Los circuitos de la smart city
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En su gran recapitulación sobre la historia de la ciudad occidental, José Luis Romero escribió que lo que define a la ciudad es producir una forma de vida diferenciada de la vida rural. Si ésta se distingue por dejar que las cosas transcurran lentas, imprecisas y al compás de los ritmos de la naturaleza, la ciudad se caracteriza por la racionalización y el control sobre la vida de los ciudadanos que la habitan.[1] Simultáneamente, las ciudades se caracterizan por crear su propia personalidad. Como es bien sabido, no es lo mismo Roma que París, ni Buenos Aires que Santiago de Chile. La ciudad en general es una forma de vida diferenciada de las formas de vida rurales, pero cada ciudad crea sus propios estilos de vida y sus propias mentalidades (modos de convivir, formas de hablar, reglas de conducta, etc.), sin dejar de compartir características epocales que permiten reunirlas y diferenciar grandes tipologías históricas.
Romero distinguió tres grandes etapas desde que, a partir del siglo XI, las ciudades reemergieron entre los intersticios del orden feudal como espacio adecuado a la burguesía en ascenso, clase social cuyo nombre resulta indisociable del mundo urbano. La ciudad gótica constituyó su primera y más heroica etapa, allí donde una burguesía pujante convertida en patriciado desplazó a los señores feudales y produjo nuevas formas de asociación autónoma, haciendo de la plaza el sitio donde se fijan los precios, se forman las corrientes de opinión política y se despliegan las confrontaciones en torno a los juicios de valor que forman el gusto. La ciudad gótica fue una gran creación plástica, casi escultural, que disponía de masas tanto en el sentido arquitectónico como social.[2] Esta dimensión escultural se acentuará en el segundo momento de la ciudad occidental, al que Romero llama ciudad barroca, cuando, a partir del siglo XVI, los patriciados burgueses comiencen a imitar los modos de vida señoriales y las ciudades se escindan en zonas ricas y zonas pobres. Las ciudades barrocas, donde el modo de vida fastuoso de las clases altas se convertía en espectáculo para las clases populares, dejarán de ser ciudades libres y autogobernadas, como las ciudades góticas, y se convertirán en ciudades cortesanas, subsumidas al poder soberano de las monarquías absolutas.
La ciudad occidental sufrirá una nueva gran transformación en el siglo XIX, cuando la revolución industrial haga surgir megalópolis como Londres o Nueva York, y las ciudades que no experimenten esa nueva metamorfosis, sean góticas o barrocas, quedarán rezagadas como reliquias de otras eras. Comenzarán a proliferar entonces las chimeneas fabriles, así como los barrios obreros que absorbían a la población rural, puesto que las ciudades dejarán de ser centros de comercio y finanzas, como lo fueron desde antiguo, para volverse, preponderantemente, centros de producción. Será el alba de la ciudad tecnificada, hecha de hierro y neón. Recorrida horizontalmente por medios de transporte mecanizados y verticalmente, en altura, por rascacielos y ascensores. Sitio de las grandes obras sanitarias, de impetuosas manifestaciones populares, de las vanguardias artísticas y políticas, pero también de la “muchedumbre solitaria”, de una yuxtaposición de gentes que conviven entre la indiferencia y la desconfianza, arrojadas a la anomia y la alienación. Por su crecimiento vertiginoso, por su caos de tránsito, por su bullicio, por su acumulación de deshechos y marginalidad, la ciudad industrial recordará a una cárcel insalubre. Semejante cúmulo de calamidades es lo que ha hecho afirmar a Martínez Estrada: “ciudad: éste es el nombre de una enfermedad nerviosa muy grave”.[3]
El ambiente hormigueante de la ciudad moderna, su concentración de energías humanas y mecánicas, resultó de gran provecho para las burguesías urbanas, al punto que, desde el siglo XIX, ha abarcando a la mayoría de la humanidad. Pero a su vez, este artefacto elefantiásico y biopolítico produjo toda clase de efectos nocivos. Las ciudades crecieron a un ritmo tan rápido que los servicios empeoraron, las distancias se hicieron más largas y el aire más contaminado, no pudiendo afrontar los problemas que suscitaban. Sin embargo, lejos de renunciar a la vida urbana o dejar que continúe su deriva hacia el colapso, en los últimos años ha cobrado realce el proyecto de reestructurar las ciudades para hacerlas más “vivibles”, maximizando sus beneficios y minimizando sus deficiencias por obra y gracia de las tecnologías digitales.
