que lo expresan).
Arriesgaría entonces la siguiente reflexión: la historia de la filosofía se ha construido a partir de dos grandes Mitos (Mito equivale aquí a Fundamento): el mito del Espíritu y el mito de la Materia. Sobre ellos, además, ha construido el Hiper-Mito que habría servido como nexo y garantía de los otros dos: Dios primero, el Hombre después. En efecto, Dios fue siempre el garante, desde la Antigüedad a la Era Moderna, de la correspondencia entre los objetos y los pensamientos o entre las palabras y las cosas: el fundamento último de la famosa adaequatio rei et intellectus. Con la muerte de Dios llevada a cabo por el materialismo ilustrado, ese locus coniunctionis es ocupado por el Hombre, es decir por el ente que, en tanto compositum de cuerpo y alma, pertenece tanto al Mito de la materia cuanto al Mito del espíritu y es consecuentemente el único capaz de salvar el hiato entre ambos niveles de realidad. La grandeza de Nietzsche consiste, como bien ha visto Foucault, en haber matado a Dios pero también al Hombre. En eso supera con creces al ateísmo iluminista. Nietzsche mata a Dios y al Hombre, y al hacerlo abre de nuevo la fractura o la herida –el Trauma– que supuestamente esos dos Hiper-Mitos habían suturado. Yo no puedo pensar una ontología o una antropología sin aludir a esa herida o hendidura, pero no ya para zurcirla con la violencia soberana del homo sapiens, sino para abrirla a la proliferación extra-humana de fantasmas y apariencias. Porque esa cesura entre lo corpóreo y lo incorpóreo, desde Aristóteles a Kant, desde Agustín de Hipona a Schelling, siempre le correspondió, como dije, a la imagen y a la imaginación. Por eso el antropocentrismo que caracteriza a la historia occidental puede explicarse perfectamente como un destierro del fantasma y como un exilio correlativo de la imaginación. Blanchot habló alguna vez de una domesticación de lo neutro (recuérdese además que lo neutro coincide, para él, con la noción de fantasma e imagen). Yo creo, por eso, que debe ensayarse un movimiento contrario al de la metafísica antropocéntrica: desterrar al Hombre –que ya ha sido desterrado, aunque es factible que su descendiente sea aún más atroz– y dejar que en ese lugar vacío proliferen las imágenes. De allí también la importancia de la experiencia onírica: cuando soñamos no somos ni humanos ni animales ni dioses o, más bien, somos todo eso a la vez: un homme ou une pierre ou un arbre… Linneo bajo los efectos del L.S.D.
XVII. Hoy por hoy, interrogarse por lo humano se ha convertido en una especie de pecado. Como si decir “el ser humano es…” implicase ya de por sí caer en alguna forma, sutil o no, de antropocentrismo o esencialismo. No me identifico con esta pendiente del pensamiento filosófico. Para mí sigue siendo perfectamente legítimo preguntarse por lo que somos, si es que aún puede decirse que somos. En todo caso, si ya no somos, sigue siendo legítimo preguntarse qué es esto que éramos otrora y que ahora no somos más, es decir qué es lo que resta una vez que el hombre ha muerto. Sólo diré que lo humano no tiene en mi opinión ningún privilegio sobre el resto de lo existente. Y esto es así, entre otras cosas, porque no existe y nunca ha existido. Mejor dicho: ha existido como efecto de un dispositivo. Aquí se podría formular una objeción más o menos inmediata: afirmar que el hombre no existe es convertirlo en una suerte de excepcionalidad per viam negationis. Es decir: a diferencia del resto de los entes, sólo el hombre, excepcionalmente, se definiría por su no-existencia. Respondería dos cosas: 1) no excluyo a priori que otros entes no existan; es perfectamente posible que también sean una imagen o el efecto de un dispositivo; 2) no existir no supone ningún privilegio ni superioridad sobre el resto de los entes. Yo no tengo inconveniente con las diferencias, incluso específicas; sí tengo inconveniente con las jerarquías que se han construido, y aun hoy se siguen construyendo, sobre esas diferencias. Gran parte de los problemas a los que estoy aludiendo surgen al mezclar un registro arqueológico (el hombre es una imagen generada por un dispositivo histórico) con un registro ontológico (el hombre es una imagen, a secas). En el primer caso, se trataría de una metáfora para explicar que el hombre no posee una esencia propia y que, lejos de ser un dato natural, es el efecto de un dispositivo, un