Breve relación sobre arquitecturas funerarias
“Cuando encontramos en el bosque un montículo de seis pies de largo y tres de ancho, con inclinaciones en forma de pirámide, nos volvemos serios y algo en nosotros dice: acá hay alguien enterrado. Eso es arquitectura”, escribió Loos en 1910 (“Architektur”). Si se llamara arquitectura a la modificación del espacio para el hábitat casi no habría movimiento al que no pudiera considerarse arquitectónico. Lo específico de la arquitectura es la construcción de un espacio cerrado, interior. Lo cerrado tiene entradas y salidas (de hecho es en lo abierto donde no hay entradas ni salidas), pero lo que define su cerradura es que en vez de un espacio adyacente en el espacio de las demás cosas es espacio de otro mundo en el que las leyes espaciales de su afuera colapsan. Las arquitecturas siempre ofrecen cierta resistencia a ser ultrapasadas, pero más que límites son emplazamientos de lo que no está. En ellas habita lo inhabitado, reside lo ausente, vive lo muerto, etcétera. Quien entra en esos espacios ya no tiene garantizadas las condiciones del exterior. Estar ahí es volverse inaccesible. Hay arquitectura cuando el hábitat además de refugio es aislamiento o ingreso a una comunidad exclusiva de los apartados. Se pueden golpear las puertas de la obra arquitectónica, pero no está garantizada la respuesta porque ahí moran los que no están. Lo que inquieta de la tumba no es que ahí haya un muerto (nada que ver con la impresión ante el cadáver), sino que en ella hay y no hay habitante. Los edificios y las casas, tal como los conocemos, son tumbas (in)habitadas también por vivos que ponen en entredicho su condición.
En las lecciones sobre estética que ofreció en Berlín en 1826, Hegel dijo —según las diligentes notas de Friedrich Carl Hermann Victor von Kehler— que la arquitectura no se dedicó en sus inicios a producir recintos, fuese por ahuecamiento de piedras o levantamiento de muros, sino a construcciones sólidas, columnas, obeliscos y monolitos que no tenían por destino ser hábitat sino simbolizar algo hacia lo que señalaban sin poder figurarlo adecuadamente; la primera manifestación artística del espíritu fue el designio de hacer algo extraño a la naturaleza, un objeto imposible como obra del espacio en que se emplazaba, manifestación de una voluntad de alterarlo, incluso si no era claro el sentido de ese acto. Era aquél un momento, pensó Hegel, en que la arquitectura aún no se había diferenciado de la escultura; los edificios eran cuerpos abstractos, imágenes sin miembros ni rostro. En el siguiente momento del desarrollo artístico la arquitectura dejó de ser símbolo del espíritu para ser su recinto: la figura del espíritu (que, a diferencia de su símbolo, es dicha por la forma y no como misterio que ella no descifra) es allí o bien el cadáver o bien la estatua, ahora sí diferenciada como cuerpo singular respecto del conjunto arquitectónico, como un sujeto respecto a un objeto. Con la tumba o el templo nació la arquitectura propiamente dicha (también llamada arquitectura clásica). Bajo esos términos la función de la arquitectura es la preservación de la figura que guarda y sin la que el edificio perdería sentido; la construcción hace que el cadáver no devenga cuerpo corrupto y que, momificado, se vuelva estatua. Lo que mora en la arquitectura, cadáver o estatua, es inmortal (lo extraño indescifrable del símbolo ahora tiene una cualidad nítida e imborrable en esa inmortalidad). A esa secuencia hegeliana se le puede preguntar si hay arquitectura que no sea tumba. Los monumentos arqueológicos supervivientes, entre ellos el más antiguo, Göbekli Tepe (sus primeros estratos datan del X milenio a.C.), han servido como tumbas (Nantroff, Dietrich y Schmidt, “Gathering of the Dead? The Early Neolithic Sanctuaries of Göbekli Tepe, Southern Tourkey”, 2016). Más importante todavía es que Hegel sólo habló de tumbas refiriéndose a edificios funerarios como las pirámides egipcias, sin dedicarse al estatuto arquitectónico de las inhumaciones, mucho más extendidas y antiguas que las construcciones monumentales. La sepultura es habitación del muerto pero no como un edificio, porque aquí entre el cadáver y su alojamiento apenas hay espacio, o directamente no lo hay; es