Aclaración preliminar: dada la proclividad de la época hacia la difamación la cual se amplía, también, como consecuencia de los efectos sociales de la peste que ha caído sobre el mundo, cabe aclarar que las reflexiones que siguen tienen una autonomía propia y un objeto específico. Sin embargo, sus presupuestos epistemológicos se hallan en dos libros del autor: Arcana Imperii. Tratado metafísico-político (2018) y Summa Cosmologiae. Breve tratado (político) de inmortalidad (2020). Se trata de los volúmenes III y IV, respectivamente, del políptico La comunidad de los espectros publicado por Miño y Dávila editores. Estas líneas han sido escritas durante el confinamiento obligatorio debido a la pandemia conocida bajo el nombre de COVID-19. En consecuencia, ha sido imposible consultar las bibliotecas y, por tanto, las referencias provienen del azar de una magra biblioteca personal de pauperizado profesor argentino.
1.
Un signo incontrovertible del Nuevo Eón es la evidente constatación de que el Papa de la Iglesia Católica Romana no cree en Dios. Líder espiritual de una de las más antiguas formas del cristianismo en Occidente, el Papa así como toda la jerarquía eclesiástica (exceptuando, desde luego, determinadas órdenes, especialmente femeninas) han decidido declinar cualquier acción que, en el pasado, hubiese sido un deber de la fe: el cuidado de los enfermos, la exposición a los peligros de la ayuda al prójimo encomendándose a Dios, la asistencia a los prelados, el consuelo personal de los fieles. Ciertamente, esta defección no encuentra su causa en la lasitud, el oportunismo político o la impericia de una institución que había hecho, precisamente, de la administración de la vida terrena una misión evangelizadora. No hay que llamarse a engaño: el Papa y la jerarquía eclesiástica temen, lisa y llanamente, morir por exposición a la peste. Cuando el Papa teme morir, entonces, la prueba de su investidura mesiánica se torna ilegítima y muestra el ocaso absoluto de la fides. El Papa, en suma, no cree ya en dogmas tales como la resurrección pues no le permiten la protección espiritual para su pastoral en esta vida de amenaza viral. En un contexto semejante, la implicación se impone: si no cree en los dogmas, entonces, no cree en Dios. No se trata aquí de indagar en el fuero interior del Sumo Pontífice. Se trata, al contrario, de tomar registro de su praxis. En ese sentido, el Papa actúa como si no creyese en Dios. Con eso basta para el propósito de esta argumentación sobre las consecuencias públicas de su acción descreída. Sin esta creencia, la Ecclesia universal es un imperio que se derrumba. En consecuencia, esto tiene efectos inmediatos sobre los Estados laicos del mundo. La secularización de la Modernidad apenas puede disimular su origen teológico-político. Pero el colapso de la institución teológica no ha implicado una liberación del poder terrenal de las ataduras de los dogmas heredados. Al contrario, como las instituciones gubernamentales de la Tierra han atado su destino a la matriz teológico-política de la Ecclesia universal, el derrumbe arrastra a todos los poderes constituidos hacia la esfera del nihilismo radical. El mundo de los Póstumos, entonces, ya se puede desplegar a escala planetaria sin condicionamientos ni censuras. La lucha por el Nuevo Dominio Universal ha dado comienzo.
2.
¿Tuvo la epidemia un comienzo deliberado? ¿Se trata de un virus por mutación natural o fruto del diseño humano? ¿Los protocolos de los laboratorios chinos fueron vulnerados y, si lo fueron, ocurrió voluntaria o involuntariamente? Esas preguntas son de la más alta relevancia pero es materia para la historiografía futura. ¿Se trata de una exageración sobre la dimensión biomédica del coronavirus? ¿Encubre, en este caso, la epidemiología un plan originario de toma por asalto del mundo? La epidemiología y la ciencia política, nuevamente, podrán responder en el futuro. Si tal cosa como un futuro es posible. En este momento, debemos ocuparnos de la facticidad: la peste está aquí. Partiremos, entonces, de esa premisa como prudencia metodológica necesaria cuando la arqueología histórica carece, en estos momentos, de la distancia temporal y los materiales empíricos para ejecutarse: su archivo no se ha constituido pues se trata de un fenómeno en curso.
3.
No vivimos, ciertamente, un nuevo episodio de instauración del estado de excepción como regla o norma de la política. Atravesamos un período de peste. La peste trae aparejada consigo el estado de excepción como un elemento inherente. La peste, por primera vez en la historia de Gaia, es global. Se sigue, entonces, un estado de excepción global. En consecuencia, su aparición no representa una novedad particular. Su carácter global, en cambio, necesita ser considerado escrupulosamente. El episodio histórico conocido como la “peste de Atenas” tuvo lugar como una de las más mortíferas estaciones del fatal ciclo de la guerra peloponesia hacia el 430 a.C. Es posible incluso considerar que la posterior llegada del santuario de Asclepio a la ciudad de Atenas debe ser leído sobre el telón de fondo histórico de la memoria lacerante de la epidemia. El relato histórico más fecundo que tenemos de las modalidades de la peste y de sus efectos inmediatos sobre las formas de vida de la ciudad de Atenas corresponde a Tucídides.