poco como el sexo es un efecto del dispositivo de sexualidad para Foucault. En el segundo caso, se trata de una constatación literal: el hombre es una imagen. No hay nada metafórico aquí. (Los teólogos antiguos y los Padres de la Iglesia, que en cierta forma ejercieron un pensamiento mucho más libre y una creación de conceptos mucho más salvaje que la de la filosofía profesional de la actualidad, enunciaron también esta idea –el hombre como imago Dei– y con la misma radicalidad ontológica). Yo defiendo ambos sentidos, el metafórico pero sobre todo el literal. Y si no podemos ver con absoluta evidencia que el hombre es una imagen es porque seguimos atados, por razones de conservación y supervivencia, a lo que Meinong ha llamado el “prejuicio en favor de lo existente”. Meinong emplea el término wirklich, que en alemán significa existente, pero también, como el actual inglés, real y actual. Lo real, hoy, la Wirklichkeit, es el Cuerpo; y su horizonte, la Materia.
La perspectiva arqueológica no es demasiado problemática, o, en todo caso, no presenta un problema diverso al que puede encontrarse en Foucault, Jesi o Agamben, por mencionar a tres celebérrimos arqueólogos (del saber). Pero una vez que pasamos a la ontología todo se complica. Pasar de la arqueología a la ontología es en cierta forma pasar del sentido figurado al sentido literal. Yo digo, en efecto, sin rodeos ni metáforas: el hombre es una imagen, un fantasma. Darle a este enunciado un sentido literal resulta complicado y conduce a serios problemas. Pero es una complicación a la que estoy dispuesto a enfrentarme porque me genera la mayor alegría. Y, además, porque lo literal siempre es más interesante que lo metafórico. De aquí sería posible derivar una suerte de máxima de investigación: interpreta en sentido literal lo que se supone metafórico. En esta sencilla constatación se oculta el núcleo y el germen de mi libro La máquina óptica.
XVIII. Me permito prolongar las reflexiones previas y llevarlas a un plano más íntimo, amparado de algún modo en la célebre observación de Nietzsche (cito de memoria): “todo sistema filosófico no es más que una gran confesión”. El asunto de la Herida o Fractura o Escisión es muy “sensible” para mí, y por razones personales. No puedo no buscar el modo de explicar esta fractura ontológica cuando mi existencia, como la de muchxs otrxs, es esa fractura. Pienso también –me consuelo pensando, en todo caso– en Artaud, en Nietzsche, en Diane Arbus, en Warburg, en Bustriazo Ortiz, en tantxs autorxs que amo... Tal vez el punto clave es este: soy, como dije, una Escisión. (Diría “somos” pero no quiero arrogarme el derecho de hablar por todxs). ¡Qué importa el Hombre! Lo que importa es la Herida, lo que resulta urgente es explicar esta Fractura, el Hombre siempre fue secundario y circunstancial. El Hombre fue una estrategia onto-teo-lógica, o sea teológico-política y metafísico-económica, para conjurar la Herida. No se trata, por eso, de humanizar la Herida, sino delo contrario: desantropomorfizar el Trauma, liberar la Herida de lo humano. La Fractura es eminentemente ontológica o, mejor aún, meta-()-física, no antropológica. La ecuación “Herida = Hombre” es un efecto político –quizás uno de los más determinantes–generado por un dispositivo óptico. El problema está en que al suprimir al Hombre para evitar el antropocentrismo, ciertas vertientes de la filosofía contemporánea terminaron suprimiendo también la Herida. Y es este punto con el que no acuerdo: yo suprimo al Hombre pero retengo la Herida. Ergo: soy (somos) la Herida, pero no lo soy (somos) en tanto humano(s). El asunto es complejo porque, si bien no desconozco que la filosofía contemporánea se ha pronunciado, casi en su totalidad, en contra del dualismo metafísico, y sobre todo en contra de los “horrores” que ese dualismo ha legitimado a lo largo de la historia occidental, no es para mí una cuestión de encontrar una teoría más o menos sofisticada, no es cuestión de buscar el marco filosófico que me permita ir lo más lejos posible en el camino de la deconstrucción o que me habilite a dejar la menor cantidad de cabos sueltos. No, la cuestión capital para mí, inexorablemente vinculada a la vida que vivo, es la de explicar cómo es posible que tanto lo psíquico como lo somático sean experimentados como un Afuera. ¿Quién lo experimenta y desde dónde lo experimenta?