el máximo enclaustramiento de un cuerpo. La sepultura, para quienes la contemplan, es un monolito sin espacio para verificar si el muerto está o no. La sepultura no exhibe al muerto como una estatua es exhibida por un templo. La tumba saca al muerto de este mundo pero lo mantiene en la arquitectura que se emplaza aquí como presencia del otro mundo inaccesible donde reside lo que no está. La tumba es la escultura del fantasma. Bajo esta mirada el montículo de la inhumación es el paradigma de la arquitectura monumental, que tiene por tarea reproducir el efecto de la tumba con independencia de si su cuerpo monolítico aloja o no un cadáver. Contra lo pensado por Hegel, las columnas y los bloques macizos también se construyeron como habitaciones, sólo que dedicadas a los que no están e inaccesibles para los vivos. La arquitectura fue conocida por los vivos antes desde afuera que desde adentro; pero la impenetrabilidad del monolito fue desde siempre un espacio. Cuando los vivos ingresaron a las arquitecturas no lo hicieron buscando un refugio sino adoptando formas del no estar hasta entonces reservadas a los muertos; la casa aspira a ser tan monolítica como la tumba y los vivientes a ausentarse. La arquitectura no es simbólica de otro espacio sino un espacio manifiesto como otro, discontinuo a este. Dentro de las construcciones, dentro de las habitaciones y también dentro de la tierra o de las piedras, habita lo que no se atiene a las distinciones entre presencia y ausencia características de la intemperie clara. Las arquitecturas no son, como pensó Hegel, o bien autónomas o bien medios para ser habitados; son indiferentes a si hay o no habitante, son lo que no permite ese discernimiento a quienes las contemplan desde afuera.
El trato afectivo hacia los muertos es un fenómeno verificado en diferentes especies animales, entre ellas chimpancés y gorilas que han convivido, hasta cierto punto, con cadáveres. La manipulación de los cadáveres (la descarnadura y/o quebradura de huesos) y su deposición en sitios especiales es habitual entre los homínidos tal vez desde los Australophitecus, con mayor seguridad desde los Homo heidelbergensis y neanderthalensis que vivieron durante el Paleolítico medio (Pettitt, The Paleolithical Origins of Human Burial, 2011). Probablemente estimaron, como otras culturas humanas recientes, que la muerte seguía actuando en el cadáver y había que alejarla, o que el vivo seguía aferrado al cadáver y había que ayudarle a irse; el cadáver estaba inquieto, fuese por la muerte o por el resto de vida, y obligaba a tratarlo para cuidar al que se iba y a los que quedaban expuestos a su corrupción. Este trato de los vivos con los cadáveres dice muchas cosas pero no es signo de que hubiera trato con los muertos; sin duda los difuntos eran recordados por quienes les sobrevivían, así como sin duda se vivía respetando, temiendo y anticipando la muerte, pero tras la intervención del cadáver el muerto ya no era parte del grupo, o al menos no sobrevive ninguna prueba material de que lo fuera (tal vez se integraban como reliquias). Hay consenso entre los estudiosos en que el entierro, práctica de los Homo sapiens y, hasta cierto punto, de los neanderthalensis, introdujo nuevos significados con los que nació la conciencia humana tal como todavía la reconocemos (Bataille, “Les larmes d’Eros”, 1961; Kelly, The Fifth Beginning, 2016). Como nada nace una sola vez es probable que homínidos primitivos, como los Homo naledi de inicios del Paleolítico medio, hayan practicado ocasionalmente entierros (la cuestión es motivo de intensos debates, como puede verse a partir de Berger y otros, “Evidence for deliverate burial of the dead by Homo naledi”, 2023), pero lo cierto es que el acto se volvió constante y central en el alba del Paleolítico superior. El entierro no fue una sofisticación tecnológica del trato con los cadáveres, o si lo fue enseguida se volvió otra cosa. En un estudio esencial de Hertz la constatación de la generalidad de las dobles exequias en numerosas sociedades permite distinguir claramente un primer momento, el de la sepultura provisoria, de trato con el cadáver y destinado a aquietar el resto de muerte o de vida que todavía lo agita, y un segundo momento, la sepultura