Lo conocido es finito. Lo desconocido infinito.
Desde el punto de vista intelectual estamos en una pequeña isla
en medio de un océano ilimitable de inexplicabilidad.
T. H. Huxley. (1825-1895)
Existe un pasaje bíblico, uno de los milagros de Jesús, conocido como “La tempestad calmada” (Mt 8:23-27; Mc 4:35-41; Lc 8:22-25). En él se dice que estando de paseo en barca con sus discípulos Jesús dormía cuando el viento y el agua comenzaron a agitarse a tal punto de estar en peligro de hundirse. Los discípulos, nerviosos y llenos de temor, le despertaron advirtiéndole del peligro. Entonces Jesús se levantó ordenando al oleaje que parara y el agua quedó en calma. Al ver a sus discípulos les preguntó: “¿Por qué tienen miedo? ¿Dónde quedó su fe?”.
Traigo a colación este pasaje por el sentido que encuentro en el asombro contenido en las preguntas de Jesús a sus discípulos. Quizá les reprende por la falta de fe en la magnificencia y poder divinos o bien, por su desconfianza en la vida eterna. Sin embargo, mirando desde la óptica de un no creyente, me aventuro a decir que el desconcierto de Jesús pone la mira en un punto elemental –y por elemental me refiero a un punto simple, sencillo, básico, a la vez que obvio, primario–: al hecho realista de que todos moriremos, sí o sí, por las circunstancias o contrariedades propias de la vida. ¿Acaso no es la muerte, nuestra expiración, el destino de todo y de todos? ¿Acaso no todo perece por las particularidades y condiciones inherentes a la vida? Todo esto, si lo miramos desde el campo de la racionalidad característica del ser humano, vemos que el punto es: ¿por qué tú, ser consciente, vacilas y te atemorizas así ante lo ya sabido por ti como ineludible?
Lo que deseo poner de relieve a lo largo de este texto es el poder arrasador que tiene en nosotros los humanos la falta de certeza y lo inexplicable. El temor a la muerte en realidad es el temor a nuestro desconocimiento: ¿qué pasará conmigo?, ¿cómo es y cómo se siente el fin total? Y preguntas más profundas sobre la cualidad del alma, la existencia de lo divino, el poder de nuestro cuerpo, el alcance o prolongación de la conciencia y nuestro desconocimiento sobre la variedad de dimensiones energéticas existentes, etc.
Lo curioso es que andamos a ciegas casi ininterrumpidamente, es decir, no sólo en uno de los mayores ámbitos desconocidos para el ser humano como lo es la muerte, sino que, desde siempre, navegamos con nuestro conocimiento limitado en el mar infinito de lo desconocido, tal como advierte el biólogo Huxley en la cita que encabeza este texto. O, en este mismo sentido, también viene a mi mente Demócrito de Abdera quien dijo preferir comprender al menos una sola causa que llegar a ser el rey de Persia… Y, es verdad, los seres humanos tenemos el fabuloso poder de la conciencia. Sin embargo, llama la atención que incluso sabiendo el hecho innegable de la vastedad de los fenómenos que constituyen la misma conciencia humana, el cuerpo, la vida, el cosmos, el cielo y la naturaleza con las formas diversas, maravillosas y extrañas que siguen y siguen en evolución configurando la inmensidad del universo de lo cognoscible, siendo ello causa y hecho en sí mismo de lo ilimitado e inabarcable que es el campo de la sabiduría –aún teniendo conciencia de ello– los humanos creemos y nos movemos en la ilusión de la certeza, de la objetividad, de lo estable, de lo seguro, de lo predecible: la visión limitada y aparente del control, de ‘tener todo bajo control’.