Que hay un desfasaje en lo Real es más que evidente: soy (somos) ese desfasaje.Vuelvo a recordar la carta de Bataille a Kojève (cito también de memoria): “la herida abierta que es mi vida–decía más o menos Bataille– refuta por sí misma el sistema cerrado de Hegel”. Me sentiría tentado a decir lo mismo respecto al continuum sensible-material: la herida abierta que es mi vida refuta por sí misma ese continuum. Lo cual significa que la tesis del continuum es falsa. Tal vez no lo sea en general y en términos teóricos u objetivos, tal vez no lo sea para nadie, pero en lo más concreto de mi experiencia vital lo es. Aquí priman para mí, como supo Pascal, las razones del corazón.
Creo también esto: es imprescindible que nos dediquemos a pensar aquellas cosas que sentimos la necesidad de pensar y no aquellas que deberíamos pensar porque son el “último grito de la moda”. En caso contrario, el pensamiento se convierte en una carrera insensata hacia un presente cronológico que, en tanto instante temporal, no deja de fluir y escabullirse y de revelar, por esa misma condición evasiva, la insensatez de la empresa. De tal manera que termina convirtiéndose al pensamiento en una suerte de sistema operativo que es preciso actualizar con la última versión de la agenda filosófica. Por el contrario, siempre he intentado ser digno de esa necesidad que surge de las entrañas, aún a riesgo de resultar anacrónico y obsoleto. Por otra parte, el pensamiento filosófico –al menos lo que para mí es el pensamiento filosófico– es esencialmente anacrónico. Lo que hace a un pensamiento atractivo es si resulta útil o interesante para lo que estamos tratando de pensar en cada momento, más allá de su novedad o antigüedad, más allá de su concreción cronológica.Al nivel del pensamiento, es perfectamente factible que Averroes haya nacido antes que Hipatia de Alejandría o que Mario Victorino sea hijo de Simone de Beauvoir.
XIX. Que hay un exceso del cuerpo es evidente. Ese exceso ha sido llamado alma. Que hay un exceso del alma es evidente. Ese exceso ha sido llamado cuerpo. Ahora bien, pensemos en la loca posibilidad –que en mi caso es realidad cierta y vivida– de que lo que somos, si es que somos, no coincida con ninguno de los dos extremos, ni con el cuerpo ni con el alma. Eso significaría habitar en –o, por lo pronto,entrar en contacto con– la Herida, de-morar en ese doble exceso, en ese desborde al cuadrado que es intrínsecamente ilocalizable. No puedo resignarme a no explicar eso, aun a riesgo de ser acusado de antropocéntrico y anacrónico. No puedo resignarme, si quiero perseverar en la tarea del pensamiento y ser honesto conmigo mismo, a no buscar la forma más adecuada de conceptualizar eso, y de elevarlo a máxima universal.
