Escenas originarias y territorios de pensamiento
Hace tiempo se habla, en el campo de las humanidades, de producir pensamiento de manera situada. Sin embargo, las implicancias que un anclaje territorial puede traer para el pensamiento específicamente filosófico es un terreno cuya exploración está lejos de estar agotada. La cuestión no es nueva, aunque sí lo es la intensidad y la extensión creciente con la que se impone, explícita o implícitamente, en numerosas tentativas teóricas contemporáneas. A la hora de articular diseños curriculares para los distintos niveles educativos, el tema también reclama su urgencia y se lo ve aparecer en no pocas fundamentaciones. Estos signos permiten conjeturar que una modulación territorial de la filosofía se esboza en el horizonte como un aspecto fundamental de la filosofía venidera.
Al preguntar sobre las relaciones entre filosofía y territorio, o dicho con mayor precisión, acerca de los modos en que un ejercicio territorializante de la filosofía puede afectar a la naturaleza misma del pensamiento, la confrontación con la matriz moderno-europea resulta crucial. De modo que, antes de avanzar sobre nuevas configuraciones del pensar, puede ser fructífero volver sobre el momento canónicamente considerado inaugural en la conformación de la modernidad filosófica europea. Este regreso promete echar alguna luz sobre el camino que aquí se intentará transitar.
En el célebre inicio de sus Meditaciones metafísicas, Descartes presenta la siguiente escena: un pensador ya maduro decide encarar la construcción de los cimientos metafísicos de todo conocimiento posible. Con ello sentará las bases para la heroica posición del sujeto en la historia del pensamiento occidental. Ahora bien, para construir, primero es necesario desmalezar y preparar el terreno, emparejar la tierra y producir el llano que habrá de sostener la casa. Con ese objetivo en mente, el filósofo se propone someter a un implacable ejercicio de duda los principios mismos sobre los que tradicionalmente se ha asentado el conocimiento. No es este el lugar para reproducir una vez más los pasos del método cartesiano. Baste recordar que, en su gesto inicial, la filosofía moderna racionalista elimina la sensibilidad como fuente confiable de conocimiento. Con la sensación, el filósofo tacha en primer término el cuerpo y, en segundo lugar, su inscripción en un territorio concreto. Descartes no necesita explicitar estas dos consecuencias, pero su planteo las lleva implícitas. Los cimientos de la nueva filosofía no saldrán, pues, de la relación de un organismo viviente con un suelo, sino de la etérea, ingrávida e inmaterial razón, que planea sobre el género humano como aquello mejor repartido. La razón moderna no tiene cuerpo ni territorio. Pero los tendrá, ya que esta doble negación le permitirá pensarse como aplicable en todo tiempo y lugar: su no-localización es la condición de su pretensión a la universalidad. De este modo, luego de producir un desierto a su alrededor, el cogito europeo, como matriz de pensamiento, creerá estar en condiciones de construir un mundo a la medida de su ideal.
El texto cartesiano retiene, sin embargo, las huellas de su pertenencia territorial. La gran empresa racionalista tiene su escena originaria, casi teatral y rica en significaciones. En el momento en que se dispone a extraer el nuevo mundo de su sola razón, el sujeto pensante se encuentra en un apacible y seguro retiro. Lejos del ajetreo mundano, puede pensar sin inmutarse por otra cosa que no sea su propia meditación. Allí está el gran filósofo, tranquilamente sentado, vestido con su bata, junto al fuego, aislado del mundo. Situación que habilita el olvido de toda materialidad para que la mente fluya sin obstáculos.
Desde otro confín de la tierra, a un océano y más de tres siglos de distancia, otro filósofo dirá que, para nosotrxs, que leemos este texto desde Latinoamérica, el sentido de la escena no se cifra tanto en el “yo pienso” como en la estufa que calienta el cuerpo del filósofo. En la escena originaria de la modernidad occidental, sería entonces ese burdo aparato lo que hace signos. La estufa es, para Rodolfo Kusch, el índice que señala hacia la vida concreta, esa que Descartes elimina para construir su edificio conceptual. Representa, además, el progreso de una sociedad pujante. Volver a situar esta filosofía allí, al lado de la estufa, implica reconectar el pensamiento con la vida sensible. Esa que Descartes aleja de su deducción, porque toda percepción podría no ser más que una ensoñación engañosa. Con el gesto irreverente de Kusch, es posible evaluar hasta qué punto aquella filosofía que se pretende desanclada del territorio y separada de la vida cotidiana deriva en un pensamiento mortuorio, una matriz que produce muerte y vacío a su alrededor (aún resuenan, aquí, los ecos del grito nietzscheano: ¡el desierto crece!).