Nuestra capacidad racional es analítica. El pensamiento es por sí disgregador: distingue y separa. Quiere efectividad, claridad, certeza. Pero, ¿acaso es posible afirmar que habitamos y experimentamos un mundo simple?, ¿acaso los fenómenos y sucesos en el mundo y en la conciencia son evidentes, accesibles, inteligibles, nítidos, fáciles de discernir? Ambigüedad, dudas, confusión, imprecisiones, malentendidos, malinterpretaciones… Están ahí, presentes todo el tiempo. Y, hablamos de principios naturales, no de individuos (aunque la acción se particularice en individuos concretos). Hablamos de complejidad, de lo inexplicable, del desequilibrio, de lo incierto, de la fractura, de la irresolución, de lo indeterminado, de lo eventual, de lo no comprobable, lo no-controlable. Porque la claridad de los fenómenos y el control sobre ellos es, en el todo, un “hechizo” de la mente. Así sucede aun en sistemas completamente determinados donde un mínimo cambio en las condiciones los torna ya inciertos e impredecibles, aquello que intenta estudiar la teoría del caos.
El cosmos, tradicional y etimológicamente identificado con “el gran orden”, si lo es, no lo es para nada en el sentido que pretendemos, en ese sentido sistémico donde confluyen un mar de disposiciones organizadas, estructuradas y controladas. Esa es una imagen o pretensión de nuestra mente racional –limitada y analítica– una imagen que persigue y de la que parece que difícilmente pueda escapar. A este respecto, el físico italiano Guido Tonelli (uno de los investigadores del Bosón de Higgs) [i] expresa por qué la idea del cosmos como un todo ordenado es una concepción que habría ya que abandonar: en el universo caos y orden están estrechamente entrelazados de tal modo que por debajo de la apariencia del orden cósmico el caos siempre está trabajando. Y, en este sentido, vivimos bajo la ilusión del orden. O, en otros términos, el orden (mental) es un orden ilusorio, alejado del ‘gran’ orden natural, real, universal, cósmico. Porque el orden cósmico, si lo es, necesariamente es e incluye complejidad, inexplicabilidad, desequilibrio, variabilidad, contrariedad, multidimensionalidad, inefabilidad… Y, ¿por qué? Porque el cosmos lo es todo. Pues, ¿qué está separado?, ¿qué fenómeno o circunstancia no es universo?
Sólo la mente separa. La totalidad no es excluyente. No puede serlo. En ella todo ‘cabe’. El orden cósmico lo es porque integra, comprende, contiene, implica vacío, contrariedad, lío, quiebre, interrupción, desorganización, ambigüedad, aleatoriedad, ruptura, oposición, discontinuidad, catástrofe, colapso: caos. Y decimos ‘sí’, ‘es cierto’. Pero allá, en el fondo mental, no se asume. No se asume ni en la práctica de quehaceres diarios ni en modos de pensar cotidianos ni de acción ni de investigación. Y, decimos, “bueno, está bien así: ¡el mundo funciona!”. Sin embargo, para las leyes del universo (de la totalidad, de la presencia de contrarios), la unilateralidad es, por sí misma, disfuncional. Sistemas parciales y sistemas excluyentes (ya sean económicos, religiosos, monetarios, sociales, raciales, médicos…). Por ejemplo, señalando un caso actual, es lo que ocurre con el sistema ‘patriarcal’. El cual nace de la consideración del principio masculino como única fuerza o energía existente, operante y vital. Una visión tan extendida en el tiempo y tan sumergida ya en el pensamiento imposible siquiera de divisar para mucho/as por lo imbuido que está y, por ello, ofusca. Pero, además, mutila –real y literalmente en muchas ocasiones– mutila porque es excluyente, unidireccional. Más que olvidarse, ha eliminado a su igual, a su pareja antagónica: la potencia femenina. (Y, recordemos que hablamos de principios naturales, no de género, no de individuos. Pero, como decimos, el pensamiento en acción se particulariza en individuos concretos y, precisamente por ello, andamos tanto mujeres como hombres en el total desconocimiento de que en nuestro interior habitan ambos principios de acción –masculino y femenino– y en el desinterés o incompetencia de observar y reconocer en qué medida cada uno/a de nosotro/as va con su masculino enfermo y en qué medida ha mutilado de sí la presencia de su potencia femenina: el poder de la fluidez, de la conexión, de lo desconocido; el poder de lo interior, de lo sutil, de la espera, del silencio; el poder de la lobreguez, de lo caótico, del morir, del resurgir; el poder de lo íntimo, de lo posible, de nuestra fertilidad, del cuidado; el poder de nuestra vulnerabilidad abierta, de lo intuitivo, de ser pasivo, de lo delicado; el poder del soltar. Mirar cada una/o lo que juzga y siente simple y solamente por leer estas cualidades). Y entonces, sucede la mutilación, la exclusión del activo femenino en el hacer, en el pensar, en el estar. El principio masculino se ha amputado a sí mismo por ignorar lo que garantiza su esplendor. Y va así extendiéndose cualitativamente por doquier descompensado, enfermo, disfuncional al olvidarse de la interacción vital con su verdad antagónica pero necesariamente compensatoria, la cual, por el peso que ejerce como su fuerza natural opuesta, lo equilibra. Y lo hace, precisamente, porque no funciona como él. Son contrarios. Y, por contrarios, compensatorios.