Los espíritus escépticos se escandalizarán, sin duda, al escuchar hablar del alma, y para colmo desde una perspectiva genuinamente metafísica. Pero el punto interesante, estimo, no está en creer o dejar de creer en la realidad objetiva del alma, sino en algo mucho más crucial, en la experiencia concreta e indudable que ha dado lugar, en los albores de la historia, a que las culturas más diferentes convergieran en la idea de que no sólo somos un cuerpo sino también –y de manera incluso más fundamental– algo inmaterial e intangible. Podemos dudar de la realidad del alma, por supuesto, pero no de la experiencia singular –y harto evidente– que, en el imaginario humano de casi todas las culturas mal llamadas “primitivas”, dio lugar a la creencia en ella. Al igual que en el caso de los sueños, se trata de una experiencia de desfasaje o de no-coincidencia.“El cuerpo renegó de sí mismo”, dice Nietzsche, creo que en el Zaratustra. Por mí parte, no soy proclive a privilegiar un elemento sobre el otro: de ahí mi predilección por el dualismo metafísico a-jerárquico. El cuerpo renegó de sí mismo y produjo al alma (ecce anima o, mejor aún, incipit anima)tanto como el alma renegó de sí misma y produjo al cuerpo (ecce corpus o incipit corpus). Pero no es necesario considerar al alma como una substancia independiente y autónoma para admitir un desfasaje en lo corpóreo. Basta que el cuerpo no coincida consigo mismo para que haya alma. El alma, podría conjeturarse, es el resto que el cuerpo no puede asimilar en sus propios términos. Estimo que esta formulación no desagradaría al materialista. Aunque el mismo razonamiento podría enunciarse en sentido inverso. El cuerpo es el resto que el alma no puede asimilar en sus propios términos. Esta fórmula, a su vez, agradaría al idealista. A decir verdad, no importa demasiado en qué elemento pongamos el acento, e incluso si consideramos uno, dos o múltiples elementos. Lo que importa es el desfasaje, el desborde, la imposibilidad intrínseca de cualquier elemento de coincidir consigo mismo. El dualismo metafísico ofrece la ventaja, acaso la única, de enunciar del modo más sencillo –y por eso más problemático– este desfasaje. Lo que retengo de todo esto, en suma, es la diplopía, el corte, el exceso: el Trauma.
Bernardo Soares o Fernando Pessoa o Bernardo Pessoa o Fernando Soares escribió una vez: “Yo no poseo mi cuerpo, ¿cómo puedo poseer con él? Yo no poseo mi alma, ¿cómo puedo poseer con ella? No comprendo a mi espíritu, ¿cómo comprender a través de él?” Creo que este estado de no-posesión generalizada, ni del cuerpo ni del alma, es la única manera de llevar adelante la des-fundamentación radical de la ontología o, como decía Nietzsche, la transvaloración de todos los valores. Al caer el Cuerpo (con C mayúscula, es decir como Fundamento de lo que somos) caerían también, entre otras cosas, los géneros y las diferencias –o las identidades– que siempre resultan opresivas.
Recuerdo un poema inconmensurable de Roberto Juarróz que se encuentra en la Segunda Poesía Vertical:
Hilos que vienen de afuera
me fabrican un gesto
que se da vuelta y se me va hacia adentro.
No sé a quién buscan esos hilos,
que otra complicidad o respuesta o vínculo,
qué otro complot de formas.
¿O acaso no les importa ningún gesto
y persiguen tan sólo los hilos sueltos del otro lado,
para atarse con ellos,
y yo soy únicamente el lugar donde el nudo es posible?
Creo que Juarróz ha sentido también esa fractura y esa no-existencia, es decir la condición fantasmática del lugar que presuntamente lo albergaría. Hay algo aterrador en este poema. Digamos que hay fundamentalmente dos clases de hilos, los hilos somáticos y los hilos psíquicos, cada uno compuesto a su vez por una multiplicidad de hilos entrelazados. Lo aterrador es que el poeta no se identifica ni con los hilos que vienen de un lado ni con los hilos que vienen del otro, sino con el mero lugar donde se produce el nudo. El autor del poema es simplemente el nudo en el que convergen esa multiplicidad de hilos extranjeros. Pero ¿qué es ese nudo? Es un lugar, claro. Pero ¿qué es ese lugar? Es un no-lugar. Un no-lugar porque no existe en cuanto tal. Sólo existen los hilos. El nudo es un efecto fantasmático, óptico, generado por una máquina anudadora.El nudo es el no-lugar, entonces, en el que convergen dos afueras: el afuera psíquico y el afuera somático. ¿Por qué es aterrador? Porque el nudo es como el presente: inasible e inexistente. Lo aterrador es la i-localización radical de lo que somos. Soy consciente que todo esto suena a razonamiento arcaico, decimonónico en el mejor de los casos (el siglo XIX, dicho sea de paso, es una época magnética para mí: explosión ilimitada de dobles y de espectros). Lo interesante es que demuestra, por su anacronismo, la Herida que me (de nuevo me reprimo a decir “nos”) constituye: me encantaría pensar de otro modo, permitirle al alma que se familiarice con problemas y teorías filosóficas más acordes a nuestro tiempo, pero no puedo hacerlo: el cuerpo, ese otro tan extraño y a la vez tan insistente, me lo impide. Mejor dicho: el desfasaje entre el cuerpo y el alma me lo impide. Lo único que está a mi alcance, estimo, es hacerle justicia a esa Herida: intentar, como pueda, conceptualizar la paradoja que es mi (nuestra) vida, esto es: buscar el modo de expresar en términos filosóficos más o menos adecuados la condición ilocalizable y paradójica de lo que para mí significa (in)existir.
