I. ¿Hay que escribir sobre el Coronavirus?
Desde el desembarco del COVID-19 en humanos wuhaneses me pregunté varias veces a qué se debía tanta atención. La realidad es que al poco tiempo, al ingresar en Europa y asaltar luego a los Estados Unidos (es decir, al convertirse en un problema que atacó principalmente a los centros de poder más consolidados del mundo contemporáneo, al igual que a aquellas personas que habían viajado a tales centros), la pregunta encontró una primera respuesta. Sigo, sin embargo, preguntándome si es necesario, útil o significativo escribir algo alrededor del virus y sus circunstancias. Pero aquí estoy, con todos los reparos posibles, dando a esa duda esta forma textual.
El Coronavirus resaltó de manera más explícita (aumentó el contraste, en términos fotográficos) las inequidades y desenfrenos a los que el capitalismo en su versión neoliberal nos tiene acostumbrados y con los que (de un modo o de otro) nos adiestramos para convivir. No hace falta, por supuesto, mencionarlos; si alguien está leyendo estas líneas, los estará repasando mentalmente una vez más.
Como impulso, o tal vez incluso como reflejo, volvió a suceder algo que pasa cada vez que un tema asciende a la cima mediática de la opinión pública: masivamente se cedió al impulso de expresar lo que cada cual piensa sobre el tópico, desde los procedimientos para matar virus con jugo de limón y meditación hasta las teorías conspirativas más sofisticadas, desde los análisis que echan mano de las categorías que quienes los escriben usan en cada uno de sus textos a aquellos que buscan de alguna manera predecir el futuro y desde el reporte que cuenta sobre un hombre infectado que escupió a un extraño antes de morir [1] hasta aquel que difunde cómo un dirigente de derecha expresó sus deseos que el virus lleve a cabo una “limpieza étnica” [2]. Letras, frases, recetas, miradas moralistas, científicas, periodísticas y filosóficas, fórmulas económicas y políticas, tics y proyecciones. Todo junto.
Este mecanismo, tan usual en la era digital, trae como resultado algo que habré de denominar como efecto sigma (Σ). El comentario permanente, sobre todo el volcado de opiniones, en la esfera semipública de Internet hace evidente este efecto, es decir la sumatoria total de los elementos de un conjunto, que conforman una especie de universal abstracto hegeliano, o, dicho de otro modo, el cúmulo amontonado de lo que existe en una cierta dimensión, que incluye, por supuesto, a todas las contradicciones, tensiones y oposiciones que se dan entre las partes que lo conforman.
Frente a lo anterior, y ante la clara presencia del efecto sigma, mi impulso venía siendo el opuesto al descripto: no hay que escribir, sino leer, no hay que decir, sino escuchar. Al mismo tiempo, también me parecía importante usar estos tiempos de aislamiento físico global para tomar cierta distancia y reflexionar acerca de la escritura académica profesional en general, si tiene sentido, si alguien la lee o aprovecha, si es importante, etcétera. Son dudas que comparto con colegas hace tiempo, pero que ahora se han vuelto más evidentes gracias a la proliferación bibliográfica y a las circunstancias.
En ese sentido, si este texto sostuviera mi impulso inicial, podría ser leído como una extravagancia, una incongruencia. Escribir “no debemos escribir sobre el Coronavirus” es una contradicción flagrante, que toma la forma general de la paradoja, pero también es uno de los modos de la soberanía, que se trasvasa para afirmarse. Es un recurso que está habilitado por el lenguaje en su arista más potencial y creativa, que se inserta en una larga tradición de postulados del tipo “prohibido prohibir” o “sólo sé que no sé nada”.
Sucumbí, pese a todo, al flujo de la escritura por dos razones. En primer lugar, porque una llamada de Fabián Ludueña Romandini puede ser una experiencia infinitamente convincente. Si un filósofo de su talla piensa que es pertinente aún conjurar al virus desde una publicación colectiva, poco puede objetarse. Y en segundo lugar, por una reflexión aristotélica a la que considero que no se le ha prestado la atención necesaria.