Después de las ciudades góticas, barrocas e industriales asoma un nuevo paradigma urbano conocido como smart cities, nombre o marca que ha hecho proliferar toda una nueva producción de ciudades modelo, acoplando la arquitectura urbana a la arquitectura informática. El plan consiste en inundar las calles de una red de sensores y efectores comunicados con inteligencias artificiales capaces de regular cada trayecto por la ciudad, así como controlar su temperatura, sus caudales de agua y el reciclaje de la basura. Esta producción constante de datos entrará (ya está entrando) en relación también continua con las computadoras personales de cada ciudadano. Dotado de estas informaciones, el habitante de las ciudades inteligentes será capaz de anticipar y sortear obstáculos tales como embotellamientos y accidentes de tráfico, falta de espacios de estacionamiento, zonas contaminadas y barrios peligrosos, facilitando así también las relaciones del citadino consigo mismo a través de técnicas del tipo “quantified self” o “self-tracking”. Si cada ciudad crea una forma de vida, las ciudades inteligentes aspiran a un estilo de vida enteramente guiado o teledirigido por algoritmos digitales, rediseñando la metrópolis como si se tratara de una supercomputadora en y para la que se vive. Esta recomposición de la ciudad ya no solo occidental, sino global, está siendo puesta a prueba en ciudades enteramente nuevas como Songdo en Corea del Sur (también llamada “ciudad ubicua”), en ciudades relativamente nuevas como Singapur, así como en viejas ciudades como Helsinki y Zúrich, por iniciativa de una burguesía posindustrial y cibernética que subordina la política municipal al capital tecnológico privado.
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Romero también observaba que lo que hace atractiva a la gran ciudad para aquel venido de un pueblo no son solo las oportunidades de trabajo, sino la multitud misma. Por un lado, la posibilidad del trabajo en compañía, con compañeros alrededor. Por el otro, el ambiente urbano con su animación, sus diversiones populares de fin de semana, su derecho a reclamar los bienes de consumo del mundo contemporáneo. Se supone que allí donde hay multitudes hay alegría comunicativa y una vida estimulante. Sin embargo, las multitudes metropolitanas no ofrecen esa posibilidad. O bien la ofrecen, pero de manera ilusoria y engañosa. Pasado cierto número de habitantes, las posibilidades de comunicación se entorpecen y crece el sentimiento de hostilidad mutua, ya que cada uno es el obstáculo para que el otro llegue antes al subte o a la caja de supermercado. Nadie es nadie en el seno de la multitud metropolitana. Crece, sobre todo, el sentimiento del anonimato.[4]
¿Qué sucede con la comunicación en la smart city? A este respecto, vale la pena volver a retrotraerse en el tiempo y recuperar un libro asombroso recientemente rescatado del olvido.[5] En 1975 y en Argentina un arquitecto chileno llamado Jaime Garretón[6] publicó Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema. El libro fue editado por Nueva Visión, la editorial que dirigía Tomás Maldonado. A diferencia de los textos de José Luis Romero, no se trata de una historia de las ciudades, sino de una de las pocas teorías generales de la ciudad escrita en Latinoamérica. Garretón adoptaba la cibernética de Wiener y hacía del fenómeno de la comunicación su piedra angular. Pocos años después que Stafford Beer intentara poner en marcha el proyecto Cybersyn en el Chile de Allende, así como que los chilenos Varela y Maturana introdujeran el concepto de autopiesis en las ciencias biológicas, Garretón pensaba la ciudad como un gran proceso comunicativo autorregulado. Tal como los sistemas autopoiéticos, la finalidad de la ciudad sería rechazar la entropía recreando continuamente sus propias relaciones constitutivas.