¿De dónde nos viene la certeza espontánea e irreflexiva de que los seres humanos existimos, y de que existimos en tanto humanos? De un dispositivo óptico-antropológico que ha camuflado ese vacío, esa fractura, con imágenes. ¿Por qué intuitivamente identificamos ese nudo con el cuerpo y no con una imagen? Porque, como dije citando a Meinong, existe en nosotros un “prejuicio en favor de lo existente/actual/real”. Hubiera podido citar también a Sartre, y acaso con mayor provecho: “La existencia en imagen es un modo de ser difícil de aprehender. Aprehenderlo requiere un cierto esfuerzo del espíritu, pero sobre todo requiere desprenderse del tenaz hábito de construir todos los modos de existencia sobre el modelo de la existencia física”.
XX. Ensayo otro abordaje del mismo asunto. Quienes estén familiarizados con la lingüística estructural, habrán presentido que todo lo que he dicho se reduce finalmente a la estructura del signo. Si lo propio de la tradición idealista que imperó a lo largo de la metafísica de Occidente consistió en la denigración del significante, es decir del elemento material, y en la correlativa exaltación del significado, es decir del elemento espiritual, en la actualidad –y desde hace quizás uno o dos siglos– asistiríamos a la preeminencia del significante sobre el significado. Pero en este punto, y sobre todo porque se acerca a lo que estoy intentando plantear, me parece importante la crítica –justa o injusta, poco importa ahora– que le formula Agamben a Derrida hacia el final de ese gran libro que es Estancias. Dice el a veces desatinado pero genial Giorgio: “Poner en el inicio una escritura y un rastro significa poner el acento en esa experiencia original, pero no por cierto superarla. […] La metafísica de la escritura y del significante no es sino la otra cara de la metafísica del significado y de la voz, el venir a la luz del fundamento negativo y no por cierto su superación”. Lo que yo me pregunto, entonces, es si no estaremos en un momento genuinamente gramatológico, un momento en el que el Significante (el Cuerpo, la Materia, la Escritura) habría fagocitado por completo al significado (el Alma, el Espíritu, la Voz). Por el contrario, continúa Agamben en una clara perspectiva heideggeriana, es decir antropocéntrica, más que oponer el Significante al significado, se trataría de abismarse en la barra que fractura –y a la vez sutura– al signo: “El núcleo originario del significar no está ni en el significante ni en el significado, ni en la escritura ni en la voz, sino en el pliegue de la presencia sobre el que estos se fundan: el logos, que caracteriza al hombre en cuanto zoon logon echon, es ese pliegue que recoge y divide cada cosa en la «conmesura» de la presencia. Y el humano es precisamente esa fractura de la presencia, que abre un mundo y sobre el cual se sostiene el lenguaje. El algoritmo S/s debe reducirse por eso a la sola barrera: ⸺”. Me parece que Agamben, más allá de la evidente concepción excepcional de lo humano con la que no acuerdo, capta aquí algo esencial. Creo como él que el asunto decisivo se juega en la barra, en la barra del bar, como dice H. Libertella en un libro magistral y perverso. Pero, ¿qué es lo que se juega aquí, en este pliegue que recoge y divide? Es algo que el propio Agamben había ya tratado, y en el mismo libro: el fantasma. El lugar del fantasma es la Fractura o la Barra. Deleuze lo ha mostrado, a su modo, en Lógica del sentido. La barra es irreductible, como el nudo de Juarróz, tanto al Significante (mítico cada vez que pretende ser soberano), cuanto al significado (mítico también, cada vez que lo asalta la misma pretensión). Mis cautelas respecto al devenir actual de la filosofía