En referencia a la segunda razón, en Política, 1259a aparece la siguiente anécdota de la vida de Tales de Mileto:
Como se le reprochaba, por su pobreza, lo inútil que era su amor a la sabiduría, cuentan que previendo, gracias a sus conocimientos de astronomía, que habría una buena cosecha de aceitunas cuando todavía era invierno, entregó fianzas con el poco dinero que tenía para arrendar todos los molinos de aceite de Mileto y de Quíos, alquilándolos por muy poco porque no tenía ningún competidor. Cuando llegó el momento oportuno, muchos los buscaban a la vez y apresuradamente y él los alquiló en las condiciones que quiso.
Para Aristóteles, la estrategia utilizada por el sabio para obtener dinero acaba por ser un disparador para afirmar la idea de que si bien los secretos de la renta económica son evidentemente accesibles para los filósofos, el fin de la filosofía no es otro que la contemplación.
Hoy parecería que sucede todo lo contrario. Los filósofos (que, en una traducción contextualizada, podrían ser todas las personas que se dedican a pensar o experimentar sin una búsqueda concreta de resultados) se ven en la encrucijada (no dicotómica, puesto que son posiciones polares en permanente movimiento) de vender su trabajo adecuándolo a los cánones institucionales y a las políticas cantonales de la mezquindad piramidal, o vender sus ideas desde plataformas que se apropian de cualquier forma de creación a partir de relaciones dispares y vínculos basados en el emprendedurismo o el freelancismo, esto es, en la lisa y llana explotación de quienes no tienen garantizado un ingreso suficiente de modo permanente.
Sin embargo, un rasgo común a todos los pánicos y crisis capitalistas ha sido la eclosión de su terror último: la imposibilidad de producir subjetividades uniformes, de hacer caber en una concepción de mundo al total de la población simultáneamente existente. Esto se debe, entre otras cosas, a que el capitalismo, entre otros sistemas, busca proscribir y eliminar cualquier reminiscencia de lo efímera que es la vida y lo certera que es la muerte. De modo que, en ausencia de un pensamiento poco condicionado y de una imaginación desplegada a recibir las resquebrajaduras de todo discurso (y de todo hecho), la muerte corre el riesgo de convertirse en pura efigie, en responsabilidad de los caídos o en un artefacto romantizado del que pueden, a su vez, sacarse beneficios para los vivos.
Por lo tanto, se impone llevar a cabo una inspección crítica de la realidad, que incluya la muerte como destino general de la humanidad y resalte que nos encontramos en un portal privilegiado para mirarla con mayor detenimiento. La perspectiva de la muerte empuja a la escritura e incluso puede dar lugar a imaginar formas de vida menos sufrientes.
II. Una imagen del COVID-19
¿Pero qué es lo que circula mayormente en los medios digitales (realmente los únicos que funcionan durante esta cuarentena universal) más allá de las recetas bio-morales, las instrucciones —en muchos casos infundadas—, las premoniciones y las críticas al “género humano” por no haber podido cultivar sistemas políticos coherentes con la vida en la Tierra? Lo que más circula es una serie de imágenes. Dentro de esa serie, hay un subconjunto (que pretende ser autoexplicativo) que busca mostrar qué es el SARS-CoV-2 representándolo como una esfera incrustada de espigas protéicas. Esta corona sin cabeza —pura corona protectora de un ARN potencialmente mortal— nos recuerda que la materialidad de la vida no está garantizada y que depende del equilibrio de una serie inabarcable de procesos que no se reducen a los individuos y de los que no podemos hacernos cargo conscientemente, ni mucho menos virtualmente.
No obstante, otras son las imágenes centrales en estos tiempos: los memes. Estas expresiones parecerían ser la forma privilegiada en la que esta generación puede enunciar (y enunciarse). Los memes proliferan muy rápidamente, con la capacidad de condensar sentido con una inverosímil economía recursiva y el poder de atravesar diversos estratos sociales. Además, al igual que los mitos clásicos, son dinámicos y anónimos. Los mitos son los lugares comunes de una cultura, los espacios simbólicos, comunicantes, que permiten la mediación entre distintos niveles de la realidad, síntomas del funcionamiento de una comunidad cultural y de la imposibilidad de la propiedad total que el horizonte actual busca (o venía buscando) producir.