La peste comenzó en Etiopía y fue recorriendo diversas zonas geográficas hasta entrar en Atenas a través del Pireo. La descripción de Tucídides de la fenomenología social de la plaga sigue un patrón que había sido ya establecido por Homero en la Ilíada. Entre los ciudadanos el efecto fue devastador. Había quienes optaban por abandonar a sus enfermos así como otros morían por el contagio producido en el cuidado de los afectados. La piedad religiosa se quebró debido a que “derrotados por la extensión de la enfermedad, se cansaron de hacer las lamentaciones por los que morían” (Tucídides, Historiae, II, 51). En directa relación con este aspecto, las prácticas de la sepultura se vieron completamente subvertidas:
Muchos se prestaron a entierros indecorosos ante la falta de lo preciso por los continuos entierros efectuados previamente; unos tras poner su muerto en piras ajenas, anticipándose a los que las habían amontonado, prendían fuego, y otros, mientras ardían otros cadáveres, echaban encima el que llevaban y se marchaban. (Tucídides, Historiae, II, 51, 6).
A este hundimiento de la unidad religiosa de la ciudad le siguió un inexorable colapso absoluto de todas las formas de legitimidad de las instituciones divinas y humanas:
También en los demás aspectos la enfermedad fue para la ciudad el inicio de la anomia (anomías) […] Ni el temor de los dioses ni la ley de los hombres (theôn dè phóbos he anthrópon nómos) eran un obstáculo, por juzgar que lo mismo daba ser respetuoso que no, cuando veían que todos perecían por igual y por creer que nadie viviría hasta el juicio para pagar por su delitos sino que ya pendía sobre ellos y estaba decretado un castigo mucho mayor y, antes de que les cayese encima, era natural que disfrutasen algo de la vida. (Tucídides, Historiae, II, 53, 4).
La expresión utilizada por Tucídides no deja lugar a duda: la peste precipita a la ciudad en la anomia radical (hedonismo de catástrofe incluido). De hecho, la gran paráfrasis filosófica del relato histórico de Tucídides la proporciona Lucrecio cuando escribe:
Pues ningún peso tenía entonces la religión, ni el poder de los dioses (nec iam religio diuom nec numina magni prendebantur enim); el presente dolor era excesivo. No se observaba en la ciudad aquel rito de sepultura con que aquel pueblo solía de antiguo inhumar a sus muertos; andaba todo él sobresaltado, en gran turbación (perturbatus enim totus trepidabat), y cada cual enterraba a los suyos como la ocasión le ofrecía. La súbita necesidad y la indigencia indujeron a muchos horrores: algunos colocaban a sus parientes en piras levantadas por otros, con gran griterío, y les aplicaban antorchas, sosteniendo a veces luchas sangrientas antes que abandonar sus cadáveres. (Lucrecio, De natura rerum, VI, 1276-1285).
En estos versos, que se encuentran entre los más crudos de la filosofía antigua, presentan un desafío teórico. Aquí la ciudad no es pensada tanquam dissoluta sino que, al contrario, se halla histórica y efectivamente diezmada. En Tucídides y Lucrecio, por lo tanto, no hay metalenguaje jurídico que tome en sus manos la excepción soberana puesto que toda soberanía –humana y divina– se corroe hasta desaparecer por completo. No se trata, entonces, de un estado de la ley (como la excepción de su permanencia en suspenso) sino de un estado actual del mundo. Si lo evocamos es porque, evidentemente, resulta parangonable con nuestra situación presente salvo, quizá, en el hecho de que en nuestro tiempo no se permitiría ninguna indulgencia masiva ante el Gran Orgón.
En la peste de Atenas como un episodio central de la Guerra del Peloponeso se alcanza un momento en el que todo el andamiaje social toca su grado cero y el derecho tanto humano cuanto divino claudica ante el desastre natural. Entonces, a la despolitización absoluta del mundo humano le sigue la politización absoluta de la naturaleza que sólo habla el lenguaje de la muerte. En este sentido, la zoopolítica comienza por el orden de la naturaleza no-humana que es el primer zócalo con el que debe medirse todo ordenamiento de la comunidad. La apropiación del natural ingobernable y potencialmente mortífero es el primer acto político constitutivo y el gesto zoopolítico no consiste en otra cosa que en construir para la esfera del mundo un ecosistema habitable para el animal humano.
Sin embargo, ninguna comunidad política humana puede constituirse sin tomar plenamente consciencia de su relación co-originaria con la esfera de la physis a la que pertenece también de manera inextricable. Por lo tanto, las potencias de lo natural no-humano son una fuerza política primordial que sobredetermina cualquier decisión del mundo de los hombres: si esta dimensión de la naturaleza como agente político de la constitución de la societas humana no es tomada verdaderamente en cuenta, las aporías del derecho no dejan de multiplicarse bajo formas que hacen del orden jurídico únicamente un acto de decisión humana sostenido sobre el puro arbitrio del legislador.
No obstante, episodios como la peste de Atenas (que, en tanto irrupción de lo natural devastador, tiene capacidad de constituirse en paradigma para la reflexión teórica) recuerdan que, precisamente, no hay política para los hombres que no se funde, precisamente, en la in-decisión inherente al control de lo no-humano natural. Dicho de otro modo, el decisionismo del derecho no encubre tanto su propia anomia normativa cuanto actúa como ficción que disimula la dimensión política de lo natural que, in extremis, no conoce otro nómos que la muerte (aun si esta puede actuar como condición de lo viviente, como la biología no cesa de mostrar).
La anomia de la peste (o, para el caso, de sus consecuencias), entonces, no es otra cosa que una vuelta al estadio en el que los hombres deben medirse nuevamente con el espacio de la vida y la muerte natural del cual nunca han estado sustraídos sino por los medios técnicos de un derecho que obtura esta confrontación originaria bajo la forma de un orden tan necesario como sordo respecto de las circunstancias que actúan como suelo impenetrable de todo su andamiaje teórico. Por ello, cuando todas las ficciones y todas la metáforas del derecho caducan, tiene lugar lo que, entre los modernos, Hobbes ha tematizado bajo el nombre de “estado de naturaleza” que, lejos de ser un “mitologema” como a veces ha sido sugerido, constituye una de las intuiciones más profundas de la filosofía moderna acerca de los alcances de la política.