La teoría general de Garretón es cibernética no por hacer hincapié en el uso de computadoras, sino en el sentido amplio que la cibernética adoptaba cuando fue elaborada a lo largo de sus diversas etapas, entre la década del cuarenta y la década del setenta: el de una teoría general de los sistemas biológicos, mecánicos y sociales como sistemas de comunicación. Sobre esta base, la cibernética confluía con las ciencias de la información, trasladando lo aprendido en la observación de lo viviente (especialmente el fenómeno del feedback) al diseño de computadoras, y viceversa. Pero Garretón se interesaba más por la comunicación humana cara a cara que por el diseño de máquina comunicacionales:
“Vemos cómo, por una extraña paradoja, la ciudad se opone a la introducción indiscriminada y la adopción de elementos mecánicos, solución corriente y fácil para tratar de suplir un defecto producido por una acción desordenada e inconsecuente. (…) La ciudad es un sistema cibernético -más cerca de un sistema humano, de nosotros- que nos libera de la mecanicidad. La ciudad, como decía Wiener, es un enclave para luchar contra la entropía introduciendo negentropía en el sistema.”[7]
La principal preocupación de Garretón a lo largo del libro es definir, incluso por medio de una gran batería de gráficos y ecuaciones, los modos más óptimos de organizar la circulación vehicular y peatonal por la ciudad, de modo tal que se consiga la mejor comunicación cara a cara entre sus habitantes. Lo esencial de su ciudad, cuya forma ideal se esboza como una disposición en tres anillos concéntricos interconectados, no radica en tener un número indiscriminado de habitantes, sino en la capacidad de éstos para participar en procesos de comunicación, los cuales deben poseer variedad para invertir o alejar la entropía, fenómeno ligado al exceso de redundancia y al equilibrio mortífero.[8] Cuanto más variadas y distribuidas sean las comunicaciones, cuanto menos monótonas, más se robustecerá el diálogo comunitario entre los ciudadanos, facilitando su adaptación a situaciones cambiantes e inesperadas. El ciudadano que pretende producir Garretón no estaría encerrado en sí mismo, sino abierto al universo urbano en el que convive con otros, dando y recibiendo información. Si los canales de información que recorren una ciudad son demasiado rígidos, si circulan solo en un sentido o en una mano única, la sociedad urbana se verá disgregada, perdiendo en capacidad de elección, de discriminación e incluso de memorización, ya que la ciudad también es un sistema de memoria que guarda el archivo de sus propias comunicaciones.[9]
Garretón, que elabora toda una matematización de la proxémica, pone el énfasis en aquellos espacios que promueven lo que considera las relaciones más informativas y diversas: las relaciones de proximidad y vecindad. La ciudad facilita este tipo de comunicación a través de plazas, cafés, centros culturales y comités. Sin espacios comunes, o allí donde hay un exceso de tiempo gastado en transportarse, hay menos posibilidades para que se produzcan contactos directos entre las personas. En consecuencia, la ciudad corre el riesgo de cerrarse sobre sí misma, o bien, de convertirse en una población formada por pequeños grupos incomunicados entre sí, sin contactos mutuos, condenados a luchas sin sentido e incapaces de dar acogida a lo diferente.[10] La idea urbana de Garretón es cosmopolita, la de una cosmópolis que acoge a una gran diversidad de personas, inclusive de diferentes nacionalidades, sin por ello descuidar aquello que amenaza con destruir la ciudad, como el exceso de densidad, el estado de abandono de ciertas zonas o la aglomeración. Si estos factores prevalecen, la urbe corre el riesgo de entrar en una fase de decadencia entrópica y ser sustituida por otras ciudades, ya que una ciudad nunca existe sola, sino en un sistema de ciudades que compiten entre sí por atraer y mantener a su población.
Los factores que amenazan destruir la ciudad reciben por parte de Garretón el significativo nombre de no-ciudad. Desde el punto de vista topográfico, la no-ciudad está constituida por todos aquellos espacios producto de una urbanización desenfrenada y que sin embargo no son una ciudad ni tampoco espacios rurales, sino zonas de transición como instalaciones industriales, autopistas y periferias ubicadas junto a la ciudad o entre ciudades.[11] Desde el punto de vista topológico, si la ciudad se define como un sistema de comunicaciones centralizadas, intensas, ordenadas y variadas, la no-ciudad, que constituye un ente a la vez abstracto y concreto, tiene las características de la transitoriedad y la discontinuidad. Representa aquellos espacios sin memoria, recorridos por acontecimientos y mensajes incompletos que se borran y son reemplazados por otros nuevos, consumiendo la variedad generada por la ciudad. Es el espacio de lo usado, de lo repetido, de lo indiferenciado, de lo saturado, de lo desvalorizado, del olvido.[12] Si la ciudad tiende a la unidad, la no-ciudad está dividida en partes aisladas por su desconexión mutua, favoreciendo el mejoramiento de ciertos sectores en desmedro de otros, generando información escasa, monotonía y una población no-ciudadana. En cambio, una ciudad fuerte, bien protegida y bien asociada, con anillos convenientemente dispuestos en torno a un centro que irradia información, podrá dirigir mejor las necesidades de la población, evitando el peligro más amenazante para Garretón: el de la dispersión de información.