Para concluir y cerrar con este ejemplo, el objetivo es señalar que sistemas excluyentes como lo es el patriarcado nacen precisamente del uso de la razón inequívoca, de la razón cierta, irrefutable, ineludible. De la rigidez y de la acción limitante de valorar y juzgar que un solo camino es el correcto. Solo una visión. La cerrazón de lo unidireccional. Y el origen de este pensamiento reside en la razón que descompone en partes, que particulariza y segrega en pos de la objetividad, la exactitud, solidez, de lo (mentalmente) seguro y congruente, de la búsqueda estricta de lo previsible, de lo firme y sólido, de lo supuestamente perfecto por imperturbable.
Por eso, poseen relevancia propuestas que buscan poner en “jaque” a la razón lógica y que apuntan hacia una mirada no sesgada de la realidad, la cual, en sí misma, incluye por igual ambas caras de la moneda, la correlación y correspondencia de lo contrario y antagónico en el tejido intrincado de lo real. Es el caso del pensamiento complejo del filósofo Edgar Morin, quien ha insistido en que nuestro exceso de racionalización peca de simplificación y fragmentación, lo que al final nos conduce al despropósito y desatino de la reducción y cerrazón del conocimiento, a dogmatizarlo: a permanecer en sistemas cerrados, en aras de lo predecible y medible, de la claridad y la congruencia. Hecho que nos ciñe al perfecto sistema lógico organizado pero que, irremediablemente, nos aleja del entramado complejo y eventual de la realidad. Por ejemplo, reduciendo el estudio de la vida al plano biológico; lo humano a nuestra materialidad (anatómica, biológica, funciones psíquicas); o nuestra salud al campo bio-químico funcional; etc.
Porque sistemas abiertos se tachan de dispersos, de no concluyentes, de no confiables, no “científicos”. Como si el devenir y la vida lo fueran. Como si de verdad pudiésemos sostener que podemos conocer en completitud y exactitud los seres y las cosas. Es la soberbia de la razón “todopoderosa”, la que todo sabe y todo controla. Aquella de la que, por cierto, los discursos políticos de cualesquiera índole, están repletos. Es su característica singular: sostener una sola cara de la moneda locuazmente aseverada. Y, por ello, al final, se vuelve una farsa. Insostenible. Lo curioso –por no decir ridículo– es que la noria discursiva vuelve a comenzar, así, una y otra y otra vez… Vivimos en la feria. ¿Por qué? Porque en el trasfondo mental colectivo, cada uno/a de nosotra/os sostenemos esta dinámica “racional” de manera individual: en el discurso, en las acciones, en las opiniones, en la creación, en las interrelaciones e ideas. Visiones parciales, sesgadas, unidireccionales. Al nivel que cada cual esté dispuesto a observarse digna y honestamente para reconocerlo. Farsas políticas se mantienen –local y globalmente por igual– porque en el nivel individual elemental, cada uno/a de nosotro/as las mantenemos constantemente también.