conciernen al olvido de la Barra. Ya no hay más Fracturas, ya no hay más Heridas, ya no hay más lugar para los Fantasmas. Todo es un continuum sensible y material. El riesgo es que, creyéndonos libres del fantasma (quizás por identificarlo –erróneamente, a mi juicio– con lo ideológico), nos volvamos más esclavos que nunca del Soberano corpóreo. Por el contrario, yo defiendo una topología ilocalizada del fantasma, un poco como el fenomenismo inubicado del gran Macedonio Fernández. En unas anotaciones recopiladas en No toda es vigilia la de los ojos abiertos y otros escritos, dice Macedonio:
La idea que he venido elaborando de la Realidad en su aspecto universal, común a todos sus modos, es decir, en su aspecto metafísico, es la de un Fenomenismo inubicado, es decir, de una discontinuidad de estados sin ubicación en lo Exterior ni en lo Interior, es decir, como no produciéndose ni en el Yo ni en el Mundo Exterior: fenomenismo ya implica discontinuidad y de igual modo pluralidad, la que se desenvuelve sin ningún en, o sea ni en un sujeto o yo ni en un mundo exterior, ni como materia ni como espíritu, o sea que en la contemplación más próxima, última, inaperceptiva de la Realidad o del Ser aparece como una pluralidad inubicada.
Una de las cosas que me resultan interesante de este pasaje extraordinario es la idea de un fenómeno (término que en griego tiene la misma raíz que fantasma) que “existe” sin depender de ningún substrato, ya sea material, ya sea espiritual o subjetivo. El fantasma, de este modo, no existe ni en el Yo ni en el Mundo Exterior, ni en la Materia ni en el Espíritu. Como escribe Macedonio, probablemente a su pesar porque no le gustaba escribir, se “desenvuelve sin ningún en”. Todo esto es muy complicado y da lugar a innumerables y arduos problemas. Por ejemplo, ¿qué rol juega la noción de “situación” en esta filosofía? ¿Cómo pensar los lugares concretos de existencia que son los cuerpos? A diferencia de Macedonio, yo no niego la existencia de la Materia (como hace en cierto sentido el idealista), así como tampoco niego la existencia del Espíritu (como hace en cierto sentido el materialista). Yo afirmo ambos niveles, aunque quitándoles toda pretensión –mítica– de fundación o fundamentación, pero además afirmo la irreductibilidad de la fractura que, como la barra del signo, los divide y conjuga.
XXI. ¿En qué punto estamos hoy, entonces? Creo que en el punto en el que el único refugio del que disponíamos, a saber: el Cuerpo, resulta amenazado. ¿Qué ha hecho el SARS-CoV-2? Ha conmovido el Fundamento material que nos cobijaba. El Cuerpo no es sólo un hogar apacible, pareciera habernos dicho este ente liminal, sino también el heraldo negro (ominoso) de la Muerte. Desde luego, decir cuerpo siempre ha significado decir muerte y finitud. El Cuerpo es así la certeza de la muerte y a la vez el refugio que tenemos hasta su advenimiento definitivo. Pero el punto es que, en la medida en que el Cuerpo actual ha funcionado, una vez muerto Dios, el Hombre y el Mundo, como nuestra única coordenada de referencia en la topología existencial y social, la amenaza del SARS-CoV-2 asume un estatuto casi metafísico: lo que está en riesgo ahora es la única referencia que nos sostiene (que somos, al extremo): en una palabra, el Fundamento (inmanente) en cuanto tal. Para continuar con la analogía planteada en el apartado previo, es como si el virus hubiese fracturado al mismo Significante. Si hace algunos siglos nos sentíamos en casa y a salvo en Dios, si luego nos sentimos cobijados por el progreso de la Razón humana, con la crisis de la religión y del racionalismo ilustrado, y con la crisis ya más actual del Mundo como espacio habitable y horizonte de