Para no amenazar la ciudad, la no-ciudad debe ser ordenada a partir de las condiciones que impone la ciudad. Garretón propone ordenar la no-ciudad repartiéndola en dos tipos de sistemas: polos industriales y reservas naturales. Por un lado, la ciudad requiere separar las áreas fabriles y productivas de los centros ciudadanos, evitando así el exceso de aglomeración que produce la circulación económica. Al mismo tiempo, y frente a la artificialidad de la ciudad, la no-ciudad puede ordenarse mediante la preservación de zonas naturales lejanas a la ciudad. Funcionando como reserva ecológica, lugar de descanso, recreo y aventura, la no-ciudad puede albergar una soledad imposible de hallar entre la densidad de la ciudad. De este modo, la no-ciudad puede ser aprovechada como lugar desprovisto de todo medio de comunicación para practicar, periódicamente, una suerte de higiene por desconexión, en contraste con la ciudad, que es “el clímax de intensidad de comunicación”.[13]
Pero Garretón no proponía restablecer pequeñas ciudades, sino hacer posibles gigantescas megalópolis ordenadas por un organismo central, previsor y totalizador que no entregue la ciudad a los procesos naturales, sino que garantice aquello sin lo cual una ciudad no tiene sentido, esto es, la proximidad entre sus ciudadanos:
“Una ciudad estructurada en anillos y con la conveniente densidad podrá contener grandes poblaciones que serán del orden de los sesenta a cien millones de personas, cantidad suficiente para albergar el aumento esperado de las mayores ciudades, sin que por ello se produzcan extensiones desmesuradas, distancias ineficaces, proliferación de seudocentros e interrupción de los procesos de comunicación.”[14]
Hacia el final del libro, Garretón esboza la propuesta de una cosmópolis cibernética, especulando acerca de la posibilidad de lo que llama ciudad única mundial. Esto será posible cuando los medios de transporte alcancen velocidades de siete mil kilómetros por hora y las grandes ciudades del mundo comiencen a relacionarse continuamente entre sí, llevando y trayendo población, formando un sistema de ciudades unidas por una compacta trama mundial de comunicaciones. De acuerdo con Garretón, a medida que crecen, las ciudades tienden a volverse autónomas y a internacionalizarse. Después de todo, la ciudad no es un producto de la nación, sino que es la ciudad la que debe influir en la nación.[15]
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Así como la ciudad cibernética de Garretón anticipó ciertos rasgos de lo que en los últimos años se anuncia como smart city, su no-ciudad se adelantaba a lo que, célebremente, el antropólogo francés Marc Augé llamó no lugar. Noción opuesta al concepto etnológico y tradicional de lugar como cultura localizada, pero también, a pesar de compartir el mismo significado, a utopía, ya que los no lugares no postulan ninguna sociedad orgánica. El lugar antropológico es un espacio cargado de sentido donde un grupo humano comparte residencia, levanta monumentos a los antepasados e inscribe zonas profanas y zonas sagradas, separando un adentro de un afuera, así como un nosotros de un ellos. En cambio, las estaciones de servicio, las autopistas, los aeropuertos, los supermercados, son no lugares porque están para ser leídos más que para ser mirados. Son espacios informativos, repletos de carteles, ideogramas y señales de tránsito, donde la relación entre el usuario y el medio no es ni ritual ni memoriosa del pasado común. En los no lugares rigen informaciones del presente, de lo que está pasando o está por pasar, sean los arribos y partidas del aeropuerto o las noticias propaladas por la radio del auto que circula por una autopista. A diferencia de la ciudad industrial, que aún guardaba espacio para la rememoración del pasado nacional a través de los nombres de las calles y la distribución de monumentos, los no lugares están vaciados de huellas que remitan al pasado histórico, lo que los vuelve idénticos en cualquier parte del mundo donde se los transite.
A principios de los años noventa, Augé observaba que en los no lugares solo rigen normas contractuales. Para circular por ellos es preciso llevar boletos, pasajes, tickets de entrada, tarjetas de embarque o de peaje, gracias a las cuales el usuario accede a un cierto derecho al anonimato, pero habiendo sido previamente identificado, refrendando el contrato que le permite circular por el no lugar.[16] Con las smart cities, los controles de identidad tienden a invisibilizarse tanto como a volverse continuos. Dado que se trata de ciudades recorridas por la comunicación entre usuarios de dispositivos digitales, pero más aún entre artefactos que se comunican automáticamente entre sí, la smart city reemplaza las mediaciones humanas por mediaciones tecnológicas, acrecentando la ilusión de que se circula libre y anónimamente, a pesar de que cada trayecto puede ser vigilado con una exactitud sin precedentes. Así, simplifica y elimina el papeleo que permitía circular por los no lugares de la época pre-digital, incluso el papeleo propio del papel moneda al reemplazar billetes por transacciones digitales. En última instancia, escenifica el sueño de una ciudad donde los objetos nos informan acerca de sus historias y sus movimientos, los mandados son hechos por drones y donde se viaja mecido por el auto autónomo, sin fricciones, pero sin tampoco ese mínimo de interacción cara a cara que en las ciudades significan los gritos e insultos entre conductores alterados y peatones distraídos.