4.
Cuando un filósofo recibe demasiada atención por parte del mundo académico, en general, tiene lugar un proceso de canonización laica que encubre el acceso al sentido de sus propósitos. Es el caso actual de la obra de Michel Foucault. Algunos, no carentes de una sospechosa precipitación que sólo parece reflejar opiniones precedentes que no se atrevían a formularse, creyeron oportuno denostarlo en medio de la peste global. Me parece un signo palmario del final irremediable del ideal de Revolución (por otra parte ya admitido por el propio Foucault) que alguna vez animó, de manera intermitente, al siglo precedente. Otros grandes filósofos vivos se han manifestado en estas semanas sobre la peste. Alguno ha sido injuriado según todas las reglas al uso por parte de la prensa de masas. Otro ha sido ridiculizado y algún otro se ha puesto a sí mismo en ridículo. Hay quien no ha podido resistir la tentación de entregarse, lisa y llanamente, al gossip. Discierno, en ese escenario, la decadencia de la cultura intelectual contemporánea pero, sobre todo, la ausencia de cualquier perspectiva sensata ante una catástrofe: lejos de la mancomunidad de ideas, se impuso otra anomia, la conceptual, y, todo hay que decirlo, el resentimiento que, en este momento, afecta a la Universidad mundial como otra forma de peste; situación que impone conclusiones que nadie parece estar dispuesto a sacar.
En el año 1976, Foucault publica su libro Vigilar y Castigar. Haciendo uso de los archivos militares de Vincennes del siglo XVIII, el filósofo da cuenta de las medidas que debían tomarse entonces cuando el flagelo de la peste azotaba a una ciudad: gran encierro, encauzamiento de la conducta, vigilancia, delaciones, redistribución del sentido de lo normal y lo anormal, instalación del exilio-clausura. El “miedo a la peste”, puntualiza Foucault, permite esta completa metamorfosis social. Nada nuevo, señalaba el filósofo, pues se trata de “todos los mecanismos de poder que, todavía en la actualidad, se disponen en torno a lo anormal”. Vale la pena una cita in extenso:
En un caso, una situación de excepción: contra un mal extraordinario, el poder se alza; se hace por doquier presente y visible; inventa engranajes nuevos; compartimenta, inmoviliza, reticula; construye por un tiempo lo que es a la vez la contra-ciudad y la sociedad perfecta; impone un funcionamiento ideal, pero que se reduce a fin de cuentas, como el mal que combate, al dualismo simple vida-muerte: lo que se mueve lleva a la muerte, y se mata lo que se mueve. (Foucault, 2002: 208).
Nada nuevo, podríamos decir también nosotros ahora. Pero no sería una afirmación correcta. Cierto: los sueños de la sociedad perfecta que la peste estimula son celebrados por doquier en los mass media y las redes sociales; los dualismos simples entre la vida y la muerte se expresan en otras nociones más adaptadas a los tiempos que corren o a las capacidades de los administradores; la contra-ciudad es buscada y perseguida con ahínco. Sin embargo, la escala de los acontecimientos cambia sustancialmente el propósito. Con todo, se impone en primer lugar una clarificación: Foucault no niega la realidad biológica de la peste ni pone en cuestión la eficacia de los métodos para su erradicación (sería irrisorio creer que esa sería su posición, habida cuenta de su palmaria erudición en la historia de la medicina). Señala algo diferente, vale decir, el precio que toda decisión política conlleva pues la vida misma es una forma del poder y la voluntad de poder no cesa en tiempos de la peste. Al contrario, curar la peste significa asumir las consecuencias inevitables de la voluntad de poder. La eficacia ganada en la lucha contra la peste ha significado, entonces, que los ingenieros sociales aplicaran su tecnopolítica para rediseñar todo el tejido social: se asentaron, entonces, las bases de la ya disuelta sociedad disciplinaria.
De allí que ahora, deberemos pagar otro precio, salvo que muchísimo más alto pues la escala de los hechos nos coloca ante el dilema de lo inevitable: el combate contra la peste implica que las medidas de su control no están exentas del ejercicio del poder. Y el poder tiene predilección por la experimentación social. De hecho, parece ser parte constitutiva de su naturaleza. Para vivir, para curarnos, será necesario aceptar el más grande experimento de la Historia: la reconfiguración omnicomprensiva de todo el zócalo civilizacional del orbe terrestre según parámetros que muy pocos conocen y, en el fondo, nadie controla. He intentado, en escritos precedentes, delinear la radiografía de este nuevo Eón, que marca el triunfo de los Póstumos y el final definitivo de la era de Homo. Le emergencia de un Nuevo Orden Mundial resulta ineluctable como precio a pagar para salvarnos de la peste. No es una alternativa sino una conjunción: no puede pedirse la una sin aceptar la otra. El reino de los Póstumos no necesitó de la peste para manifestarse pues hace tiempo que nació, inadvertido. Sin embargo, la peste dará un impulso irrefrenable a su instauración. Nada será lo mismo cuando estemos curados y los muertos incinerados (nadie sabe cuando escribo estas líneas, por otra parte, de qué lado quedará en ese binomio): nuestros cuerpos y nuestras sexualidades, los modos de producción y las formas de vida. La tradición política tenía un nombre para una mutación de esta escala que nadie (o muy pocos) hoy se anima a mencionar: Apocalipsis.
