Hay una escena cinematográfica de la llamada ciencia ficción que de repetirse se ha vuelto arquetípica. Una nave humana en un planeta desconocido. Una exploración de rigor. Algo sale mal y el traje protector de uno de los integrantes de la misión de reconocimiento es dañado. Un parásito o bicho desconocido se introduce en el cuerpo. Un androide traidor (aunque el concepto es problemático en un ser artificial) quiere a toda costa meter al desdichado en la nave. También sus compañeros de aventura. Pero la tripulación se ve obligada a “activar el protocolo” y, si el desgraciado logra volver a su interior, deberá ser “puesto en cuarentena”.
Siempre me llamó la atención una suerte de falla estructural (porque la escena es muy reiterada) del verosímil. Es algo para un espectador un poco pueril. Uno que Borges llamaría “policía de las pequeñas distracciones”. Esos planetas son muy lejanos, los tripulantes de la nave deben viajar bajo un hipersueño, se desplazan durante décadas por la galaxia. Por supuesto, el planeta debe tener una composición “semejante” a los de nuestra galaxia. Concedido eso, ¿cómo saben que esos trajes con cascos pueden protegerlos? Si se sospecha una forma de vida en ese planeta (ese es el resorte del viaje, es decir, de la historia), y ésta es desconocida, ¿cómo saber que el diseño del traje protector es eficaz? ¿Por qué el accidente, la estupidez reiterada, el tipo que toca lo que no debe, el vidrio del casco roto, para que lo extraño penetre en el cuerpo? Por el dramatismo de la escena, desde luego. Pero podría pensarse (se debe haber hecho y no la vi) una contaminación que no necesite ningún avatar, porque el traje protector en efecto no puede prever las posibilidades de un organismo extraterrestre y en consecuencia no hace falta ninguna alharaca en torno al protocolo y a la cuarentena.
Groso modo, esta es la variante Alien, el octavo pasajero y Prometheus (una malhadada precuela), ambas de Ridley Scott. La inversa es el bicho en la tierra: La cosa de John Carpenter. El comienzo es genial: en plena Antártida, unos noruegos (o daneses o suecos) persiguen a un perro desde un helicóptero para matarlo a tiros y lo salvan otros tipos de otra base (obviamente estadounidenses). Algún espectador puede pensar que el tirador estaba poseído por ese huésped extraño, pero el que lo tenía era el perro. Dicho sea de paso, en Alien 3 es un perro el que lleva el embrión del monstruo.La cosa es una de esas películas que parecen malas y de las que solo retrospectivamente se percibe lo que tienen de “artístico” (como las películas delos ochenta de David Cronenberg, que uno solo puede apreciar después, apres-coup). Heideggeriano, Carpenter, mucho más “bicho” que Ridley Scott, la titula The Thing. También en esta historia hay protocolos y cuarentenas, aunque todo se va al diablo mucho más rápido (hoy podría ser unargumento para una novela de Aira). En efecto, “la cosa” permanece desconocida, en tanto toma las formas de sus huéspedes vivientes (los perros y los humanos de la base). Desde luego, esto no es sin consecuencias: los huéspedes sufren horribles transformaciones. Pero podría afirmarse que la cosa no aparece nunca en tanto tal (o bien mi olvido la simplifica: admitamos la coartada borgiana). Tampoco ha caído ninguna nave ni asteroide. Fue el otro grupo, el que quería matar al perro, el que desenterró la cosa de las profundidades del hielo antártico. ¿Cuánto hace que estaba ahí? ¿Vivía? ¿Hibernaba? ¿Podría ser anterior al Homo Sapiens? ¿A la vida misma? También esta variante ha sido explotada en el imaginario de la ciencia ficción: la anterioridad de la “cosa” respecto del viviente humano, tal vez incluso más arcaica que la vida.