Por ello, se trata de reconocer y dialogar no solo con la razón inequívoca, sino con la equívoca también. Hacer espacio a lo efímero, lo impalpable, lo inconsistente, lo incierto, lo ambiguo, lo impreciso, lo caótico: de la vida, de cada uno/a. Es una posición de apertura a la irresolución, al desequilibrio, a lo inexplicable, a la veleidad. Un camino que apunta a la razón compleja, mejor multiversa: porque se abre a los mundos de la posibilidad, de la subjetividad, de la afectividad, del enigma, de lo difuso, de lo desconocido, de lo oscuro y de lo inefable. Ya que todo ello, lo no-controlable, lo incierto, la duda, la contrariedad jamás desaparecen del acaecer y del entramado de lo real, ni de nosotro/as mismo/as. Es la mirada del pensamiento complejo de Morin que, precisamente, advierte la necesidad de integrar ambos aspectos, ambas realidades, ambas caras de la moneda: mirar la tormenta en la calma y la calma de la tormenta. Aceptar, vivir y pensar la realidad como lo imprevista que es: mirar la permanencia del cambio, o bien, el cambio como realidad permanente. Y sí, si nos resuenan ópticas originarias como las antiguas griegas, bienvenidas sean. O quizá, tradiciones orientales más lejanas a nuestra formas de pensar y actuar, pero sumamente reveladoras, o mejor, desveladoras.
Es el caso, por ejemplo, de la enseñanza Zen y su invitación a la práctica de la no-mente / mushin no sin /: mente sin mente, o bien, la mente que no sabe. El cultivo de la mente que no sabe no es ni de cerca una alabanza a la ignorancia. Pues la ignorancia no es un no-saber. Por el contrario, ser ignorante significa que sabemos algo, pero lo que sabemos es erróneo y, peor aún, que insistimos en sostenerlo y actuar en consecuencia. Por eso la necedad es compinche de la ignorancia.
Por el sentido de su práctica, el Zen podría considerarse, de hecho, una anti-filosofía, pues se aleja del uso de la razón en su tendencia discursiva y, por lo tanto, se aleja del acto de diferenciar, determinar y discriminar que caracterizan al raciocinio. Pues, ya hemos dicho, la razón segrega. Al analizar, separa y, al hacerlo, se fija y se rigidiza: al poner la mira en su selección, nubla, ignora, desatiende lo que no permanece en la claridad de su preferencia. Y esto el Zen lo sabe, que (paradójicamente) el uso de la razón estrecha nuestra visión (es parte, por ejemplo, del sentido del uso de los koan). [ii] Por ello, el cultivo de la no-mente es la práctica de no distinguir, no favorecer, no permanecer, no detenerse, es decir, mantener el flujo, la no-fijeza, sino la flexibilidad, la soltura que brinda la apertura y la disposición al suceder tal como es. Es aquello a lo que aspira también el buen guerrero a través de su práctica y disciplina marcial: integrar en su arte la mente del principiante, observarlo todo como si fuera la primera vez, manteniéndose totalmente abierto a la experiencia. La práctica de este estado mental conduce hacia la conciencia del todo. Adoptando un estado de enfoque, sí, pero abierto y dispuesto en la percepción de lo que acontece aquí y ahora, de la totalidad, sin fijación, sino con presencia y atención al continuo del todo sucediendo. Porque en ningún momento nada es definitivo, siempre puede ocurrir algún cambio, algo inesperado. Y esta es la gran enseñanza del cultivo de la no-mente, y lo que hace que en el combate los movimientos del guerrero se vuelvan así, no controlados, sino fluidos, ligeros, resueltos y precisos.