Así, del mismo modo que se ha dado una transformación radical en el medio artístico a partir de la “democratización” de los medios de producción de obras digitales que, parafraseando a Boris Groys, hizo colapsar la dicotomía “artista-espectador”, la apertura hacia un ágora virtual abrió la puerta a la democratización de los medios de opinión, dispuso un régimen de vigilancia total y exigió a cada persona su establecimiento como imagen frente a sí misma y a las demás [3]. La opinología infinita de las redes, que mezcla conocimiento con impresiones, encuentra en los memes su cristalización perfecta, dada la velocidad de circulación y la permanente modificación a la que son sometidos por su público-productor.
Sin embargo, el mundo actual no posee la capacidad para explicar la naturaleza o alcance de la vida de manera total y satisfactoria (que no es que haga falta, pero es lo que pretende). La imagen del virus es una imagen incompleta, inacabada, que apela más a la voluntaria aceptación que a la persuasión por demostración. En ese sentido, la dinámica a la que nos enfrenta el COVID-19 es afín a aquella que fue planteada hace pocos meses (que ahora parecen siglos) con la comprobación de la existencia de un agujero negro. Los agujeros negros son entidades que fueron postuladas de manera teórica por Einstein y otros físicos, pero que no pueden ser “vistas”por el ojo humano ni sus extensiones. La foto que circuló por diferentes medios de divulgación no muestra en sí mismo al agujero negro (lo cual sería imposible) sino a la luz que lo rodea, como efecto de su existencia. El Coronavirus no nos habla a los seres humanos, es una entidad que fortuitamente convive a través de nuestros cuerpos en nuestras sociedades. Tal vez por eso, en tanto que fenómeno social (y particularmente por no caber en las definiciones tradicionales de vida) sus efectos son más perceptibles a través de las mediaciones que realmente“visibles”.
Las diversas reacciones a esta pandemia han logrado, eso sí, un hecho absolutamente inédito en la historia, que es la creación simultánea en todos los puntos del globo terráqueo de una imagen (no visual) de la amenaza contra la humanidad contemporánea. Pero esta imagen no se define ni puede resolverse con el conocimiento que la biología pueda tener sobre el virus, ni sobre la historia de su generación y aparición. Es una imagen mental que circula y expresa la posibilidad del fin de un modo de vida y cuestiona hasta el extremo la posibilidad de compartir el espacio con los potenciales asesinos (la vecina de al lado que no usa barbijo, el hijo del comerciante, etcétera). La imposible imagen del Coronavirus (o la imposibilidad de hacerla evidente) nos recuerda que la muerte del Hombre blanco es posible.
III. Regreso de la imagen a la letra
En las primeras líneas de este apunte me preguntaba si hace falta (aún) escribir algo alrededor del Coronavirus. En seguida advertí que la comunicación más extendida en la actualidad pasa por un tipo de imagen que combina tasas altísimas de efectividad y circulación con un inmenso nivel de consumibilidad y rápido descarte. Esa imagen no es privativa del virus, sino que involucra a toda la comunicación (analógica y virtual) de nuestros tiempos, e incluso a las nuevas conformaciones corporales[4] que, a fin de cuentas, sirven de soportes para las infecciones y enfermedades. La palabra, tan desacreditada hoy, es aún una herramienta que nos habilita a comunicar ideas complejas, mediadas por la posibilidad de imaginar con calma y profundizar en contubernios abstractos, más allá del binarismo errático del “me gusta” versus “lo detesto” al que estamos sometidos de forma más o menos constante en la actualidad.