5.
Una obstinación contemporánea, de raigambre iluminista, impide comprender que el Apocalipsis marca un fenómeno teológico-político y, más precisamente, el fin de los tiempos. Ahora bien, los apocalipsis se han sucedido a lo largo de la historia: el final de las civilizaciones antiguas, el advenimiento del cristianismo, las Revoluciones modernas que arrasaron el ecosistema económico-cultural del mundo medieval. Ahora, nuevamente, otro caso. Salvo que la mayúscula se justifica hoy más que nunca: estamos ante el Apocalipsis pues la tecno-mutación se mide en la escala planetaria.
Un singular malentendido se cierne sobre el nombre Apocalipsis, actualmente sospechado por la filosofía. En efecto, la incomprensión de la tradición apocalíptica es otro signo del declive de la política en el mundo contemporáneo. Hecho que debe ser lamentado pues el vocablo pertenece a la gramática política de Occidente y marca el fin y el comienzo de las cesuras civilizacionales. No implica inacción sino que sus modalidades pertenecen al acervo más conspicuo de la acción: el marxismo, finalmente, puede ser visto como una forma de apocalíptica secularizada.
Como una esclarecida pluma del siglo XX ha podido escribir: “si revolución significa contraponer a la totalidad del mundo una nueva totalidad que, siendo igualmente abarcativa, a saber, en los fundamentos, lo vuelve a fundar y lo niega, entonces la apocalíptica es esencialmente revolucionaria” (Taubes, 2010: 29). El Apocalipsis contemporáneo no constituye, tampoco, una Restauración conservadora como se pregona en el Periódico por parte de ciertas voces con justicia alarmadas. Más bien se trata de una nueva Gran Mutación, la más grande que haya conocido la Historia de los vivientes humanos de Gaia desde los tiempos del Paleolítico y que supone el advenimiento del Reino de los Póstumos que habrán de cambiar, para siempre, la faz del Orbe. A juzgar por lo visto hasta ahora, los horrores sólo han comenzado. En las palabras de la teología mística del antiguo Occidente: el Katéchon, finalmente, ha sido levantado.
6.
La epidemia es la modalidad biológica de una Pandemia del Lenguaje. El SARS-CoV-2 tiene su correlato en el virus que afecta el Lenguaje y lo empuja hacia el final de la metafísica. Es una afección reciente para los seres hablantes: no es parte de la genética histórica del Lenguaje sino el resultado de las elecciones de quienes han decidido claudicar de (o propiciar, con firme propósito, la pérdida de) todo destino de libertad para los habitantes de Gaia. Los cuasi-trascendentales de la Modernidad de los que hablaba Foucault, esto es, Vida, Trabajo y Lenguaje son, precisamente, el objeto de la Gran Mutación hacia el Nuevo Eón. En el fondo, la zoopolítica tiene un carácter accidental en la espesura de la transición y en el carácter sustancial de los cambios: se trata, nada más y nada menos, que del ascenso de Omega, vale decir, del Anti-número y de la digitalización universal como nuevo Todo. No se trata, pues, únicamente de una tanatopolítica sino que, al contrario, se delinea en el horizonte la Anti-vida, algo que está más allá de cualquier comprensión categorial propia del gran Sistema de la Metafísica cuyos fundamentos han sido reducidos a escombros en todos los rincones del planeta con la intención de que ya ningún ser hablante sea capaz de emitir el pronombre “yo” como marca de singularidad inasimilable. La Liturgia Algorítmica no admite más que la inclusión sin resto: la Universalidad será ahora el Absoluto anti-metafísico jamás alcanzado antes. Omega es el nuevo dios escondido que rige los destinos de mortales e inmortales cuando todo Nachleben del mundo pretérito ha logrado, finalmente, ser detenido y expulsado de la rueda del Tiempo.
7.
Los Amos del mundo, sus voceros, representantes y adláteres del más diverso tipo pretenden presentar un chantaje bajo la forma de una causa noble: o la cuarentena o la muerte, el confinamiento en vida o la muerte en libertad. No hay duda de que estos Amos instruidos conocen a la masa que todos conformamos y la estiman permeada por el discurso hipermoderno. Otrora, tal vez el mayor número habría elegido la libertad aun a riesgo de la propia vida. Entiéndase bien: la opción es inevitable y esa es la tragedia insoslayable de nuestra condición. Los Amos del mundo lo saben perfectamente pero pretenden manipular la respuesta. Ellos declaran hacerlo en función de la vida. Todo cuanto emprenden, no obstante, habilita la duda pues, mientras salvan vidas hoy (¿quién podría juzgar mezquino o estar en desacuerdo con tan alto propósito?), preparan las catástrofes y los sacrificios de mañana. No falta quien, con la honestidad brutal del poder, propone utilizar sin dilaciones la pandemia como un arma de limpieza étnica. El sueño de muchos sería la producción de un Holocausto natural que librara de toda culpa a los criminales que lo desean para purificar la sociedad de aquellos seres vivientes que ellos estiman deberían ser eliminados.
