De la polis a los socii: problemas antiguos y ecos contemporáneos
I
I.1. La antigua polis, urbis o ciudad era un conjunto arquitectónico —construcciones diversas rodeadas de muros—[1] cuyo efecto más simple modela hasta hoy lo político: no se podía entrar por cualquier parte y no todo podía entrar. Fue en Roma, entre el fin de la República y el fin del Imperio de Occidente, que la ciudad comenzó a ser acosada y redefinida por lo social.
I.2. Político o ciudadano, según la tradición histórica y filosófica griega representada por Aristóteles, era quien participaba en las funciones judiciales y de gobierno. Se trataba de una actividad muy específica —el uso de la palabra para definir qué es justo y qué es injusto— reservada a hombres libres —aquellos que además de no tener amo eran amos (de sus hogares, esposas, hijos, esclavos, bestias y tierras) (Política I.1253a y III.1275a). Eran los astros del cielo terreno contenido entre los muros. No eran necesariamente quienes vivían entre los muros; Louis Gernet ha remarcado que el derecho ateniense no hacía ninguna distinción entre la ciudad y las aldeas adyacentes: la ciudad, antes que donde habitaban los ciudadanos, era donde se concentraban de forma exclusiva las reuniones, los actos y los edificios de gobierno. La ciudad, como conjunto arquitectónico, era el emplazamiento del Estado.[2]
I.3. Cuando Aristóteles escribió que “el hombre es por naturaleza un animal político” (I.1253a) no se refería a que nace ya político, sino a que este es el fin más alto que puede alcanzar. En ese mismo sentido llamó a distinguir entre tipos de comunidades (koinonion), todas ellas naturales aunque como distintos momentos de un desarrollo: en primer lugar la casa (oikos), unida naturalmente para hacer posible la satisfacción de las necesidades de la vida cotidiana, empezando por la comida, la reproducción y el cobijo; luego aquella dada a satisfacer las necesidades no cotidianas, la reunión de casas en una aldea o poblado sin muros (kóme) (la aldea parece ser, dice Aristóteles, una colonia (apoikía) de la casa (oikía)); finalmente la ciudad, nacida a causa de las necesidades de la vida, pero dedicada no sólo a la subsistencia, sino al “buen vivir”. La ciudad es el fin de las comunidades primeras, la realización plena de su naturaleza (I.1252b). Pero así como no todas las casas forman parte de ciudades, no todos los hombres llegan a ser políticos. Hay quienes siendo animales políticos no llegan a ser ciudadanos debido a las vicisitudes de la suerte (tykén); quienes tienen naturaleza apolítica (àpolis) son otro tipo de seres, inferiores o superiores a los hombres, como las bestias o los dioses (I.1253a). Para Aristóteles era evidente que, por azar o por destino, la vida política nunca es para todos (ni siquiera en una democracia) y que “no hay que contar entre los ciudadanos a todos aquellos sin los que no habría ciudad” (III.1278a). Desde entonces se perfiló como propio de lo político, además de la búsqueda del buen vivir, el cuestionamiento de la exclusión por parte de los no ciudadanos.
I.4. En la polis griega las problematizaciones de la ciudadanía llegaban desde el espacio doméstico: mujeres, esclavos y jóvenes que discutían, de formas particulares antes que colectivas, las relaciones que les imponían los hombres.[3] No hay asalto a los muros de la ciudad, sino solicitud hecha por quien ya está adentro sin ser miembro, como un sirviente que sale de la sombra y habla a la mesa principal. A quienes no son contados entre los ciudadanos, aunque sin ellos no habría ciudad, la sociología desarrollada desde el siglo XIX los considera junto a los ciudadanos bajo el nombre de sociedad; pero los griegos no tenían ninguna palabra similar.[4] Émile Benveniste remarcó que esa ausencia de la palabra sociedad, general en los vocabularios indoeuropeos, se explica porque no todas las realidades tienen manifestación lingüística, y no por inexistencia de, por ejemplo, una sociedad griega en la que las instituciones políticas y económicas funcionaban como un todo.[5] A partir de esto cabe preguntarse qué produjo al vocablo que llegó a expresar esa totalidad; por qué en el fértil léxico griego no hay nada que pueda cubrir ese uso; qué realidad emergió en el mundo latino forjando una palabra imposible para los griegos: societas. O, dicho de otra manera: la realidad de una totalidad político-económica, ya existente en la Grecia clásica, no es razón suficiente para su designación como tal; que haya una expresión de esa totalidad debe buscarse en razones particulares y no generales, en un momento en que el vocabulario político-económico se volvió insuficiente. La sociedad fue distinta a la política y a la economía antes de englobarlas. Esa historia involucra un desarrollo extenso, abarcando intervenciones fundamentales hechas por el cristianismo (en especial por Agustín de Hipona y Tomás de Aquino). En esta oportunidad la atención estará dedicada sólo a los movimientos iniciales durante el último siglo de la República romana.