El COVID-19 develó un vínculo entre ese tipo de imágenes pobres (usando un término de Hito Steyerl [5]) y la comodidad del gobierno algorítmico de los cuerpos, un gobierno que tiene entre sus fundamentos a la falta de argumentos contundentes (debida esencialmente al sensible descenso del nivel cultural y educativo de las poblaciones) y a la perpetua yuxtaposición típica del scrolling. Como resultado, nos encontramos ante la falta de una imagen compartida, o al menos transversalmente comprensible, del virus, de sus posibles consecuencias y de las acciones que podrían tomarse para salir de su influencia mortal lo mejor posible. Entonces escribimos.
Reactivación del texto, 5 de octubre de 2020
En la primera parte de este texto (pensada como única al momento de su escritura), planteaba la idea de llamar efecto sigma a la suma total de los elementos de algún tipo que se dan en una cierta dimensión, incluyendo las contradicciones, tensiones y oposiciones existentes entre sus componentes. Específicamente, me refería a los textos surgidos a raíz de la pandemia en el universo digital, pero la categoría resiste un uso general para cualquier situación en la que una serie de elementos individuales conforman un conjunto con características propias. Además, me preocupaba por la saturación por superproducción de imágenespobres que son scrolleadas incansablemente en las redes sociales y plataformas digitales.
Hacerse un cuadro concreto del funcionamiento de la llamada inteligencia artificial y la big data en el contexto tardocapitalista no es sencillo, entre otras cosas, porque estamos dentro de esa atmósfera hace unas pocas décadas y porque recién en los últimos años comenzaron a volverse manifiestos algunos de sus mecanismos. Lo que parece ya demostrado es que hay una inmensa maquinaria ingenieril detrás de la aparente seducción natural que ejerce la virtualidad sobre la vida contemporánea, que se vio exacerbada hasta el paroxismo gracias a la reducida movilidad de los cuerpos que las cuarentenas estatales propusieron, con mayor o menor dureza y justificación en cada caso. En esta misma bitácora hay sobradas observaciones sobre algunos de los aspectos más relevantes que fueron modificados y virtualizados a lo largo de este 2020.
Quisiera, entonces, realizar un breve comentario, coda, o actualización de lo antedicho haciendo foco en un punto muy concreto que sirve como muestra privilegiada de los nuevos tiempos en los que hemos comenzado a vivir. El punto en cuestión se encuentra atravesado por las prácticas que llamamos universidad, vida pública, vida privada y digitalización. Hasta hace muy poco tiempo, lo que conocíamos como “vida académica” suponía una serie de actividades signadas por la necesidad (que a la vez era una posibilidad) de crear una persona, un personaje público que daba clases, evaluaba tesis, participaba de encuentros científicos y presentaba escritos propios y ajenos frente a diferentes audiencias. Esa persona, esa máscara, era virtual, pero se encontraba sostenida y mezclada con nuestros cuerpos, con todos los límites, carencias y potencias que eso conlleva. Hoy, esa figura está en franca mutación hacia un cuerpo digital cuya configuración trae nuevas complejidades de todo tipo, de entre las cuales quisiera llamar la atención sobre una de ellas, que vincula la experiencia académica con una religiosidad enmarcada por (y emparentada con) el culto capitalista de Benjamin o la religión del dinero de Agamben, pues busco pensar ante quién nos arrodillamos en el presente. Por supuesto, esto es absolutamente simplificador, dado que cada época moviliza incontables variables interconectadas; por ejemplo, el amor al dios cristiano que redundó en el poder de la Iglesia católica dio también esperanzas y creó subjetividades, del mismo modo que la razón burguesa imperialista fue la artífice de grandes avances en términos de salud y comunicación a nivel global.