En realidad, los Amos más avezados no buscan otro objetivo que lograr que los seres hablantes, exhaustos, pronuncien por su propia voluntad las palabras de la desesperación última: “¡Vengan sueño y muerte! Ustedes que no prometen nada pero lo cumplen todo” (Kierkegaard, 1901-1906: 52). El chantaje, por cierto, no puede desactivarse optando simplemente por la vida en lugar de la muerte. La opción de una crítica del par vida-muerte es una tarea de la máxima relevancia pero pedante o inoportuna para quien enfrenta un riesgo de muerte inminente. Los seres hablantes tendremos que aceptar que, o bien establecemos por nuestra propia cuenta (tanto colectiva como individualmente) cómo querremos vivir la tragedia humana de la muerte (o, por caso, de la vida) o bien otros lo harán por nosotros. En los términos de Kant, o bien los seres hablantes abandonan su infancia histórica perpetua (donde no anida ninguna inocencia originaria) o bien la esclavitud en vida aguarda a la vuelta de la esquina. Salvo que la infancia no se abandona sino como desgarro y tragedia. Es una mala noticia para los sueños de felicidad de los habitantes del milenio presente. Quizá ha llegado la hora de que la filosofía salga de su exilio, aletargado y voluntario, en los campus de las universidades mundiales y vuelva a levantar la voz para recordar, de una vez, cuáles son los problemas insoslayables de la existencia en este mundo. Sin falsas concesiones, sin vanas promesas, sin optimismos insolventes ni pesimismos al uso de los holgazanes. En suma, sin olvidar el compromiso inaugural de la filosofía con las formas de la verdad pues la antifilosofía puede pero no debe prevalecer.
8.
Libanio, en la hora de la agonía del mundo antiguo, se preguntó “¿podría un hombre recorrer nuevamente los caminos de la vida, tras haber enterrado a un amigo tras otro, sabiendo que sólo conserva intactos cuantos bienes posee?” (Libanio, Orationes, VII, 10). Nuestra pregunta actual es aun más acuciante pues, luego de pandemia, ni los bienes del mundo (que, de cualquier modo, ya Libanio desestimaba) quedarán en pie. Ni el Bien, ni los bienes, ni la amistad. ¿Acaso estamos preparados para vivir en un mundo así? Como premonitoriamente escribió Guy Debord en 1971, “las terribles decisiones del próximo futuro sólo dejan esta alternativa: o la democracia total o la burocracia total” (Debord, 2006: 88). El decurso del mundo hasta el momento en que escribo estas líneas en el que el ideal de Revolución parece ineluctablemente fenecido y donde no se avizora ninguna otra transformación diferente pero utópica del mundo, hace temer que la segunda opción será la que elijan los Póstumos. ¿Alguien se atreverá a desafiarlos? Y, si la respuesta fuera afirmativa, ¿existe la menor posibilidad frente a ellos? Una nueva gigantomaquia de la Historia ha comenzado, ahora sí, quizá como última oportunidad. Aun si todo se perdiera, sería deseable que los filósofos no asuman un papel indecoroso en la contienda.
9.
Vale aclarar, antes de la tormenta, que las afirmaciones aquí vertidas sobre la fe de las jerarquías eclesiásticas no se extienden a la fe de los creyentes. La distinción cuenta. Del mismo modo, las exhortaciones que existen en el texto hacia un despertar de la filosofía también conciernen, a modo de opinión en este caso, a la teología sobre la que cabe depositar esperanzas. La filosofía es, en los usos de este texto, el nombre, azaroso, de un conjunto al que todo saber puede sumarse si está de acuerdo con la premisa de no ceder a la propuesta de mundo futuro que avanzan los Póstumos. La propuesta de mundo no es equivalente a opiniones o recomendaciones sobre el tratamiento de la pandemia actual. Sobre esta última y cómo debería tratarse, otros pensadores en el mundo (¿es necesario mencionar que también respetables médicos?) han manifestado ya esclarecidos comentarios en un escenario que, se sabe cabalmente, varía a diario. Esta distinción también cuenta.
10.
Puesta al día: 29 de abril de 2020
Armando Ginés Ludueña, in memoriam
Durante los años 1938 y 1939, Simone Weil compuso uno de los textos más lúcidos que el pensamiento del siglo pasado haya pergeñado sobre el poema épico de la Ilíada. Una de las tesis allí establecida consistía en mostrar cómo, cuando la violencia se ejerce hasta sus últimas consecuencias, un hombre puede ser transformado en una cosa, vale decir, un cadáver. Con todo, cabe añadir a los dichos de Weil que precisamente ese sentimiento, intuido por los griegos, los llevaba a otorgar a los rituales de sepultura la más alta minucia civilizacional de la que fueron capaces. Es cierto que, en contraposición, los griegos conocían el infortunio siniestro de los cadáveres de los apotetumpanisménoi que sufrían la pena jurídica de ser arrojados sin sepultura. Son precisamente este tipo de cadáveres (nekroùs) los que causaron el horror a Leoncio, el hijo Aglayón, cuando los observó en Atenas (Platón, República, 439e).
Sobre esta tela de fondo, puede comprenderse que la Ilíada como archi-texto de la antropotecnia en la Era de Homo haya consagrado la importancia de la sepultura de los cadáveres como una ley divina y humana inquebrantable para la convivencia entre los hombres y el sostén del mundo. El episodio más desgarrador, desde luego, son los funerales que permite Aquiles una vez que entrega el cuerpo de Héctor muerto en combate. Como le recuerda a Aquiles su propia madre Tetis, la negativa del héroe griego de entregar el cadáver del troyano “la tierra sorda deshonra (kophèn gaîan aeikízei)” (Homero, Ilíada, XXIV, 54). Ya persuadido, el propio Aquiles recomienda al rey Príamo que no haya “dilación en el rescate del cadáver (anáblesis lúsios nekroîo)” (Homero, Ilíada, XXIV, 655), a los fines de que las exequias puedan llevarse adelante según los rigores del ritual divino. De tanta importancia era para los griegos este episodio que sabemos, por lo menos, de una tragedia perdida de Esquilo que llevaba por título El rescate de Héctor (Nauck, 1889: 85, fr. 266), título que sería replicado entre los latinos por Quinto Ennio.