La smart city (que es y acaso seguirá siendo más un modelo ideal que una realidad acabada) guardaría una relación, si no de oposición, sí de contrapartida con respecto a la ciudad cibernética de Garretón. Es cierto que, al acrecentar las instancias de comunicación, la smart city puede propiciar un aumento de las posibilidades de participación ciudadana, así como una mayor capacidad de planificar y distribuir los recursos comunes, especialmente los energéticos. No obstante, y de forma más efectiva, tiende a neutralizar el rol del ciudadano, ya que, más que de ciudadanía, postula relaciones de membresía (el leguaje de las plataformas digitales ya refiere más a “miembros”, “suscriptores” y “socios” que a ciudadanos), menoscabando las oportunidades para la interacción cara a cara. La smart city es cibernética por la ubicuidad de sus artefactos digitales, por su devenir ambiental de la computación,[17] por su aspiración a volverse una tecnópolis, no por su concepción de la comunicación humana como variedad fecunda. Por lo tanto, se aproxima, en términos de Garretón, a la no-ciudad. Produce ciudades uniformes, globales, dependientes ya no de redes de infraestructura nacionales, sino planetarias (al nivel horizontal de los cables de fibra óptica submarinos y al vertical de satélites orbitales).
Allí donde el estilo de vida ciudadano es el mismo en todas partes, la smart city se da a conocer con nombre inglés, manifestando la primacía de una lengua internacional por sobre las lenguas nacionales, aspecto que Augé ya señalaba como una de las características salientes de los no lugares. Al descomponer los lugares en patrones algorítmicos y al reducir las posibilidades de variedad que según Garretón hacen de las ciudades lugares en los que vale la pena vivir, la smart city acelera las tendencias entrópicas de la no-ciudad.[18]
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Las ciudades modernas espacializan la contradicción principal del capitalismo: por un lado, son construcciones colectivas capaces de reunir a millones de ciudadanos en un espacio compartido. En simultáneo, se hallan determinadas por la apropiación privada del espacio común. Al acrecentar las instancias de monitorización, control y vigilancia de la ciudad, la smart city acelera el pasaje de la fábrica a la ciudad como centro de la valorización capitalista, capturando descomunales masas de datos con las cuales decidir, con aparente perspicacia “smart”, las formas que tomará la ciudad. Pero, ¿qué significa “smart”?
Según la religión romana, cada persona atravesaba el camino de la cuna a la tumba acompañada de su propio espíritu guardián, al que se dedicaban los festejos de cumpleaños. Estos espíritus etéreos, habitantes de un área sublunar situada entre la luna, el aire y las nubes, recibían el nombre de genius. A la vez, todo lugar estaba custodiado por un genius loci, el genio o espíritu del lugar. Para el retórico latino Servio: nullus locus sine genio (no hay lugar sin genio). Estas deidades lugareñas tutelaban la atmósfera singular de cada sitio, brindando orientación, seguridad y fecundidad. En los frescos y mosaicos antiguos, los genii loci solían ser representados como hombres jóvenes levantando una cornucopia, símbolo de la abundancia. En algunos casos portaban una corona de paredes, símbolo de la ciudad amurallada, y otras veces se los representaba como serpientes, símbolo ctónico y de poder. Los genios romanos eran entidades protectoras, razón por la cual se los asociaba con la alegría que emana de una vida despreocupada y confiada, haciéndolos receptores de ofrendas como vino y flores.[19]
Las smart cities parecen tomar al pie de la letra la antigua simbología del genio del lugar. Lo “smart” de su diseño evoca un aparataje al que confiarse para proteger la ciudad de todo peligro. Cada ciudad inteligente contaría con una suerte de genius urbi vuelto genio informático (tal es así que la empresa china Alibaba llamó “City Brain” al sistema digital de gestión urbana puesto en marcha en la ciudad de Hangzhou[20]), así como cada ciudadano cuenta ya con un consejero personal que mora en su teléfono celular. Sin embargo, en inglés, smartness a menudo refiere a la capacidad de hacer ajustes adecuados en respuesta a circunstancias cambiantes.[21] Lo smart se relacionaría con el poder de una acción flexible. Se trata de una variante más lozana y menos técnica de feedback, concepto clave de la teoría cibernética (en este sentido, la smart city es una variante de la ciudad cibernética). A diferencia de genius, que desde la Antigüedad ha referido a la génesis, a la generación y a lo genital (de ahí que en la época moderna el genio haya pasado de ser aquel espíritu benefactor que acompaña a todo el que nace a designar aquella persona portadora de un don raro e innato[22]), lo smart refiere a la capacidad de cambio, reajuste e interacción con el entorno. Las smart cities serían entonces ciudades-laboratorio capaces de un cambio controlado, continuo y en tiempo real. Pero no por obra de la inteligencia colectiva de sus habitantes, sino por la inteligencia artificial de su paquete tecnológico y de su tecno-logística. Precisamente por obra de esta expropiación tecnológica del intelecto general, la smart city corre el riesgo de acrecentar las vulnerabilidades de la ciudad moderna, exponiéndola a toda clase de contratiempos y desinteligencias.