Pensar la relación entre la filosofía y el territorio se plantea, de este modo y necesariamente, como una nueva crítica a la imagen moderno-europea del pensamiento. Implica no aceptar acríticamente el imperio de una razón des-localizada, mostrando que también ella es territorial, cultural, particular. Sobre todo implica no aceptar, como no lo hicieron las diversas filosofías nacionales propuestas desde el continente americano, una matriz cognitiva foránea para pensar nuestros problemas. De ahí el recurso sencillo que articula el presente escrito, como dispositivo teórico exploratorio: indagar, como en el caso de Descartes y su estufa, en otras escenas originarias del pensamiento, sin perder de vista su anclaje territorial y, por lo tanto, vital. Otras escenas que, quizás, engendren concepciones diversas acerca de la naturaleza del pensar. Veamos algunos ejemplos.
El filósofo y poeta martinico Édouard Glissant parte de una potente escena originaria: el barco de trata de esclavos. El espacio de encierro móvil en el mar, que ofició de lugar de traslado de cuerpos esclavizados desde África hacia el Caribe durante la colonia, constituye la escena infernal y punto de anclaje para la construcción de una singular filosofía. Imaginen, nos interpela Glissant, “doscientas personas hacinadas en un espacio que apenas podría contener un tercio de ellas. Imaginen el vómito, la carne viva, los piojos en zarabanda, los muertos tendidos, los moribundos pudriéndose".[1]
El barco es una fosa, un abismo de muerte al que son arrojados esos cuerpos deshumanizados, transformados en meras mercancías. Abismo triple, ya que la barca-fosa (primer abismo) se prolonga en lo inabarcable del océano aterrador (segundo abismo) y en la memoria sin fondo del país natal arrancado (tercer abismo). Pero también es una fosa-matriz que pare un pueblo futuro y se constituye como memoria inalienable de ese pueblo. Fosa que aloja todo futuro grito y punto de partida de una filosofía situada que se plantea como un “pensamiento archipiélico”. Esta imagen noética toma su forma, entonces, de esa espacialidad tan particular del Caribe, con sus islas abigarradas, para oponerse a un pensamiento continental demasiado denso y seguro de sí. Se yergue, así, una nueva voz en la cacofonía del mundo: una perspectiva que transforma la experiencia infernal, consciente o inconscientemente, en un conocimiento sobre la totalidad estallada. La vivencia del abismo, encarnada en comunidades concretas, habilita el saber de un pueblo que, lejos de pensarse como elegido, se interna en un pensamiento esencialmente relacional: “la experiencia del abismo es la cosa más intercambiada”.[2]
La escena originaria, que parte del exilio forzado y la esclavitud en una tierra extraña, deriva en un pensamiento de la errancia que pone a la imagen deleuziana del rizoma como continuación y cifra de su periplo. A la pregunta por el comienzo del pensar, Glissant responde: por el problema de la raíz y la identidad. El rizoma, como imagen del pensamiento, no se opone tanto al arraigo como a la raíz única y totalitaria de una identidad sustancial. Se trata de pensar otro modo de arraigo, el modo-rizoma, el modo-errancia. Sería una raíz que no necesita eliminar a otra para ser, sino una que “procede literalmente de lugar en lugar”.[3] Raíz paradójica entonces, en relativo desplazamiento y alianza con otras raíces. De esta territorialidad que se construye pedazo a pedazo en el archipiélago, emerge una voz compuesta por múltiples voces, ya que el Caribe es escenario de un multilingüismo irreductible a una raíz única. Lenguajes híbridos que habrán de engendrar un pensamiento, el de Glissant, que se hace huella recorriendo lo diverso-disperso del mundo. Una filosofía de la Relación (de la impureza, del mestizaje), y no una metafísica de la Sustancia pura y dominante. El archipiélago, como territorio del pensamiento, presenta un saber que no es claro ni distinto, sino errante, aunque no perdido: la brújula de su memoria abismal lo guía hacia el encuentro intercultural.