Durante la pandemia de COVID-19 no es la primera vez en la historia que se han dejado muertos sin sepultura. Tampoco, si las comparaciones tienen algún sentido en este terreno, ha sido la más atroz puesta en relación con conocidas maquinarias de muerte y holocaustos. Sin embargo, la sinonimia no existe en la Historia y se impone, entonces, una diferencia. El experimento a cielo abierto que supone el sistema de la cuarentena mundial produce muertos sin sepultura en nombre de principios supuestamente edificantes. Los ministros de los poderes escondidos dicen actuar en pos de la vida: como lema se antoja insuperable en su nobleza. Sin embargo, nada hay de más ambiguo en su significación que el concepto de vida. Hay que afinar la escala de observación cuando el enunciado es proferido desde el Poder y preguntarse, ¿qué tipo de vida se está mentando? ¿Con qué alcances? ¿Con qué formas de vivencia cotidiana? ¿Con qué relaciones con los fundamentos éticos del bien? Y, cuando surgen esas inquietudes, un camino recomendable para desentrañar lo que los nuevos poderosos del mundo entienden por “vida” es interrogarse qué hacen las sociedades con sus muertos.
En nuestro presente, el COVID-19 ha habilitado la existencia de muertos sin sepultura, de cadáveres quemados, de ritos fúnebres ultrajados, en suma, la desintegración en nombre de la vida planetaria (insisto, ¿qué tipo de vida se busca instaurar?) de todo el zócalo civilizacional que, desde el Paleolítico, ha regido la relación entre los vivos y los muertos. Los muertos no son solamente transformados en cosas como señalaba agudamente Simone Weil. Se quiere dar el paso temerario de erradicar la muerte con la evacuación de los muertos, con la destrucción y el abandono de los cadáveres. Cuando se observe con atención cómo se tratan los cadáveres de hoy, se podrá dilucidar el destino que les espera a los cuerpos vivos en el mundo de mañana que propugnan los Póstumos. Mors ultima linea rerum est, algunos recordarán. Que nadie se llame a engaño: los Insepultos no descansarán en paz, todavía no han dicho su última palabra y estarán presentes en el día del Juicio.
11.
Puesta al día: 11 de mayo de 2020
Las diversas fases de salida de una cuarentena que está llamada a perpetuarse en paradigma de la existencia social futura, va develando algunas concepciones que el Poder tiene sobre la pandemia del COVID-19: no considera que los efectos de morbilidad, finalmente, sean tan severos ni que el virus sea particularmente agresivo así como tampoco el más contagioso de los que existen en circulación. En definitiva, se argumenta sobre todo la necesidad de no hacer colapsar los sistemas de salud. Más allá de vagas elucubraciones, no se dan fundamentos científicos para la cuarentena paradigmática sino que, más bien, se la expresa abiertamente como un deseo de los nuevos Amos.
Lo cierto es que, en esta pandemia, ha tenido lugar un desafío inédito por su escala planetaria: un microorganismo suspendido entre lo biótico y la abiótico sobre cuya bio-fisionomía los especialistas no son capaces de pronunciarse con entera claridad, ha colocado un límite, un freno lapidario, a la expansión del capitalismo en su ansia de tecnificar por completo el ecosistema terrestre. La Naturaleza, en ese sentido, se reveló portadora de ominosos presagios pues se volvió nuevamente hostil, impermeable a los deseos bienpensantes de quienes pretendían domarla. Al contrario, Gaia mostró que, con una mínima proporción de biorecursos puede hacer peligrar el sistema mundial en su totalidad sin importarle ninguna supuesta primacía ontológica del Homo sapiens en la esfera de la vida.
Otrora Marx hablaba de la “clase revolucionaria (der revolutionären Klasse)” (Marx, 1959: 470). Con el paso del tiempo, la fatiga de los fracasos sucesivos y los refinamientos conceptuales llevaron a contemplar un vocabulario más límpido: se acuñó el término “sujeto revolucionario” y se lo ha buscado cual Santo Grial de la política.
Pues bien, es posible sostener, con un poco de ironía histórica, que esta vez el SARS-CoV-2 se ha transformado en el primer sujeto revolucionario no humano de la historia global de los Póstumos. Cuando ya ningún ser hablante creía en el ideal de la Revolución, un virus se transformó en sujeto de una revolución instantánea que paralizó todos los resortes de la economía mundial, hizo colapsar las democracias occidentales para transformarlas en estados de excepción, sembró el fantasma de la extinción de la especie y detuvo el funcionamiento de la esfera pública y toda la maquinaria de la producción global de mercancías. Por unas semanas, los cielos de las grandes capitales brillaron con menos contaminación y un aire de alivio recorrió las calles desiertas de las ciudades abandonadas y recuperadas, no debe sorprendernos, por algunas otras especies animales que retornaban a los sitios de donde habían sido exiliadas.
Cuando nadie creía en ella, un virus logró un connato de Revolución nada despreciable. Su especificidad consistió, además, en la disolución social que llevó a los agrupamientos políticos planetarios a una especie de retorno al estado de naturaleza bajo la forma del oikos como prisión (cuarentena). No tanto, entonces, un estado de naturaleza como guerra de todos contra todos sino de todos contra el virus (a los efectos biológicos, un microorganismo contra el cual es necesario producir una vacuna pero, a los efectos políticos, un ente en última instancia imaginario). Casi sin vida, sin conciencia ni voluntad, un virus se transformó en el único sujeto revolucionario posible para una sociedad que no cree más en las revoluciones.