En la actualidad, la recopilación de datos es una nueva acumulación originaria. Esto se indicó varias veces figurativamente, pero el salto cualitativo ya se ha dado y hoy estamos frente a una economía digital bastante consolidada que concentra en muy pocos actores “privados” una descomunal cantidad de ganancias. El nudo nebuloso de esta economía (que ya lleva más de veinte años de desarrollo —o más aun si tomamos en cuenta las acciones del sistema bancario—, pero que se ha solidificado sensiblemente a partir de la crisis del año 2008 y de la masiva utilización de los smartphones) es que las pocas empresas que la dominan (vinculadas tan fuerte como contradictoriamente con China y Estados Unidos) llevan acumulada una cantidad tal de datos que es casi imposible para cualquier otro operador interesado en competir poder llegar a ponerse a la par de ellas. Esto hace que una ínfima cantidad de seres humanos tengan la posibilidad hacer uso de una visión algorítmica, total e instantánea de las poblaciones, en torno de la cual parecen estar cooperando y compitiendo los mayores poderes globales. Parte de los datos que reciben es entregada voluntaria y conscientemente por quienes usan las plataformas más populares, aunque la enorme mayoría corresponde a información que casi nadie sabe que está siendo utilizada. Para los algoritmos extractivos es relevante cada gesto, la elección de cada término, los milisegundos que separan una palabra o acto del siguiente, etcétera. Todo eso es utilizado, primariamente, para generar publicidad híper focalizada que se ajusta más y más a las circunstancias de quienes la reciben. Pero también hay en venta fórmulas y métodos de gestión de la vida, que empresas como Google desarrollan basadas en toda la experiencia que recolectan en tiempo real y que se retroalimenta cuando es comprada por ayuntamientos, Estados, asociaciones y otras organizaciones públicas o privadas que reciben con asombro y felicidad la eficacia de esos productos. Los servicios mercantilizados son eficaces, básicamente, por dos razones: la lectura veloz de “lo que está pasando” en muchos lugares simultáneamente y la capacidad de sugerir, conducir o directamente manipular las conductas a través de dispositivos aún casi imperceptibles.
La cibernética se había desarrollado en torno de un dogma según el cual, a mayor cantidad de datos disponibles, mejores serán sus efectos algorítmicos para la sociedad o la humanidad (según el nivel de megalomanía) en su conjunto. Por esa razón, parte de las inversiones de sus impulsores tenían (y tienen) como fin una inducción extrema hacia la incorporación de la mayor cantidad de personas y de actividades a lo digital. Aunque existen ciertas micro resistencias, pues ocurre que (como ya mencionaba tangencialmente en la primera parte de este escrito), dada la extrema superposición de opciones, quienes usan sus computadoras y smatphones de un cierto modo tienden a perpetuarlo inercialmente (atender determinadas aplicaciones en determinado orden y eludir el resto de los estímulos). Pero al mismo tiempo, se genera un efecto similar al del zapping televisivo, que consiste en escapar muy rápidamente de cualquier cosa que disguste o aburra al “público” que “consume” el “contenido”, sea este publicitario, informativo o académico.
Esta constelación de cuestiones también se potenció durante la pandemia de COVID-19, especialmente a través de la necesidad de continuar, casi a cualquier precio, con las actividades dignas de la vida educativa, desde las clases a los congresos, pasando por todo lo demás. Es cierto que hay una dosis no menor de libido volcada a la oralidad, el intercambio y la transmisión de “conocimientos” y que en algunos casos es trascendental hacer de cuenta que la vida continuará con una cierta previsibilidad. También es preciso el contacto humano, aunque sea a través de interfaces electrónicas. Pero no es menos real el hecho de que hay quienes se benefician de estas penosas circunstancias.
El impartir clases, conferencias, defensas de tesis y el resto de las actividades académicas desde casa, al menos del modo torpe y acelerado en el que lo estamos practicando, reúne lo peor de las tradiciones educativas. Hasta el momento, la humanidad había conocido dos formas generales de compartir el saber, una cerrada y una abierta. La primera se basaba en la fuerte implicación afectiva y corporal entre quienes conformaban una “escuela” (los pitagóricos, los epicúreos, los apóstoles, los miembros de Acéphale, algunas líneas psicoanalíticas, etcétera) en conjunto con la circulación privada de documentos y fórmulas esotéricas entre un grupo de elegidos, diferentes de los textos exotéricos para el público general (muchas veces enigmáticos o encriptados). La otra forma, más típica de la Modernidad representativa y parlamentaria, restringió el elemento secreto a cambio de una llegada potencialmente universal del saber a cada integrante de una comunidad territorial o lingüística. En este caso, los arcanos del mundo tienen una revelación mucho más intrincada, pero en reemplazo se conserva un cierto control del tiempo y el espacio personal, muy útil en esta época centrada en el individuo.