La variante de Carpenter es retomada en nuestros días por Aniquilación de Alex Garland. También ahí la cosa toma las formas vivientes del territorio en el que se instala, con la muy bonita variante de lo vegetal, lo que da al bosque en la que se internan sus cuatro heroínas una exuberancia de colores y de formas en las que lo alienígena tiñe lo terráqueo como un nacarado, bello y terrible (como si fuera un cuento de hadas futurista). Solo visible por sus transformaciones, la cosa permanece inaparente. En el desenlace, toma una forma vagamente humana, un poco como el terminator de mental líquido de la segunda entrega de la saga, pero con silueta de mujer (porque las formas son las de la última heroína), lo que la vuelve a la vez inquietante y atractiva (por supuesto, Garland ya había sacado las consecuencias eróticas de esta variante en su película anterior, Ex–Machina).
En la última novela de Pablo Farrés, Las pasiones alegres, a los vivientes humanos se les implanta un chip de memoria falsa (como en Total Recall de Paul Verhoeven, y el relato de Phillip Dick en el que se basa). Borgianamente, la novela multiplica los chips, superpone capas de pasado falso, proliferan los juegos de cajas chinas. No obstante, también hay una hipótesis antropológica. Porque la omnipresencia de la vida artificial vuelve inútil la distinción natural-artificial. Si nos remontamos a los orígenes del animal humano, podemos conjeturar que el cerebro, ese órgano todavía enigmático, fue implantado por una raza alienígena, por lo que siempre fue antinatural, a-humano. No es la vida, sino la inteligencia (el Logos) la que fue desde el origen artificial. El Homo Sapiens es una aleación de organismo animal e inteligencia artificial. Prometheus ensaya una variante teológica: el viviente humano fue diseñado por una especie extraterrestre, en un planeta lejano, por lo que no es un natural de Gaia. Ni siquiera es “natural” a secas: hecho más o menos a imagen y semejanza, el animal humano es tan artificial como el sempiterno androide que acompaña a la expedición. En Las pasiones alegres, Urano es URANO (Universal Relations Artificial Network Onthologic), la Compañía de IA que transmuta el panteísmo spinoziano del título. La restitución teológica de Farrés, de la que los singularitanos son los nuevos profetas, es mucho más sutil que la de Scott.
Ya que aludí al Cronenberg de los ochenta, Videodrome y Las mosca son variantes bizarras del problema del agente contaminante. Junto con “protocolo” y “cuarentena”, hay otras palabras misteriosas: “contaminación” y “contagio”. El protagonista de La mosca habla de la contaminación de la cápsula de teletransportación. El contagio de Videodrome es mucho más esotérico y desopilante. Ahora estamos en la Tierra, pero la idea misma de contagio vuelve al agente intruso algo alienígena. La mosca que se cuela en la cámara de teletransportación no es una mosca cualquiera, o deja de ser “la mosca” (el artículo determinativo que hace del individuo un mero representante de la especie), para volverse esa mosca, un ejemplar que ha salido de su grupo genérico. El protagonista se vuelve hombre-mosca, como los personajes de Farrés se vuelven hombres-perro, y se convierte también en un monstruo. Aira define al monstruo como la especie compuesta por un solo individuo. ¿Y cuál es el drama del monstruo? La soledad. Por eso su modelo es el Frankenstein de Mary Shelley (referencia que explica el título de Prometheus: los alienígenas son el doctor Frankenstein y nosotros los humanos somos el monstruo).
Pero, ¿se trata de un sentido figurado? Si el agente de contagio es una “cosa”, ¿no se trata siempre de un sentido literal? ¿O siempre figurado, que viene a ser lo mismo? Cuando se utiliza el sentido figurado porque se carece de un sentido literal en el cual se apoye, estamos ante la célebre catacresis (los brazos del sillón, el pie del verso: extraño que los ejemplos impliquen el cuerpo). El contagio tiene algo de catacresis, por eso opera a varios niveles, metafórico y metonímico. El contagio es, además, contagioso, es decir, redundante, como el muerto-vivo que engendra zombis.
Rafael Arce
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