Este estado de naturaleza produjo, consecuentemente, la necesidad de un nuevo Pacto Social Global basado, como no podía ser de otra manera, en el miedo a la pérdida de la vida biológica. Los Póstumos dieron su aquiescencia con rapidez y determinación. Se están, por estas horas, poniendo los cimientos del Nuevo Orden. Para decirlo sencillamente: en ese contractualismo póstumo no habrá lugar para lo que, hasta la Era precedente, se conocía bajo el nombre de libertad. Vale decir, el nuevo Pacto ha eliminado de sus cláusulas a la política tal y como esta había sido entendida hasta ahora.
Podría decirse, entonces, que la respuesta de los Amos del Mundo ante la revolución viral del ecosistema socio-político del Capital no ha sido, hablando con propiedad, ni una contrarrevolución ni una restauración. Al contrario, han aprovechado la ocasión para realizar algo mucho más ambicioso: una Instauración. El nuevo Leviatán nacido del Pacto de los Póstumos no será un Estado sino una subversión completa de las formas-de-vida y de las relaciones económicas, políticas, sexuales, vivenciales hasta ahora conocidas. El acuerdo está sellado y, por ahora, la guerra civil mundial que probablemente no se detendrá, será un desafío insuficiente para detener el Universal Póstumo que no parece tener más que una oposición fragmentaria para la que se reserva la pretensión de su asimilación o de su aniquilamiento.
12.
Es necesaria una reflexión. Tanto los partidarios del Nuevo Orden Mundial en gestación progresiva como quienes se oponen a él desde cualquier ámbito del pensamiento, tienen un rasgo en común: han hecho de la estadística la episteme suprema de nuestro tiempo. Se ha instalado así un pseudo-debate sobre el número de muertos causados por el COVID-19: ¿cuántos muertos son necesarios para considerar el episodio epidemiológico como una pandemia? ¿Cuántos muertos justifican la detención de la vida económico-política y la cuarentena planetaria? ¿Cuántos muertos deben escandalizarnos o, al contrario, hacernos temer? Todas las posiciones doctrinarias tienen sus cifras y su epistemología implícita o explícita, suficiente o deficitaria. Me interesa, particularmente, la opinión de quienes están en contra de la cuarentena planetaria. Esgrimen, finalmente, que los muertos no son suficientes pues no sería su número mayor que el de los años anteriores en condiciones similares. Un razonamiento estadístico, por cierto, muy atendible. Sin embargo, el problema es la estadística misma a la que han sucumbido aun los espíritus más lúcidos. A decir verdad, ni una sola muerte debería ser tolerada. En otras palabras, si la filosofía realmente hiciera de la utopía su destino, debería abogar por la siguiente posición: si el virus puede producir la muerte de seres hablantes y su expansión se facilita, precisamente, por el orden tecno-económico-político existente, entonces, ese orden acallado por el virus no debería retornar jamás. Alguna consigna política elemental circuló burlando el discurso de los políticos y gestores de la cuarentena: “no volveremos jamás a la normalidad porque la normalidad es el problema”. Si hay filósofos que realmente están en contra del nuevo Pacto Social no deberían argumentar en base a la estadística de muertes para disminuir la importancia epidemiológica del COVID-19. Al contrario, deberían fortalecerse en el virus. Habría que admitir que ninguna vida humana es sacrificable. En pocas palabras, al Pacto Social Póstumo hay que oponer la utopía de que la vida de un solo ser hablante puesta en riesgo por la maquinaria del mundo basta para poner en entredicho semejante contrato y llamar a su abolición en nombre de una forma-de-vida que supere el nihilismo universal reinante.
13.
Puesta al día: 18 de mayo de 2020
La pandemia ha trastocado una institución que goza de prestigio en el mercado mundial de los saberes: la universidad. Ciertamente, una profunda reformulación de sus funciones (no así de su naturaleza) estaba en curso en las últimas décadas y la “era de la literalidad” diagnosticada por Hernán Borisonik no ha sido precisamente ajena en dicha metamorfosis. La pandemia, no obstante, ha precipitado algunos de esos cambios eludiendo oposiciones y eventuales rebeldías. Se asiste a una celebración, resignada o ferviente según los casos, de la reconversión masiva de la enseñanza en profusión de contenidos virtuales. El cambio tecnológico señala un pase de manos, menos evidente, respecto de los nuevos intereses a los que se ajusta la universidad mundial. La universidad como medio de transmisión de saberes técnicos particulares no está ya al servicio de lo que alguna vez había sido la burguesía ilustrada en sus diversas acepciones sino que su nuevo dueño es la élite tecno-poiética planetaria deseosa de la producción en masa de títulos habilitantes para el mercado del empleo (no así del trabajo, entidad ya fenecida) en detrimento de cualquier consideración sobre el sentido de los saberes de tal modo producidos. Ahora bien, precisamente el conflicto por el sentido de los saberes universitarios había sido uno de los pilares de la alianza, transitoria, entre el Humanismo y la universidad. Podemos, en consecuencia, dar por concluida la Gran Alianza entre Homo y el saber universitario sellando así el final del humanismo académico.