II
II.1. El sentido de la palabra latina societas es comparable hasta cierto punto al de la koinonía (comunidad) griega, ambas traducibles como “con compañero”. En los testimonios griegos la comunidad es definida por un bien común (koinos) al que todos los miembros tienen el mismo acceso y dan el mismo uso. En el matrimonio, forma primera de la comunidad, lo común es la casa (oikos); Platón, por ejemplo, propuso que todo lo necesario para la vida, todo lo doméstico, sea común (koinos), incluso hijos y mujeres (República V.457b-462e). En los ejemplos romanos, especialmente en los registrados en el Corpus iuris civilis, la societas no gravita en torno a un bien de uso compartido dotado de una existencia relativamente independiente del vínculo; la sociedad designa una propiedad jurídica constituida por un conjunto de responsabilidades mutuas que sitúan a los socios, más que como quienes se sientan lado a lado en una misma mesa, como partes de que hacen un negocio o intercambio, lo que implica que no tienen lo mismo en sus manos y cada uno aporta algo distinto. En los términos del derecho romano la societas sólo se asemeja a una comunidad (koinoprozis) en aquellos casos en que todos los bienes son puestos en común (Instituta III.XXV). Con el compañero social siempre se comparte menos que con el compañero comunal; es una compañía parcial en la que cabe la distancia. No menos importante: los reunidos en comunidad ya tienen el bien, mientras en la asociación se comprometen ciertos bienes actuales para una empresa riesgosa dedicada a un bien por venir.
II.2. Cuando Émile Durkheim, al final del siglo XIX, distinguió entre una comunidad de semejantes por el uso y una sociedad de diferentes por la división del trabajo, estaba reponiendo en términos modernos una distinción clásica. Lo específicamente moderno era la generalización de los vínculos societarios y el declive acelerado de las relaciones comunitarias.
II.3. Según otra figura mayor de la sociología fundacional, Max Weber, la comunidad es de sentimientos e intereses (no de bienes), mientras la sociedad admite sentimientos e intereses contrarios —en la medida en que el conflicto no se vuelva guerra.[6] La guerra no es únicamente violencia, sino división de la ciudad o Estado. Bajo esta luz la sociedad es el máximo de conflicto que puede soportar la ciudad sin quebrarse. Esto no significa que la comunidad sea más pacífica que la sociedad, porque la comunión puede requerir fuerza y el desacuerdo puede ser armonioso. Comunidad y sociedad son, entonces, modos de ser de la ciudad. En Weber la sociedad nunca aparece como una existencia distinta a la ciudad, que ya en la antigüedad era pensada conflictiva y viviendo en el umbral de la guerra civil (stásis).[7] Pero además del conflicto civil que no explota en guerra, hay otro tipo de inquietudes en el horizonte de la ciudad.
II.4. En Roma, a mediados del siglo I, Lucio Anneo Séneca, recapitulando palabras de su admirado amigo, Demetrio el cínico, escribió que si el hombre “siendo un animal social (animale sociale) y habiendo nacido a lo común (commune), contempla al mundo (mundum) como único hogar (domun) para todos y descubre su conciencia a la deidad, viviendo perpetuamente en público con mayor temor a sí mismo que a los otros, entonces sobrelleva las tempestades manteniéndose firme y sereno, consumando así la ciencia útil y necesaria” (Sobre los beneficios VII.1.7). En este testimonio el carácter social se vincula a una relación comunitaria, pero de todos modos la desborda por su alcance extremo: el hogar común es igual al mundo y no hay nadie fuera suyo. Las ciudades también quedan desbordadas por esta noción surgida de una historia específica.