La invitación está en permitir que todo aparezca tal como es: sin nuestros órdenes preestablecidos. Porque nos movemos prejuiciados, atados a un pensamiento, mirada o respuesta habitual. A la unilateralidad. Y nos creemos libres, cuando en realidad estamos sujetos a un enfoque estrecho, invariable. A un modo de hacer único, a un modo de pensar único. La mentalidad del no-saber presenta y abre el abanico de posibilidades, nos aleja de miradas automáticas y de reactividad. Nos dirige hacia una acción más rica, con mayor espacio a la libertad, a la creatividad, a la conciencia autónoma. Desprogramando nuestro hacer y pensar. Haciendo de nuestras acciones fértiles, nuevas, auténticas, alineadas con lo que ocurre aquí y ahora. Esta desprogramación nos conduce, necesariamente, a una mirada íntima: a mirar, a observar con pausa y atención nuestro pensar, nuestro actuar, nuestro sentir. Y entonces parar. ¿Podrías mirarte como si fuera la primera vez? ¿Desvincularte apaciblemente de tu historia? ¿Pausar la narrativa que sostienes sobre ti cotidianamente realimentando una y otra vez de manera idéntica y mecánica tu diálogo interior y tu hacer? ¿Podrías vaciarte de esa mirada permitiendo que todo aparezca tal y como es, despojándote de tu programación? ¿Podrías permitir tu propio aparecer? ¿Que aparezcas tal y como eres a la luz de la mirada del guerrero con la conciencia de tu totalidad?
Nos creemos que somos un solo aspecto de nosotros mismos. Nos hacemos unilaterales. Para encajar todo el tiempo con aquello que nos contamos una y otra vez sobre quiénes supuestamente somos. Y nos esforzamos diariamente (ya sin percatarlo) por mantenerlo y hacer que encaje siempre con la mirada que el “afuera” tiene de nosotros. Si nos conociéramos realmente, si fuésemos “nuevos” cada momento, cada vez, veríamos que somos el mundo de los contrarios. No de papeles y personalidades fijas, inamovibles. Sino “seres contrarios”… ¡qué golpe para la mente pensarse así! Y se resiste. Nos resistimos. Porque para la mente ‘ser contrario’ significa ambivalencia, descontrol, desequilibrio, irregularidad, caos. Y, como dice Morin, mandamos y demandamos a la razón que disipe las dudas, las contrariedades, la ofuscación, la confusión. Sin embargo, esa energía exacerbada u obstinada en disiparlas, sería mejor usarse para aprender a quedarse con ellas, para reconocerlas e integrarlas. Porque es ahí, en nuestros aspectos opuestos, donde habita nuestra riqueza. El viaje es reconocer nuestras polaridades, muchas veces invisibles a nuestros ojos, pero no por ello inexistentes. Porque cuando damos luz, conciencia y presencia sólo a una cara, la otra siempre permanece oculta, latente, presente pero sin manifestarse ni exteriorizarse hasta hacerlo, ahora sí, de manera caótica e inesperada. Y así vivimos siendo esclavos también de nosotros mismos. De no salirnos del papel programado. Vivimos así sin saberlo siquiera, sin percatarnos de que existe una escisión interna de nuestras cualidades acalladas: pues en mi constante ser solidario, niego-sin mirar- mi ser egoísta y viceversa. O, moviéndome por la vida con arrogancia y altanería ocultando ante mí y los otros mi humildad, mi sencillez, lo único que hago es denegar de mi ser simple. Y así, vamos con una personalidad negada, en ignorancia completa de nuestra completitud. Pero si admitimos y reconocemos ambos polos extremos latentes dentro nuestro por igual y permitimos su integración viva, entonces, nuestros recursos se amplían: nos desprendemos de la fijeza y rigidez, podemos movernos con fluidez, con sutileza o sagacidad eligiendo libremente la respuesta hacia uno y otro extremo, oscilando cada vez frente a lo que la vida nos trae. Y por ello es útil la diferenciación: porque los polos se diferencian para integrarlos. Lo que me recuerda a Heráclito, la mirada de la sabiduría griega antigua: ‘lo que está en nosotros es siempre uno y lo mismo: vida y muerte, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo. Por el cambio esto es aquello y de nuevo, por el cambio, aquello es esto’. (Fr. 88).