sentido, sólo nos hemos quedado con nuestros Cuerpos: el último refugio y la última contención, el último bastión en el que podríamos sentirnos en casa, en familia.Sospecho que la COVID-19 ha producido una desestabilización radical en esa proximidad con el Cuerpo. Comprendo, quizás ahora, la expresión de deseo que se ocultaba detrás de la tesis “el Cuerpo ha muerto”. Nunca me fue dada esa familiaridad. Sentí que la amenaza de la pandemia ponía en cuestión –hacía tambalear– la seguridad (que, en mi opinión, no deja de funcionar como un Fundamento tácito) de “nuestros” Cuerpos. De repente, lo más “propio” había sido asaltado por lo más “ajeno”; la ciudadela corpórea había sido sitiada por un elemento prácticamente inclasificable; un extranjero se había inmiscuido, de la noche a la mañana, en el fondo de nosotros mismos. Recuerdo un pasaje de los Moralia in Iob de Gregorio Magno en el que se refiere al demonio como un “ciudadano insidioso” (civis insidians) que invade la ciudad santa de lo humano: “Es en vano luchar contra los enemigos externos si un ciudadano insidioso habita dentro de las murallas de la ciudad”. El SARS-CoV-2 es, hoy, este civis insidians –et invisibilis, diríamos también–. Creí entonces, y creo aún, que puede haber algo positivo en esta pérdida de referencia corpórea. El Cuerpo, ahora, pareciera no ser tan propio, no ser tan familiar. Y así como lxs existencialistas afirmaban que era preciso atravesar la angustia para experimentar la Nada, es decir el Ser, asimismo yo supuse que, en cierto sentido, la pandemia, amenazando ese último baluarte que nos quedaba, permitiría experimentar la fractura irreductible que nos atraviesa y disloca. Juzgué que quizás era una buena oportunidad, después de todo, para experimentar la indigencia radical e inubicable del fantasma. Entiendo ahora por qué acudieron a mi memoria los versos de Fabrizio De André:
De los diamantes no nace nada,
Del fango nacen las flores.
XXII. No dejo de pensar que estas reflexiones no resultarían problemáticas si fuesen enunciadas en un texto literario. En efecto, ¿qué otra cosa ha hecho la literatura si no intentar decir, de un modo u otro, a como dé lugar, esa Herida constitutiva? Por eso yo aconsejaría, según insinué ya en la primera nota al pie de este desacierto sistemático, que todas estas líneas sean leídas como literatura. Es lo mismo para mí, al fin y al cabo. Debería haber sido pintor o poeta.
Obras citadas en el texto:
Abadi, F. (2018). El sacrificio de Narciso. Buenos Aires: Hecho Atómico Ediciones.
Agamben, G. (2002). L´aperto. L´uomo e l´animale. Torino: Bollati Boringhieri.
Agamben, G. (1979). Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale. Torino: Einaudi.
Artaud, A. (1968). L’Ombilic des limbes / Le Pèse-nerfs /Fragments d’un journal d’enfer /L’Art et la mort /Textes de la période surréaliste / Correspondance avec Jacques Rivière. Paris: Gallimard.
Bataille, G. (1973). L’expérience intérieure. En:Oeuvres complétes,tome V.Paris: Gallimard.
Baudelaire, Ch. (1917). Les fleurs du mal. Paris: Librairie des bibliophiles parisiens.
Bergson, H. (1939). Matière et mémoire. Essai sur la relation du corps à l’esprit. Paris: P.U.F.
Debord, Guy (1992). La société du spectacle. Paris: Gallimard.
Deleuze, G. (1968). Différence et répétiton. Paris: P.U.F.
Férnandez, M (2015). No toda es vigilia la de los ojos abiertos y otros escritos. Buenos Aires: Corregidor.
Foucault, M. (1976). Histoire de la sexualité I. La volonté de savoir. Paris: Gallimard.
Freud, S. (1991). La interpretación de los sueños (parte I). En: Obras completas, tomo IV. Buenos Aires: Amorrortu.
Gregorio Magno. (1989). Morales sur Job, Livres XXX-XXXII (Sources chrétiennes). Paris: Cerf.