III
III.1. La societas del antiguo mundo romano no refería únicamente a las relaciones de negocios, sino a las alianzas políticas. Especialmente, en tiempos de la República, se hablaba de los socii designando a los pueblos de Italia aliados con Roma (Cicerón, Sobre la república III.29.41). Mientras las alianzas de Roma con los pueblos latinos tenían carácter filial, ya que compartían un mismo lenguaje y estaban en territorios vecinos, las alianzas con los otros pueblos de la península itálica eran estratégicas y concernían sobre todo al aporte de fuerzas militares; Cicerón veía a estos pueblos lado a lado, compartiendo posiciones de honor con la ciudad, pero distinguiéndolos: “te socii, te Latini” (VI.12.12). Los latinos eran satelitales a Roma, con la que estaban plenamente integrados a pesar de que reconocían, cuanto menos, una diferencia de jerarquía con los ciudadanos romanos, siempre primeros. Los itálicos eran autónomos pero no obstante estaban aliados con los romanos no como iguales, sino como subordinados respondiendo a obligaciones; reconocerle majestad a Roma era el precio que pagaban para participar de sus campañas. Los latinos podían aspirar a convertirse en ciudadanos; los socios itálicos no. Las dedicadas historias de los socii que han contado Emilio Gabba, A.N, Sherwin-White, P.A. Brunt y Seth Kendall reconocen como problema central que casi todo lo que se sabe de aquellos proviene de testimonios romanos.[8] Hasta qué punto llegaron a despreciar el imperio romano y hasta qué punto se habían romanizado es motivo de debate; la historia clásica, debida sobre todo a Apiano, cuenta que a comienzos del siglo I a.C. los itálicos quisieron la ciudadanía romana y, cuando no la obtuvieron, comenzaron una guerra. “No buscaban estos aliados arrebatarnos la ciudad, sino llegar a ser aceptados por ella”, escribió Cicerón (Filípicas XII.11.27). Los socios tocan las puertas de la ciudad desde lejos y se dirigen a ella oponiéndose e integrándose a la vez.
III.2. Floro, en el siglo II, escribió: “A la guerra librada contra los aliados (socios) se la puede llamar guerra (bellum) social (sociale) para minimizar su hostilidad; sin embargo, si queremos decir la verdad, fue una guerra civil (civile bellum)” (Epítome de la Historia de Tito Livio II.6 (III.18)). Apiano, también en el siglo II, la incluyó entre las guerras civiles romanas y a ella se refirió, en griego, como: “la llamada guerra de los aliados (symmakhikòs)” (Guerras civiles I.34). En un texto más antiguo, las Historias de Polibio escritas en el siglo II a.C., la expresión “guerra de los aliados” (symmakhikòs pólemos) se usa para conflictos llevados a cabo por confederaciones de ciudades, como los que tuvieron lugar, en el último cuarto del siglo III a.C., entre aqueos y macedonios, de un lado, y etolios, eleos y espartanos, del otro (Historias I.3.1, II.37.1, IV.3-37, 57-87, V.1-30, 91-106); Diodoro de Sicilia, en el I a.C. usó la misma expresión para la discordia que a mitad del siglo IV hizo chocar a Atenas contra Quíos, Rodas y Cos, ciudades que hasta entonces eran sus aliadas (Biblioteca histórica XVI.7.3); ninguna de estas guerras de aliados podría ser considerada como guerra civil, porque tuvieron lugar entre ciudades claramente diferenciadas. La Guerra Social de los años 91-87 a.C., en cambio, llegó a ser recapitulada como un conflicto civil porque los itálicos, siendo derrotados por los romanos, recibieron de estos la extensión de la ciudadanía que habían pretendido conquistar con el triunfo. El conflicto social comienza siendo guerra exterior y termina siendo guerra civil.