definitiva, donde se instituye una relación ya no con el cadáver, sino con el muerto (“Contribution a une étude sur la représentation collective de la mort”, 1907). La morada final del sepultado es una arquitectura, una obra de los vivos; si bien es un espacio confeccionado como afuera del mundo viviente, se trata de un afuera interiorizado, de modo que el muerto entra allí en una relación sostenida con la comunidad que lo sepultó. La sociedad, explicó Hertz, es siempre relación entre los vivos y los muertos, los que están y los que no; los sepultados son tan miembros como los presentes y hacen cosas, obligan, se hacen escuchar. Desde que hay tumbas es innegable que los vivos reconocen un gobierno invisible a cargo de sus sombras. Lo que la tumba guarda no es un cadáver, sino el destino entero del muerto, alojado en un espacio obra de la comunidad de los supervivientes. También debe considerarse que la arquitectura no está dedicada sólo a quienes pueden habitarla, sino, especialmente, a quienes la contemplan desde afuera y sin acceso. En torno a las tumbas se reunieron los vivos, a veces periódicamente, otras de manera constante. Las arquitecturas funerarias fueron con toda probabilidad operadoras del sedentarismo de Homo y del nacimiento de las urbes. No puede descartarse que el cultivo de vegetales se haya aprendido del culto de los muertos. Desde las tumbas la relación con los muertos se disoció en buena medida del trato con los cadáveres, al punto que las arquitecturas funerarias se elevaron regularmente para muertos con cadáveres desaparecidos. Si atendemos a las historias según las que tanto el cadáver de Teseo, fundador de Atenas, como el de Rómulo, fundador de Roma, desaparecieron por la impiedad de sus adversarios, habría que considerar que la tumba sin cadáver es la piedra angular de las ciudades (Plutarco, Teseo; Dioniso de Halicarnaso, Historia antigua de Roma).
En una serie de iluminadores estudios recientes Ludueña Romandini no sólo enfatizó la importancia histórica y política de las relaciones entre vivos y muertos (Principios de Espectrología. La comunidad de los espectros II, 2016), sino que señaló como aspecto clave de la época actual el creciente abandono de las prácticas funerarias, radicalizado durante las prohibiciones oficiales de velatorios y entierros durante la Pandemia de Covid19; se trata del abandono de una de las principales tecnologías productoras de Homo y del inicio de la era de los póstumos sin espíritu (Filosofía primera. La comunidad de los espectros V, 2021 y Leonardo, filósofo del futuro. Ontología analéptica II, 2023). Estas tesis fundamentales pueden ser ilustradas por el estado de la arquitectura contemporánea en general: la reducción de las tumbas a expresiones mínimas y la simple deposición de los cadáveres como basura orgánica coinciden con arquitecturas cada vez menos interesadas en su presentación para los que están afuera, limitando el exterior a sus aspectos funcionales. Quienes no se relacionan con tumbas no pueden interesarse por el valor del afuera para quienes no tienen acceso.
Odiseo, siguiendo las indicaciones de Circe, abrió una fosa, libó leche con miel, vino dulce y agua pura, esparció harina, sacrificó un carnero e imploró a los muertos para acceder al palacio oscuro de Hades. Reunido con los fantasmas en esa fosa, Odiseo no se confundía con ellos; como en otros célebres descensos infernales (katábasis) —el de Orfeo, el de Heracles— el sentido de su expedición estaba dado por el regreso al mundo de los vivos (anábasis); los héroes no experimentaban la muerte, sino que ingresaban a su reino como vivos y buscando algo de los muertos sin sumarse a sus filas, como extranjeros o asaltantes; estaban tan aferrados a la vida que no se abismaban ni siquiera suspendidos entre las sombras. Las tumbas guardaban cosas demasiado valiosas, y no tardaron en ser abiertas, pero eso no significa que la apertura siempre haya estado dirigida a construir habitaciones para los vivientes. Cuando hombres como Pitágoras, Epiménides y Parménides, entre otros (¿Sócrates?), se guardaron transitoriamente en cuevas y sepulcros para experimentar la muerte, estas prácticas estaban destinadas a un ejercicio de afirmación del destino final como voluntad del viviente.