¿De qué modo acrecienta estas vulnerabilidades? Al demandar altísimas cantidades de suministro energético, expone a sus habitantes al peligro de cortes eléctricos que paralizarían enteramente a la ciudad, ya sea por falta de recursos energéticos o por fenómenos meteorológicos catastróficos. Al exigir un mantenimiento continuo de su equipamiento, demandan grandes gastos en su preservación, cuidado y renovación. Al estar hiperconectadas, incrementan su vulnerabilidad a ciberataques, así como a la filtración y el abuso de datos personales.[23] Al reemplazar la personalidad de cada ciudad por un estilo de vida global y homogéneo, erigen al genio del no lugar.
La rival de la smart city como ciudad del futuro podría llegar a ser entonces lo que algunos ya llaman dumb city, traducible como ciudad tonta, pero también como ciudad idiota, en el sentido propio y positivo del término.[24] No se trata de idealizar el atraso y la penuria, sino de urbes capaces de recuperar tecnologías y soluciones tradicionales a los problemas del habitar. Ciudades esponja para absorber las lluvias; humedales diseñados para limpiar las aguas; pavimentos fríos para eliminar las islas de calor; cultura del caminar, de la bicicleta y del comercio de cercanía para evitar las grandes congestiones; ingeniería de biomimetismo para refrigerar y calefaccionar los edificios, son algunas de las muchas estrategias que, potenciadas por el diseño de punta, pueden ser recobradas y renovadas. Acaso, la ciudad del futuro más deseable no sea una ciudad que lleve al extremo la ruptura entre el estilo de vida urbano y el estilo de vida rural, sino una nueva simbiosis espacial entre ciudad y naturaleza.
Bibliografía
Amy Fleming, The case for… making low-tech ‘dumb’ cities instead of ‘smart’ ones, The Guardian, 15/1/2020, disponible en la Web.
Claudio Araneda, Jaime Garretón’s cybernetic theory of the city and its system: a missing link in contemporary urban theory, AI & Society, Nro. 37, 1179–1189 (2022).
Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, Losada, Buenos Aires, 1983.
Giorgio Agamben, Profanaciones, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005.
Henri Lefebvre, Hacia el ciberantropo. Una crítica de la tecnocracia, Editorial Gedisa, Barcelona, 1980.
Jaime Garretón, Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema, Nueva Visión, Buenos Aires, 1975.
Jennifer Gabrys: Program Earth. Environmental Sensing Technology and the Making of a Computational Planet, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2016.
José Ignacio San Vicente, El genius populi romani en los emperadores del siglo iv y sus antecedentes, revista ARYS, Nro. 8, 2009-2010, 79-100.
José Luis Romero, La ciudad occidental, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009.
Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 2000.
Patricia Leandro, Las fronteras de las ‘smart cities’. Estrategias "inteligentes" y "tontas" para la ciudad del futuro, revista Telos, 27/9/2021, disponible en la Web.
Patrizia Violi, Smart city between mythology, power control and participation, IASS Publications, 2014.
Notas:
[1] José Luis Romero, La ciudad occidental, pág. 112, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009.
[2] Ibíd., pág. 131.
[3] Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, pág. 34, Losada, Buenos Aires, 1983.
