La situación no es verdaderamente novedosa. Hace tiempo que se nos viene preparando para detectar en el otro los gestos más sutiles que delatarían su condición. Es difícil creer que sin un dispositivo meticulosamente diseñado y cuidadosamente implementado los comportamientos de buena parte de la población mundial podrían reaccionar tan dócilmente a la imposición del encierro, a los controles compulsivos sobre nuestros cuerpos, nuestras actividades y a la restricción de muchas de las libertades y garantías que se consideraban como la marca característica de la vida en las sociedades democráticas contemporáneas. El hecho de que en poco tiempo hayamos aceptado cambios tan drásticos no debería hacernos reflexionar tanto sobre las particularidades del virus como sobre los rasgos que caracterizaban nuestras vidas hasta hace unos días.
Si tan fácilmente se aceptó la retórica bélica ante la aparición de un enemigo invisible ello se debe a que hace tiempo que nuestras sociedades se encuentran atravesadas por la lógica, el orden y las costumbres propias de las ciudades que han sido ocupadas por un enemigo de estas características. La idea de que nuestras sociedades son amenazadas por un enemigo interno que convive junto a nosotros es algo que ha sido conceptualizado como terrorismo de cosecha propia y, si bien el fenómeno no es en sí mismo novedoso, su impronta sobre nuestras vidas se ha visto fuertemente incrementada en los últimos años. La particularidad de esta forma de violencia consiste en que el terrorista es alguien que surge del propio seno de la sociedad contra la que busca atentar siendo, por lo tanto, indistinguible del resto de nosotros porque, precisamente, es uno de nosotros. De aquí puede inferirse su característica esencial, la de ser invisible tanto para el resto de la población como para las fuerzas gubernamentales. La proliferación de este tipo de atentados se ha visto fuertemente incrementado en la última década junto con la difusión de perfiles como el de Anders Behring Breivik o Brenton Tarrant lo cual no ha hecho más que reforzar la premisa de que los mecanismos vinculados tradicionalmente con la seguridad nacional, el espionaje y los dispositivos bélicos debían ser dirigidos ya no hacia el exterior de las fronteras sino hacia las poblaciones que originalmente debían proteger.
Mucho se ha discutido sobre la efectividad de esta forma particular de terrorismo pero, si consideramos que el fin que persiguen quienes realizan este tipo de actividades es la de infundir el terror y modificar la vida cotidiana de las personas de una determinada sociedad, resulta difícil imaginar una forma más efectiva de lograr dicho objetivo que volviendo difuso el perfil del sospechoso al punto de hacerlo coincidir con el del resto de la población. En parte, su efectividad radica en que los hábitos y la forma de relacionarse entre las personas se alteran adoptando comportamientos defensivos en la misma medida que los Estados refuerzan sus discursos en torno a nociones tales como la seguridad nacional, el ataque preventivo y el bienestar común. La declaración de que nos encontramos en guerra contra un enemigo invisible y las prácticamente nulas reacciones que dichas afirmaciones tuvieron a nivel mundial evidencian que el terrorismo de cosecha propia es en realidad el paradigma que ordena y rige nuestras vidas desde mucho antes que la actual situación pandémica fuese detectada.
El hecho de que los avances tecnológicos que posibilitan la vigilancia masiva de poblaciones completas haya sido implementado sin distinción por parte de gobiernos tanto democráticos como autoritarios se debe, precisamente, al éxito que ha tenido la implantación de la figura de este tipo de terrorista en todas las latitudes. El rápido gesto que recientemente han realizado dos de los más poderosos gigantes tecnológicos al ofrecer unir sus recursos con el fin de rastrear los movimientos que cada usuario realiza para permitir detectar y prevenir posibles contagios no responde al diseño de una nueva tecnología sino a la readecuación de los protocolos utilizados para la detección y la prevención del terrorismo. En definitiva, para el sistema es indistinto si se trata de un virus o de un terrorista, cada uno de nosotros ya ha sido definido como una potencial amenaza.
Juan Acerbi
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