III.3. La causa de la Guerra Social, según los historiadores antiguos, no fue tanto una iniciativa de los socios para volverse ciudadanos como una iniciativa romana de extensión de derechos usada por nuevos líderes populares para presionar a las aristocracias: Floro y el anónimo autor de las Períocas, ambos siguiendo a Tito Livio, la atribuyeron a la ambición del tribuno Marco Livio Druso, que prometió convertir en ciudadanos a los itálicos que lo apoyaran contra sus adversarios romanos (Epítome de la Historia de Tito Livio II.6 y Períocas de Tito Livio 71); Apiano también tomó en cuenta a Druso, tras cuyo asesinato en el año 91 a.C. estalló la Guerra Social, pero agregó como antecedentes a Marco Fulvio Flaco y Cayo Sempronio Graco, asesinados en el 121, así como a Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Servilio Glaucia, asesinados en el 100 (Guerras civiles I.23-38); también Cayo Mario, según Plutarco (Mario 28), otorgó la ciudadanía a los itálicos de Camerino que habían participado en batallas contra enemigos romanos. Las propuestas de ese tipo no prosperaron y, en el plano jurídico, fueron contestadas por la lex Licinia Mucia del 95, que retiró masivamente la ciudadanía a itálicos y latinos acusados de haberla obtenido por medios fraudulentos (Cicerón, Sobre los deberes III.47 y Asconio, Comentarios a cinco discursos de Cicerón IV.67), lo que a su vez provocó gran descontento entre los socios: Quinto Popedio Silón, líder de los marsos (principales contendientes de los romanos en la Guerra Social, también llamada Guerra Mársica) reunió a miles de hombres y estuvo a punto de lanzarse contra Roma (Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica XXXVII). Lo específico del conflicto social no reside en las ambiciones de un pueblo dominado que no se estima inferior a sus dominadores, porque esa situación conduce frecuentemente a la independencia y no a la integración; lo social deja de designar una alianza y se vuelve problema por efecto de una operación de la ciudad, que oscila entre convocar y no convocar a un afuera que se le termina volviendo incontrolable y la acosa. La ciudad está ante los socios como ante lo no propio que se encuentra entre lo propio, sin poder separarse de ello incluso si no lo quiere reconocer. Social es lo alienígena propio.
III.4. Que la demanda de ciudadanía de los itálicos haya sido central durante la Guerra Social ha sido moderado, incluso discutido, por investigaciones históricas como las de Emilio Gabba —que remarcó el trasfondo económico, la relación de las leyes de ciudadanía con las leyes agrarias y las variadas significaciones que tuvo para los itálicos volverse ciudadanos a lo largo del convulso período de los años 125-87 a.C.— y las de Henrik Mouritsen —que postuló que la visión de la Guerra Social a través de la cuestión de la ciudadanía, especialmente en los textos de Apiano, se debió a una operación sintética y retrospectiva hecha desde la Roma imperial, cuyo efecto, ante la falta de testimonios directos, fue desdibujar el verdadero móvil de los aliados, la independencia (al respecto el testimonio de Estrabón sobre la Guerra Mársica en Geografía V.1).[9] Bajo estas reexaminaciones, la Lex Julia promulgada en el segundo año de la Guerra Social, que extendió la ciudadanía romana a los itálicos que no habían levantado las armas, fue, antes que concesión de una demanda, una intervención destinada a estrechar lazos para prevenir que otros socios se unieran a las luchas de independencia. Esta interpretación no colapsa el cuadro aquí propuesto, sino que funciona a modo de panel complementario: como es social luchar contra lo que se quiere integrar, lo es también la relación de la ciudad con elementos conflictivos foráneos a los que, como vía de pacificación, se promete la integración; como es social que lo alienígena se imponga como propio a la ciudad que no lo reconoce, lo es también que la ciudad invite como propio a lo lejano y extraño.
IV
IV.1. Los socios no son ciudadanos fuera de la ciudad (tal fenómeno es consustancial a toda polis). Los socios tampoco discuten la centralidad de la ciudad como emplazamiento único de las funciones de gobierno. La alteración, sea por presión o por apertura, sucede en las condiciones para ser ciudadano, flexibilizadas tanto respecto al sistema de las exclusiones como respecto a los rituales de inclusión. Mientras los ciudadanos políticos entran a la ciudad por accesos rigurosos, los ciudadanos sociales lo hacen por cualquier parte. Una relación social, contra lo específico de una relación política, es una relación cualquiera (de allí su generalización). Si los socios reciben la ciudadanía legal no es por reunir las condiciones políticas para ser ciudadanos, sino porque la ciudad los admite como tales, más allá de cuáles sean las razones para ello. Los romanos, por ejemplo, recibían la ciudad por lo que eran (incluso si no siempre eran hijos de la ciudad); los socios, más allá de lo que eran. Antes de ser ciudadano un socio puede ser lejano, anónimo, enemigo, etcétera. La ciudadanía, desde la aparición de los socios, deja de ser virtud o cualidad. Esto no significa, como se ha temido en ciertas oportunidades, el fin de la política, sino su convivencia con otra cosa.