Trayendo a colación nuestra cita inicial y adoptándola desde esta óptica, merece la pena tener presente que aquello que conocemos sobre nosotros mismos es finito. Lo desconocido de nosotros es infinito. Al integrar nuestros opuestos de manera viva nuestros actos se vuelven imprevisibles, sí, porque se alejan de nuestro ser programado pero, no por ello, son descontrolados, en realidad se vuelven genuinos: consecuentes a nuestra totalidad y en atención al presente mutable. Y se trata, como la del guerrero, de una disciplina, de un arte. Quedarnos con un aspecto de nuestra personalidad es vivir con una máscara, con un personaje. Sin embargo, y para ir cerrando con el mismo tema que inicié: ¿qué ocurre ante la cercanía de la muerte? ¿Qué queda de ti cuando vas perdiendo tu capacidad de habla? ¿Qué queda de ti cuando ya no puedes razonar con claridad, ni decidir, ni valerte por ti mismo? ¿Qué queda de ti cuando por falta de fuerzas y de conciencia tu personaje es imposible de sostener frente a otros, frente a ti…? ¿Qué queda de ti en la agonía?
Aquellos que acompañan a los que están por morir, dicen que en el periodo de transición entre la vida y la muerte las capas de identificación ‘propias’ de la persona se van cayendo una a una, parece que de manera irremediable. Es como si ante la muerte nuestras caretas perdieran todo sentido y llegáramos así, inermes, para al fin entrar en contacto con aquello que siempre hemos sido, pero que, a lo largo de nuestra vida, no aceptamos. En el proceso de transición nos acercamos a eso que en verdad somos. Y quizá por ello el momento de la muerte es una transformación: una vuelta a ser lo que se era, lo que siempre se ha sido. Pero negado.
Mi reflexión expuesta aquí sobre la presencia del caos, la inclusión de lo inexplicable, sobre el pensamiento complejo, la mente sin mente y la integración de nuestros polos opuestos es quizá una exhortación a animarnos a vivir nuestra muerte más próxima a nuestro cotidiano. ¿Por qué abandonamos la oportunidad de experimentarnos y reconocernos como lo que realmente somos para sentirlo por simple rendición y momentáneamente sólo hasta el final de la vida… cuando ya no hay vida? Traer conciencia sobre el momento de nuestra transición de la vida hacia la muerte quizá nos ofrezca poder disfrutar y aprender de una buena muerte en la cotidianidad de nuestra vida permitiéndonos experimentar con mayor frecuencia y fluidez la totalidad de lo que ya somos.
“Hay una forma de saber tu casa y es la misma forma de saber tu patria;
hay una forma de saber tu patria y es la misma forma de saber el mundo;
hay una forma de saber el mundo y es la misma forma de saber el cosmos;
hay una forma de saber el cosmos y es la misma forma de saber… tu alma.
Hay una forma de saber tu alma y es la misma forma de saber… tu casa.
Sabe su casa, no más, y lo sabrás todo” (la contrariedad).
Facundo Cabral.
Notas:
[i] El bosón de Higgs es la partícula elemental que explicaría el origen de la masa en el universo. Es conocida como la ‘partícula de Dios’ ya que sin masa no existen los átomos y sin átomos no existe la materia tal como la conocemos. No existirían ni la física, ni la biología y, por ende, ni nosotros mismos.
[ii] Koan son los problemas o acertijos cuyo planteamiento parece ser ilógico o absurdo, sin una respuesta clara. Es un medio que utiliza el maestro Zen para que el alumno se desprenda de su forma de raciocinio común y entre en la búsqueda del sentido del enigma planteado.
Diana María Murguía Monsalvo es Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (2011), cuya tesis doctoral sobre la filosofía de Giordano Bruno recibió el premio de excelencia Norman Sverdlin, otorgado por la Facultad de Filosofía y Letras. Becaria del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México (CONACyT) para el proyecto y estancia de investigación posdoctoral en la Universidad de Navarra en España (2014-2018). Ponente en congresos internacionales y autora de diversos artículos sobre el pensamiento bruniano en relación con la filosofía presocrática y otras fuentes clásicas. Miembro de la Agrupación Navarra de Astronomía, imparte conferencias de divulgación sobre filosofía y cosmología. Es, además, artista plástica de imágenes oníricas propias, mundo interior y conciencia intuitiva.
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