Podría decirse que fue el cristianismo el que tematizó la habitación de los sepulcros. Pablo de Tarso había llamado a que los seguidores de Jesús vivieran como si ya estuviesen muertos; la tecnología para lograrlo fue desarrollada en los tres primeros siglos de esta era y tuvo a Antonio como uno de sus principales promotores, retirándose a una tumba fuera de la ciudad y sentando bases para la disciplina monástica basada en el enclaustramiento (Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio). No obstante, parece excesivo atribuir toda la invención a un fenómeno tan tardío, desestimando que si las tumbas están entre las primeras arquitecturas se vuelve necesario considerar su impacto sobre la arquitectura en general. La habitación de construcciones parece comprensible como un progreso tecnológico del refugio; así se la suele explicar. Pero si ya se conocían las tumbas, los vivos pueden haber querido algo que tenían los muertos. Acaso quisieron moradas en las que no estar y estar a la vez entre los otros. Acaso quisieron de la casa no el cobijo contra la intemperie, sino seguir estando cuando eran llevados lejos. La Odisea transcurre en simultáneo en los oleajes que sacuden al héroe y en la que casa de la que falta pero donde sigue estando; la casa es lo que le permite habitar dos mundos. La tumba y la casa tratan la ausencia como un modo de la presencia. La arquitectura no es un doble del habitante/ausente; es tan sólo lo que impide diferenciar si está o no. Estar en dos lugares, mediante estos recursos, significa estar muerto en uno de ellos, ser un fantasma. ¿Dónde está muerto Odiseo, en las olas o en su casa? Nadie lo sabe bien. Cuando dice que se llama Nadie está planificando una trampa pero a la vez reconociéndose anónimo y sin rostro como se van volviendo los muertos en el Hades. Las tumbas fueron habitadas explotando las riquezas estratégicas de hacerse pasar por muerto siguiendo en vida. El descenso al inframundo y el regreso a casa son para Odiseo el mismo camino. De todas las astucias, esta es la suprema. Los griegos, entonces, tuvieron casas por razones de economía espiritual, pero la vida pasaba afuera, en el espacio público. La casa era una nave en la que aferrarse contra las tempestades y cantos de sirena de la ciudad y sus guerras. Esto no quita que los espacios públicos también fueran arquitectónicos, pero, como el ómphalos délfico, estaban configurados como tumbas en torno a las que se reunían los vivos, y no tumbas habitadas, aunque contemplaran cierto ingreso para los celebrantes. Esta adoración de las tumbas fue de hecho uno de los aspectos del paganismo tempranamente criticados por la cristiandad (al respecto los cánones del sínodo de Elvira del año 306 y Agustín de Hipona, Sobre las costumbres de la iglesia católica), juicio solidario al énfasis en la tumba como habitación (Atanasio, en Vida de Antonio, desprecia la costumbre egipcia de tener al muerto en casa pero elogia a quien se va a vivir a un sepulcro). La cristiandad, en definitiva, no descubrió la habitación de las tumbas, pero la convirtió en destino. Este reino subterráneo no se basó únicamente en la negación de la vida (Nietzsche, Der Antichrist, 1888), sino en la construcción de un mundo integralmente autonomizado del mundo político, como una casa nunca sacudida por la ciudad. La fuerza inaudita del cristianismo fue asumirse victorioso con independencia de cualquier dato del mundo, incluso a pesar de su propio martirio; es un reino que puede llegar a su gloria cuando todo se destruye, celebración de la boda de los elegidos con el cordero a la vez degollado y aniquilador (sigo en esto el inquietante final del último estudio de Ludueña Romandini, Leonardo Da Vinci, filósofo del futuro. Ontología analéptica II, 2023). Se acepta morir para el mundo como se acepta que el mundo muera. En Roma, la ciudad en la que los grandes hombres soñaban alcanzar la inmortalidad desfilando por las calles, el cristianismo ingresó y se alzó por las casas; entre los adinerados, las mujeres y los esclavos, es decir en el espacio económico-doméstico, se abrió un acceso inédito a lo más alto. Con la glorificación de la casa tiembla el mundo político y con él el mundo viviente.
Pensar la habitación de arquitecturas a partir de las tumbas puede resultar desconcertante incluso después de este breve recorrido, pero las evidencias llegan también desde una situación en curso en la que se acelera el estrechamiento de los espacios públicos y privados y la vida de los habitantes de las ciudades se encapsula integralmente en monoambientes, automóviles y cabinas de diverso tipo. La época en la que los muertos dejan de ser enterrados es también la de los vivos sellando los sepulcros desde adentro.
Rodrigo O. Ottonello es doctor y licenciado por la Universidad de Buenos Aires y magíster por la Universidad Nacional de San Martín. Es investigador asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas de la Universidad de San Martín, profesor titular en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Belgrano y profesor en el Departamento de Artes Visuales de la Universidad Nacional de las Artes. En 2016 publicó el libro La destrucción de la sociedad (BFV de Miño y Dávila). Sus últimos trabajos, publicados en revistas científicas y libros colectivos, están dedicados a la producción social de autonomías y anonimatos.