IV.2. Lo social es una figura doble (cuanto menos) en la que se superponen la ciudad de los ciudadanos y la ciudad de los ciudadanos y los socios. La ciudad que incluye a los socios siempre es mayor, pero el conflicto social no es un déficit de asimilación de la polis; los socios no son demos, tercer estado o pueblo, no son pobres o excluidos reprochando a los privilegiados. Los socios son ciudadanos desde antes y con independencia de recibir la ciudadanía, porque no conciben la ciudadanía como una relación específicamente política ligada a las funciones jurídicas y de gobierno, sino como una relación efectiva con la ciudad en la medida en que sin ellos —sin sus aportes, sus recursos y sus fuerzas— la ciudad no sería la misma (como tampoco ellos serían iguales sin la ciudad); bajo esos términos la ciudadanía legal, cuando se les concede, más que introducir un estado nuevo, formaliza una situación de hecho. Por lo mismo, tras volverse ciudadanos, siguen siendo socios, ya que su ejercicio de la ciudadanía es distinto a la participación en las leyes y el gobierno. Esto no quita que haya socios con ambiciones políticas, pero lo específicamente social no reside allí, sino en una concepción no política de la ciudadanía.
IV.3. Los socios participan de una instancia política, la ciudad, de modos excéntricos a los de la política, como si no entendieran o no les importara; son máscaras rojas que ingresan al próspero recinto amurallado como si la fiesta fuese también suya. Mientras la polis clásica vivió en la exclusión de semejantes figuras, desde Roma, en un acto de capitulación o de osadía, las ciudades las aceptan.
IV.4. La fuerza que ejercen sobre la ciudad los que no gobiernan se llama social y, a diferencia de las fuerzas personales y partidarias de la política, es impersonal y difusa. Las ciudades debaten todavía qué hacer con ella.
IV.5. Es posible, como se ha hecho con frecuencia, considerar que lo social no es, a fin de cuentas, más que otro nombre para lo político. A lo largo de un arco extenso, desde Agustín de Hipona a Rousseau y Marx, pasando por Tomás de Aquino y Hobbes, lo social fue emparejado e identificado con lo político de diversos modos, como si hubiera sido necesario cerrar una brecha o ajustar una figura a márgenes que la desbordan. Pero vale atender que la extensión de la ciudadanía romana a los socios itálicos no silenció lo social, sino que lo amplificó. Hicieron falta dos milenos para que una nueva disciplina, la sociología, dijera que los socios son inasimilables por la ciudad, incluso —especialmente— si ella los acoge. Hoy la sociología tiene más de cien años y no se conoce todavía política a la altura de sus diagnósticos.
IV.6. Nosotros, en el siglo XXI, en Latinoamérica, también somos socios de Roma.
Notas:
[1] Émile Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 1. Économie, parenté, société, 1969, p. 367; Pierre Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque. Histoire des mots, 1968, pp. 926-927.
[2] “Droit et ville dans l’antiquitè Grecque”, 1957.
[3] Al respecto los estudios de Pierre Vidal-Naquet incluidos en Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de société dans le monde grec, 1991, especialmente pp. 151-174, 211-221 y 267-288.
[4] Nicole Loraux, sobre la división sexual de los roles en la Atenas clásica, escribió: “Demos al sistema el nombre de sociedad” (Las experiencias de Tiresias. Lo masculino y lo femenino en el mundo griego, 2004, p. 13).
[5] Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2. Pouvoir, droit, religion, 1969, p. 9.
[6] Economía y sociedad, 1999, pp. 33-35.
[7] Sobre esto los estudios de Nicole Loraux, La cité divisée. L'oubli dans la mémoire d'Athènes, 1997 y La Tragédie d’Athènes. La politique entre l’ombre et l’utopie, 2005.
[8] Respectivamente autores de Esercito et società nella tarda Reppublica Romana (1973), The Roman Citizenship (1973), The Fall of the Roman Republic and Related Essays (1988) y The Struggle for Roman Citizenship. Roman, Allies and the Wars of 91-77 BCE (2013).
[9] Italian Unification. An Study in Ancient and Modern Historiography, 1998.
Rodrigo Ottonello
Investigador del Conicet y de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Ha publicado La destrucción de la sociedad. Política, Crimen y Metafísica desde la sociología de Durkheim. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores, 2016.
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