Segundo ejemplo: el pensamiento mestizo de Gloria Anzaldúa. Su escena originaria es la vida de frontera. En concreto, se trata del límite que separa el sur de Estados Unidos y México, o mejor dicho, el que separa México del territorio, también mexicano en su origen, anexado violentamente por los Estados Unidos a fines del Siglo XIX (una vez más la violencia como parte constitutiva de una escena originaria de pensamiento). Territorio ambiguo por excelencia, de transacciones y contrabandos diversos, de permanente polinización intercultural y tráfico no sólo económico sino también libidinal. En Anzaldúa, la frontera se transforma en concepto y en imagen del pensamiento. Y así como Glissant propone, desde la barca-fosa, una perspectiva sobre la totalidad como Relación, Anzaldúa produce, desde la frontera, una teoría de la subjetividad múltiple, que deriva en una posición política y existencial que ella llama conciencia mestiza.
La situación de frontera de la que parte esta pensadora chicana contiene múltiples capas. En primer lugar está el límite geográfico-político ya mencionado. Pero esa frontera contiene otras: culturales, sociales, psíquicas. La subjetivación territorial resultante se produce, de este modo, en una encrucijada pluridimensional:
“Porque yo, una mestiza,
salgo continuamente de una cultura
para entrar en otra,
como estoy en todas las culturas a la vez,
alma entre dos mundos, tres, cuatro,
me zumba la cabeza con lo contradictorio.
Estoy norteada por todas las voces que me hablan
simultáneamente.”[4]
A nivel cultural, lo primero que emerge es la frontera entre lo mexicano y lo estadounidense, con todo lo que tiene de violencia originaria y segregación. Pero enseguida, al interior de la cultura mexicana, aparece la separación y la mezcla entre lo hispano y lo indígena. Luego, transversal a todas estas fronteras, emergen las cuestiones del género y la sexualidad como nuevas fuentes de diferenciación. La condición de mujer implica tensiones diversas en su inscripción, siempre problemática, en cada una de las tres raíces culturales mencionadas. Pero aún dentro del movimiento feminista, la pertenencia de Anzaldúa está cargada de conflictos, ya que se posiciona como una lesbiana mestiza que, en tanto tal, no se encuentra representada por el feminismo hegemónico de su tiempo. La voz más singular, el nombre propio que se pone en juego junto con su biografía, da como resultado una personalidad plural, una subjetivación pensada como amasamiento, que junta y une lo disperso, lo ambiguo, lo contradictorio, en una existencia atravesada por múltiples tensiones. A partir de la escena originaria de la frontera, Anzaldúa construye una teoría fronteriza de la conciencia mestiza, un nuevo territorio de pensamiento cuya fertilidad promete seguir dando frutos para alimentar la filosofía futura.
Veamos aún un tercer ejemplo: el filósofo argentino Rodolfo Kusch, que supo producir una obra rica en escenas originarias de pensamiento. Mencionaremos aquí la que da inicio a su obra más conocida: América profunda. La escena relata la subida de un personaje por la cuesta que lleva a la Iglesia de Santa Ana de Cuzco. La narración, en primera persona del plural, remite a un nosotros citadino formado por la cultura occidental: las clases medias urbanas, que creen no tener nada que ver con el altiplano barbárico o exótico, en el mejor de los casos. El narrador sube la cuesta y se encuentra con un ambiente hostil: “todo parece hacerse más tortuoso, porque no se trata sólo del cansancio físico, sino del temor por nuestras buenas cosas que hemos dejado atrás, allá, entre la buena gente de nuestra ciudad. Falta aire y espacio para arribar a la meta y es como si nos moviéramos en medio del magma de antiguas verdades”.[5] Es una experiencia de choque cultural, donde el sujeto se encuentra lejos de sus cosas y su gente, de ese ambiente que lo inscribe en la civilización occidental. Al menos así lo quiere creer, aunque no sin un dejo de mala conciencia y cierto sentimiento de inferioridad y frustración. De repente, en el ascenso por la cuesta de Santa Ana, este individuo se encuentra a la intemperie, desamparado, enfrentado a silencios y miradas hostiles, rodeado por un aire pesado, cargado de olores que desconoce, con rostros a los que no está acostumbrado. Aquí no hay bata, ni estufa, ni apacible retiro, sino un ambiente espeso, grávido de verdades en las que el sujeto no se quiere ver reflejado, pero que lo interpelan oscura y acusatoriamente.