[4] José Luis Romero, La ciudad occidental, pág. 269.
[5] Debo la noticia sobre este libro al excelente artículo del arquitecto chileno Claudio Araneda: Jaime Garretón’s cybernetic theory of the city and its system: a missing link in contemporary urban theory, AI & Society, Nro. 37, 1179–1189 (2022).
[6] Jaime Garretón fue arquitecto, urbanista y diseñador. En los años sesenta fundó la empresa de muebles de diseño Singal. También fue uno de los fundadores de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Concepción y profesor de arquitectura en la Universidad del Bio-Bío. En los años ochenta se desempeñó en la oficina de urbanismo del ODEPLAN (Oficina de Planificación Nacional). Además de Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema fue autor de los libros: El urbanismo en Chile: conquista y colonia, así como de Espacio, devenir y el rescate del tiempo: en el contexto evaluado de 500 años de ciencia física. No obstante, muchos de sus escritos sobre urbanismo y cibernética permanecen inéditos, incluso una versión en inglés de Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema, que de acuerdo al arquitecto Claudio Araneda estuvo a punto de ser publicada por la editorial estadounidense McGraw-Hill. La dispersión que actualmente existe en torno a la obra de Garretón (cabe mencionar que Una teoría cibernética de la ciudad nunca fue reeditada) pone en primer plano la necesidad de rescatar los esfuerzos pasados por producir teorías cibernéticas latinoamericanas, hoy parcialmente olvidadas. Rescate especialmente acuciante a la luz del dominio planetario que ostenta actualmente el capitalismo cibernético.
[7] Jaime Garretón, Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema, pág. 258, Nueva Visión, Buenos Aires, 1975.
[8] La teoría de Garretón puede emparentarse con la biopolítica y la cibernología de Ramón Carrillo, que también hacía del combate contra la entropía un problema de primer orden para el gobierno. No obstante, la cibernología de Carrillo era, como él mismo la definía, una “anti-cibernética”. Hemos abordado la cuestión en el libro El don de la ubicuidad. Ramón Carrillo y la cibernología peronista (Miño y Dávila, Buenos Aires, 2021).
[9] A la vez, Garretón distingue tres tipos de habitantes de las ciudades cibernéticas: los prociudadanos (productores o fuentes de información), los ciudadanos (destinatarios de información) y la masa o plebe, que recibe poca información. Esta división, que introduce en su teoría un cierto acento anti-igualitario, no deja de resultar anticipatoria de los sistemas comunicacionales que hoy jerarquizan entre influencers y usuarios comunes, en una reformulación “viral” de lo que las teorías funcionalistas llamaban “líder de opinión” e “influencia personal”.
[10] Jaime Garretón, Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema, pág. 71.
[11] Ver al respecto el artículo de Claudio Araneda: Jaime Garretón’s cybernetic theory of the city and its system: a missing link in contemporary urban theory, donde se señala que la pregunta qué es ciudad y qué no es ciudad se vuelve crucial en el contexto de la llegada de las tecnologías 5G, es decir, allí cuando las tendencias a la digitalización de la ciudad se aceleran.
[12] J. Garretón, Una teoría cibernética de la ciudad y su sistema, pág. 262.
[13] Ibíd., pág. 307. Lo que contrasta con el epígrafe con el que Garretón abre el libro. Se trata de una cita del Fedro, donde Sócrates afirma: “Los campos y los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres.”
[14] Ibíd., pág. 273.
[15] Ibíd., pág. 295.
[16] Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, pág. 105, Gedisa, Barcelona, 2000.
[17] Ver al respecto el libro de Jennifer Gabrys: Program Earth. Environmental Sensing Technology and the Making of a Computational Planet, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2016.