Juarróz, R. (2005). Poesía Vertical. Buenos Aires: Emecé.
Meinong, A. (2008). Teoría del Objeto y Presentación personal. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores.
Murena, H. A. (1954). El pecado original de América. Buenos Aires: Sur.
Pessoa, F. (1986). Livro do desassossego. Lisboa: Editora Brasiliense.
Pizarnik, A. (2002). Prosa completa. Barcelona: Editorial Lumen.
Rilke, R. M. (1962). Duineser Elegien. Bern und München: Francke Verlag.
Rimbaud, A. (1937). Œuvres complètes. Paris: Éditions De Cluny.
Sartre, J.-P. (2012). L’imagination. Paris: P.U.F.
Trakl, G. (1915). Sebastian im Traum. Leipzig: Kurt Wolff Verlag.
Weil, S. (1947). La pesanteur et la grâce. Paris: Librairie Plon.
Notas:
[1] El aburrimiento, por cierto, no deja de ser un privilegio. Tal vez sería deseable, para evitar reproches, leer estos párrafos como si perteneciesen a una obra literaria. Diría además lo siguiente: nadie dudaría de que Sartre fue un filósofo marxista comprometido,pero eso no impidió que Antoine Roquentin se aburra.
[2] Me han comentado que en una publicación reciente Franco Berardi ha recordado esta tesis de Burroughs.
[3] El término extra-terrestre puede prestarse a confusión. Lo utilizo aquí en un sentido exclusivamente astronómico o astrofísico. Extra-terrestre significa simplemente exterior al planeta Tierra.
[4] Existe un antecedente de esta tesis, aunque un antecedente que se queda en cierta forma a mitad de camino, en la poesía medieval del dolce stil novo. Para comprender la situación actual es preciso llevar al extremo la concepción amorosa de los poetas italianos del siglo XIII y decir que no sólo el amor,sino toda relación posible entre sujetos humanos, es una relación fantasmática. Pero incluso cualquier relación que un sujeto establezca consigo mismo es ya una relación mediatizada por un fantasma. En este sentido, considero que es un mérito de Florencia Abadi haber mostrado que la imagen de la cual se enamora Narciso constituye una exterioridad y una impropiedad irreductibles a cualquier instancia egolátrica: “Narciso –dice Florencia– no se ama a sí mismo. Se enamora de su imagen, y se suicida en el intento de abrazarla”. La imagen, como en Lacan, no coincide con el sí mismo o con el sujeto (barrado, justamente a causa de esa no coincidencia). El fantasma es siempre un otro: je est un autre.
[5] Daría toda la impresión de que mi posición es idealista. Nada más falso, aunque admito que siempre me atrajo más el idealismo que el materialismo. Sin embargo, el idealismo pone el acento en la conciencia, que para mí es un mero coágulo del Afuera y no un punto de partida, y concibe a la realidad como representación. En mi caso, es el fantasma, irreductible a la materia y al espíritu, el que produce al yo consciente. La imagen es –siempre lo ha sido– la línea de fuga del cuerpo y de la idea. Recordemos a Bergson: “por «imagen» entendemos una cierta existencia que es más que lo que el idealista llama una representación, pero menos que lo que el realista llama una cosa, - una existencia situada a medio camino entre la «cosa» y la «representación»”. En ese entremedio, por cierto, se sitúa la metafísica del fantasma. En términos lacanianos, diría que yo no pongo el acento ni en el sujeto inconsciente ni en el yo ideal, sino en el fantasma que subsiste en el espejo. Se trata de liberar al espejo de su dependencia del cuerpo reflejado, pero también del yo proyectado. En suma, lo que intento pensar no es tanto una física del cuerpo pulsional o una teoría del yo imaginario, sino una metafísica del espejo en su irreductibilidad. Mi impresión es que la pandemia nos ha abismado, para bien o para mal, en el interior del espejo, como si de improviso hubiésemos sido transportados, al igual que Alicia, through the looking-glass. Y lo que hemos encontrado allí –y era de esperarse tratándose de un espacio especular– es la evasiva subsistencia del fantasma.
Germán Osvaldo Prósperi
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