Resulta admisible postular que la universidad humanista se terminó asentando sobre una triplicidad:
a)- el actus docendi (acto de instrucción)
b)- el status magisterii (estatuto del profesor)
c)- el locus docendi (lugar de instrucción)
El actus docendi estaba llamado a producirse como instrucción de un saber que, detentado por el status magisterii del profesor, resultaba imposible, en definitiva, de enunciar dos veces del mismo modo ante los mismos estudiantes (correlato intrínseco del profesor). En cierta forma, cada acto de instrucción era un unicum: la clase magistral como acto irrepetible y ritual de celebración del saber consagrado constituyó su acmé. Ciertamente, el locus docendi del aula material determinaba la necesidad, a la vez, del agrupamiento de los cuerpos y la ocupación de un espacio físico de transmisión del saber inmaterial. No había, entonces, universidad sin elevación del saber como inspiración no homologable, sin un profesor entendido como la autoridad de un saber no sustituible por el de otro colega y de la presencia del cuerpo en el espacio como garante mismo de la transmisibilidad de los saberes mediante el lenguaje vivo.
Si estas eran las pautas implícitas de la universidad humanista, el final de la Gran Alianza supone su alteración. Es posible constatar punto por punto el volavérunt de la triplicidad humanista y su relevo por su contrapartida póstuma. El lugar del actus docendi no es ahora la forma-clase sino el tutorial de contenidos homologables. Ergo, se torna innecesario el status magisterii pues los profesores son reemplazables por enseñantes (por ahora vivos pero no es inconcebible que, como ya señaló Rodrigo Ottonello en esta Bitácora, puedan ser también cibernetizados en un futuro cercano). Los estudiantes, por su parte, mutan en consumidores de tutoriales online en una temporalidad educativa no definida por los rituales institucionales de la presencia. Finalmente, el peso del cuerpo en el espacio material como agrupamiento socio-político se torna ingrávido y afectado de obsolescencia. La desagregación del espacio funda un nuevo lazo: virtual pero distante, vale decir, agregación sin cohesión o, dicho en otros términos, conexión sin comunidad. Podemos tomar un ejemplo que no intenta ser una boutade sino la asunción de las consecuencias precedentes. En los últimos tiempos, se han tomado multiplicados recaudos para la edición de los cursos de distintos filósofos del siglo XX. Quedémonos con el caso de los cursos de Michel Foucault en el Collège de France. No es inoportuno recordar que Foucault no deseaba, según su testamento, esa publicación (a pesar de que, por supuesto, han surgido los testimonios que pretenden matizar las voluntades para legitimar la práctica). Como sea, los cursos han sido editados en su totalidad. Más aún, es razonable sostener que quien los lea junto con los eruditos aparatos críticos con los que han sido enriquecidos podría, con toda justicia, señalar que su saber aprendido es superior al de cualquier asistente presencial a esos cursos ahora editados. Si esto fuera cierto, ¿por qué no admitir, entonces, que alguien rinda un examen sobre dichos contenidos y le sean aprobados esos cursos dictados por el propio Foucault? Quizá el futuro próximo otorgue una anuencia a dicha posibilidad al transformar esos cursos en tutoriales post-mortem o avant la lettre (como se prefiera). Si hasta ahora un escenario semejante resultaba impensable es porque se asumía que todo curso debía darse en una doble presencia: la del cuerpo vivo del profesor y la del cuerpo vivo del alumno en el espacio físico del aula material. Por esta razón, quien hubiese asistido a esos cursos mientras Foucault estaba vivo, estaría en condiciones de reclamar que fue testigo de una experiencia intransmisible en el texto y que lo aprendido no coincidía tanto con lo efectivamente enunciado por Foucault (y consignado hoy en los textos impresos) sino en la captación inmaterial de lo no dicho entre los cuerpos. En otras palabras: la experiencia inefable del acto de enunciación como instrucción y transmisión corporal de un saber incorpóreo e irreductible a la letra.
Esa experiencia, los Poderes quieren darla por obsoleta, incongrua y falsa. Se propone su inmediato reemplazo por la cibertecnificación de la instrucción. En ese contexto, cabe la siguiente pregunta: ¿qué es una universidad virtual bajo el estado de pandemia? Un conato de respuesta debería comenzar por admitir que, en el contexto actual, se torna explícito que la universidad, hasta ahora, era una ficción jurídica con un correlato indispensable en el agrupamiento material de los cuerpos. Sin embargo en el presente, con los edificios vacíos y con enseñantes y consumidores exiliados en el espacio del oikos, ¿qué resta de la universidad? La conclusión se impone: la universidad se reduce a un puro acto de conectividad cibernética en la reclusión del oikos. Se distingue de otras conectividades internéticas no tanto por la naturaleza de las informaciones transmitidas cuanto por la consagración jurídica de ciertos tutoriales específicos como parte de un programa sancionado legalmente como portador de un título válido para el ejercicio profesional. La pandemia logró que la universidad mundial pueda funcionar sin profesores, sin estudiantes, sin espacio físico. Pudo refugiarse en su aspecto mínimo trocando definitivamente su naturaleza humanística en puesta a disposición de información en las plataformas (ni siquiera propias de las universidades) que los estatutos universitarios reconocen como su legado comunicacional legítimo.
No se trata tanto, como podría creerse, de una indistinción entre la esfera pública y la privada. De hecho, el colapso de las ciudades tematizado por Emanuele Coccia, no debería hacernos pensar, sin embargo, en el ocaso del empleo laboral pues el homeworking implica una actividad aún mucho mayor y totalizadora (sin amparo jurídico ninguno) que el antiguo trabajo presencial. Más bien tiene lugar una paradoja lógica: el oikos es público en tanto y en cuanto es privadamente ejercido y es privado en tanto y en cuanto es públicamente puesto a disposición en las grabaciones de tutoriales consultables según una rigurosa se