[18] Cabe preguntarse si, a pesar de su apuesta por la variedad, estas tendencias no subyacerían también en el diseño de Garretón. Al perseguir una teoría sistémica de la ciudad, Garretón también se avenía a una fetichización del concepto de sistema, y por lo tanto a planificar, sin premeditarlo, una ciudad tecnoburocrática. Al respecto, en Hacia el ciberantropo, libro de principios de los años setenta, es decir, de la misma época en que Garretón esbozaba su ciudad cibernética, Henri Lefebvre observaba: “hay actualmente dos formas o tipos de utopías. Cuando uno imagina una ciudad cibernética, construida según los imperativos de la circulación, tenemos una utopía de derecha, una locura reaccionaria. Cuando uno imagina un salto inmediato de la vida cotidiana hacia la fiesta, es un mito de la revolución, una utopía de izquierda. Su sentido no es el mismo.” (pág. 57). Más adelante, agrega: “Es el Sistema, círculo vicioso, círculo infernal, rueda del destino. Una crítica de "izquierda" denunciará el sistema como tautología erigida en absoluto, torniquete de la infelicidad y la servidumbre, pleonasmo gigantesco. Una crítica de derecha exaltará la cohesión, la autorregulación, el equilibrio interno, es decir, la armonía” (pág. 66). Vale aclarar que la crítica al concepto de sistema por Lefebvre (autor de El derecho a la ciudad) no es al concepto in toto, sino a sus usos monolíticos, fetichizados e ilegítimos (ya que también habría usos legítimos como instrumento metodológico de investigación no dogmática). Desde este punto de vista, pensar la ciudad como sistema es ya perder la ciudad en manos de la tecnocracia. (Henri Lefebvre, Hacia el ciberantropo. Una crítica de la tecnocracia, Editorial Gedisa, Barcelona, 1980).
[19] José Ignacio San Vicente, El genius populi romani en los emperadores del siglo iv y sus antecedentes, revista ARYS, Nro. 8, 2009-2010, 79-100.
[20] Según Alibaba, desde la implementación de City Brain en el año 2017 los tiempos de tránsito en Hangzhou se redujeron en un 15%, bomberos y ambulancias llegaron a la escena de emergencia en la mitad de tiempo y la televigilancia de las infracciones de tránsito redujo los gastos generales de la policía. (https://www.alibabacloud.com/blog/how-et-city-brain-is-transforming-the-way-we-live-one-city-at-a-time_593745). Durante la pandemia de COVID-19, este sistema, así como otros similares que están siendo desarrollados en las grandes ciudades de China, se convirtieron en poderosas herramientas de experimentación urbanística, más específicamente en el campo de lo que también se ha dado en llamar sistemas de salud “smart”. Si Londres fue la capital del siglo XVIII, París la del XIX y Nueva York la del XX, ¿serán las ciudades chinas las capitales del siglo XXI?
[21] Patrizia Violi, Smart city between mythology, power control and participation, IASS Publications, 2014.
[22] Los genios romanos eran una latinización de los daímones griegos. Jenócrates, uno de los discípulos de Platón, desarrolló la teoría daimonológica según la cual existirían daímones buenos y daímones malvados que acompañan a toda persona desde su nacimiento. De la fusión entre esta daimonología y los ángeles de la tradición judía proviene la creencia cristiana en el ángel guardián, así como la demonización de los daímones, reducidos a espíritus perversos (ver: José Ignacio San Vicente, El genius populi romani…, pág. 89). Por su parte, en un bello texto, Agamben escribe que el genius representa aquello de impersonal en cada individuo, aquello de nuestra vida que es preinidivual, no nos pertenece, nos es ignoto, y sin lo cual no podríamos vivir. En este sentido, al ser una zona de no-conocimiento que posibilita el desbordamiento del yo, podríamos decir que el genius sería lo opuesto a los in-genios y a las in-genierías del control tecnológico, pasibles de volverse daímones malos o malos consejeros. (Ver Giorgio Agamben, Genius, en Profanaciones, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005).
[23] Amy Fleming, The case for… making low-tech ‘dumb’ cities instead of ‘smart’ ones, The Guardian, 15/1/2020, disponible en la Web.
[24] Idiota en sentido estricto refiere al idios griego, es decir, lo propio, lo idiosincrásico. Sólo en este sentido una ciudad idiota no sería la capital de una idiocracia, no sería aquella donde nadie se ocupa de los asuntos públicos, sino ciudades que, apoyadas en las culturas locales, sean capaces de perturbar los protocolos comunicacionales, no subsumidas a los designios de una inteligencia que, a la manera de los genii, baja de las nubes informáticas, obligando a elegir entre opciones predefinidas por el sistema. Sobre las smart y las dumb cities ver: Patricia Leandro, Las fronteras de las ‘smart cities’. Estrategias "inteligentes" y "tontas" para la ciudad del futuro, revista Telos, 27/9/2021, disponible en la Web.
Gabriel Muro
Licenciado en Sociología (UBA). Ensayista, docente e investigador. Co-editor de la revista digital de ensayo Espectros (www.espectros.com.ar). Autor del libro El don de la ubicuidad. Ramón Carrillo y la cibernología peronista, editado por Miño y Dávila. Además de sociólogo es realizador audiovisual y aficionado a las artes plásticas.
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