La escena es una invitación al pensamiento. La incomodidad del narrador es interpretada como síntoma de un problema: el de la inadecuación entre la realidad americana y los esquemas que utilizamos para pensarla y pensarnos en ella. Se impone una transformación de las imágenes del pensamiento canonizadas y la única solución, de acuerdo con Kusch, es sumergirse en el sentir y el pensar de los pueblos americanos, esa tierra nutricia que yace en el subsuelo social del continente. El relato plantea un desafío al que Kusch responde con un gesto simétricamente opuesto al que inaugura la filosofía occidental: lejos de separarse de la opinión, el pensamiento americano sólo puede surgir de una inmersión en ella. De esa sumersión, el filósofo extrae una reformulación radical de las categorías ontológicas fundamentales a partir del análisis de una serie de expresiones en castellano, quechua y aymara. Nos referimos al desplazamiento de la categoría de ser por la del estar, distinción que el argentino fue sistematizando obsesivamente a lo largo de su obra y que implica una filosofía fuertemente territorial. En efecto, la preeminencia del estar sobre el ser remite a un campo de existencia anterior a la individuación definible como sujeto u objeto: antes que ser algo o alguien, la vida simplemente está en un suelo. Es la dimensión de vegetalidad de lo viviente, que Kusch sondea desde su primera obra, La seducción de la barbarie.
A través del análisis de formas culturales y rituales, pero también de organización política y económica de las comunidades del altiplano, Rodolfo Kusch arriba a una interpretación del pensamiento indígena y popular que será la piedra de toque de un nuevo territorio de pensamiento. La síntesis del estar-siendo, en tanto estructura existencial americana, se presenta como alternativa al hegemónico y abstracto yo pienso, yo soy europeo.[6] Aquí ya no se trata de una cosa pensante que se erige como imagen universal de lo humano, sino de una serie de configuraciones comunitarias que, al determinar al indeterminado estar en el suelo, configuran un siendo, que se sostiene precariamente con una frágil red de símbolos como único recurso para protegerse del caos y la desgracia, que siempre acechan.
Las escenas originarias de pensamiento exploradas nos alejan de la razón moderno-europea y nos acercan a pensamientos situados acá, en Nuestra América. Una manera posible, entre otras, de rastrear otras configuraciones sensibles para el despliegue de nuevos territorios de pensamiento. Estos territorios noéticos pueden ser pensados como anudamiento de tres planos espaciales: el material, físico o natural; el cultural, en tanto espacio simbólico que cada territorio engendra a partir de su intimidad con las vidas que lo habitan; y por último, el espacio filosófico, con las moradas virtuales que el pensamiento construye para animar la forma de vida que lo engendra (quizás también para transformarla). Este “lugar sin dimensión” vuelve, a su vez, sobre el territorio, y lo envuelve como una fina capa invisible: “el pensamiento se espacia realmente en el mundo”.[7] Aquí nos hemos acercado a tres direcciones que se hacen señas a la distancia en modos que aún resta descifrar: un pensamiento de la totalidad errante en Glissant, una teoría de la personalidad plural en Anzaldúa y una hermenéutica de lo pre-óntico en Kusch. Las diferencias entre estas filosofías son notorias, y sin embargo, los ecos entre el pensamiento relacional del martiniqueño, la conciencia mestiza de la chicana y la filosofía americana del argentino podrían abrazarse misteriosamente, en un tejido que potencie su singularidad en la alianza. Las tres se yerguen, entre muchas otras, como imágenes potentes de una filosofía porvenir, quizá un proyecto de ensueño y extrañamiento para nuevas formas de vida.
Notas:
[1] Glissant, É., Poética de la relación, trad. S. I. Sferco y A. P. Penchaszadeh, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2017, p. 39.
[2] Ibíd., p. 42.
[3] Glissant, É., Filosofía de la relación: poesía en extensión, trad. S. Gil, Buenos Aires, Miluno, 2019, p. 73.
[4] Anzaldúa, G., Borderlands / La frontera. La nueva mestiza, trad. C. Valle, Madrid, Capitán Swing, p. 134.
[5] Kusch, R., América profunda, en Obras completas. Tomo II, Rosario, Fundación Ross, 2009, p. 12.
[6] Cf. Kusch, R., Geocultura del hombre americano, en Obras completas. Tomo III, Rosario, Fundación Ross, 2009, pp. 231-239.
[7] Glissant, É., Poética de la relación, op. cit., p. 37.
Rafael Mc Namara es Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Es becario posdoctoral CONICET (periodo 2020-2023), con un proyecto de investigación titulado “Territorios de lo común: elementos para una ontología de lo social en Gilles Deleuze” (CEAPEDI-UNCo). Se desempeña como docente e investigador en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional del Comahue. Es autor del libro La ontología del espacio de Gilles Deleuze (RAGIF Ediciones, 2022). Dirige la colección Deleuze: ontología práctica (RAGIF Ediciones). Actualmente investiga la relación entre filosofía y territorio desde una perspectiva situada en Nuestra América.