Pues bien, la síntesis digital actual nos implica en nuestra intimidad pero no nos estimula en el conocimiento profundo de los portentos de la existencia. Opuestamente, mientras que nos exige una desnudez inusitada (la casa del decano tiene puertas de madera, la biblioteca de la profesora llega hasta el techo, la secretaria académica escribió una frase de Neruda en su pared, el auxiliar puso una guirnalda de flores, aquel docente da clases desde su cama, ese otro toma agua en copa de vino, aquella tiene un gato atigrado, esta alumna duerme en la misma habitación que su hermano…), no alcanza ni parece buscar un nivel de afectación espiritual que permita una real apertura a la generación y reproducción colectiva de cultura, saberes o capacidades.
Adicionalmente, la sistemática grabación y potencial reproducción de todas las actividades académicas es un paso aterrador hacia el control total de la vida corporal en nombre de un mesiánico mejoramiento armónico del futuro humano (o no humano) del mundo. Por un lado, nos otorga la posibilidad de recibir y revisar un número inmenso de clases e ideas, aunque a la vez nos enfrenta al peligro (acaso lejano en Argentina, pero muy concreto en otras naciones) de un barrido metódico y constante de las posiciones ideológicas de las personas puntuales (con sus consecuentes ascensos y caídas, en relación a los poderes de turno). Pero sobre todo, remite los datos de nuestro último resguardo (la casa, quien la tiene, o el sitio desde el cual nos conectamos), de nuestros gustos estéticos más íntimos y, en fin, de una persona distinta de la pública, de una máscara que no conformamos para la vida académica y que se cuela ahora por las rendijas de las cámaras digitales. La estimulante fantasía de imaginar los espacios privados de las personas públicas se choca hoy con la triste realidad de los monoambientes, el gusto mediocre y las híper reiteradas hileras de libros sobre estantes más o menos ordenados. Todo eso es actualmente absorbido y clasificado en una maquinaria infinitamente más eficaz que el panóptico, que trabaja en tiempo real y en todas las latitudes en simultáneo, que podrá sacar sus correlaciones y consecuentes sugerencias para aprovechar mejor nuestra facultad de darle más poder a los más poderosos.
Asimismo, la permanente presencia de lecciones, charlas y seminarios en línea nos enfrenta, tarde o temprano, al juicio ajeno (es decir, propio a través de la cámara-espejo de los dispositivos que nos graban y comparten nuestras acciones), a la lucha contra el scrolling y al potencial consumo de herramientas de mejoramiento digital de la imagen.
Como sea, la intención aquí no es inquietarse por las elecciones de cada cual (eso lo dejo para mi fuero íntimo), sino prestar atención a otro de los efectos del culto digital que estamos erigiendo mansamente y sin descanso. Ojalá que exista alguna posibilidad de utilizar las tecnologías para potenciar nuestras capacidades. Sin embargo, con el nivel de concentración, acumulación y descuido de quienes hoy las poseen, una solución abierta y floreciente parece estar por el momento vedada.
Notas:
[3] Sobre este punto, es central la serie de textos de Boris Groys que reúne el volumen Going Public (Sternberg Press, Berlín – Nueva York, 2010 / Volverse público, Caja negra, Buenos Aires, 2014). Asimismo, la colección CAEZ de esta misma editorial, se propone explorar las aristas estéticas y artísticas surgidas de tal mutación subjetiva.
[4] Sobre este punto hay un brillante trabajo de Turquesa Topper, de pronta aparición, que pone de manifiesto los impactos de la moda en las configuraciones de los cuerpos humanos.
[5] The Wretched of the Screen, SternbergPress, Berlín, 2012 / Los condenados de la pantalla, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.
Hernán Gabriel Borisonik
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