— I —
En noviembre de 1862, Charles Darwin le escribe una carta a Henry Bates, quien había publicado recientemente el trabajo pionero sobre mimetismo animal: “Tu artículo es demasiado bueno para ser apreciado por el movimiento de naturalistas sin alma, pero confía en él, que tendrá un valor duradero”. [i] En el intento de clasificar los diversos tipos de mariposas, Bates había observado que algunas Leptalis se parecían más a las Ithomia que a su propia familia, y sostuvo que las Leptalis las imitaban debido al sabor desagradable de las Ithomia, que las protege de ser devoradas por los pájaros. Luego del trabajo de Bates se sucedieron investigaciones que designaron con el término “mimikry” a un grupo de fenómenos diversos, como el mimetismo entre dos especies, entre una especie y el entorno, y lo que se dio en llamar “Automimikry” o thanatosis. El término tendría una gran repercusión en las humanidades en ámbitos como la antropología, las teorías de género y los estudios poscoloniales. En su diccionario de estética de 1990, Karlheinz Barck afirma que “en contraste con el concepto de mímesis, el de mimikry tiene una coyuntura favorable”. [ii] Mientras la noción de mímesis había quedado aplastada por la concepción clasicista que predominó en la modernidad, la cual redujo el concepto de mímesis al de representación –en continuidad con la elaboración aristotélica–, [iii] el de mimikry alude a un proceso corporal, material e inconsciente, que tiene como imagen privilegiada la disolución de los límites entre un organismo y su entorno. Esa imagen, sin embargo, remite al núcleo más íntimo de la noción de mímesis, que tiene su origen en la mímica y en la danza, y que nombra ya en Platón esa dimensión que nos vuelve permeables, influenciables, propensos al contagio. Relegado por la concepción representacionista dominante, este contenido profundo de la mímesis no ha dejado de retornar bajo la modalidad de lo reprimido.
— II —
La permeabilidad al entorno y especialmente los efectos de esta en la capacidad crítica del ser humano impregnan fuertemente la concepción platónica de la mímesis. Platón supo ver el carácter contagioso del mecanismo mimético y su apelación a la parte más frágil de nuestra alma. Lo describió, lo analizó, y decidió que no había en una república ideal lugar para sus propulsores (los poetas). Es decir que Platón fue tanto el que planteó por primera vez el poder de la fuerza mimética enraizada en el cuerpo –en su elaboración cobra particular relevancia la gestualidad y las emociones–, como aquel que estableció ese poder como peligroso, corrosivo de la razón, enemigo de las buenas costumbres y el orden público. La tensión entre la concepción platónica y la aristotélica de la mímesis permite detectar la polaridad entre contagio y representación como propia del concepto desde sus orígenes griegos.
La actitud ilustrada no tuvo en este sentido que esperar al siglo de las Luces para señalar a la mímesis como un adversario central. La mímesis remite a nuestro carácter influenciable, sugestionable, maleable, sumiso. Es decir que atenta contra el valor supremo de la Ilustración, que es la autonomía, en sus dos determinaciones ética y gnoseológica, es decir, en tanto libertad y en tanto crítica. La autonomía es literalmente la capacidad de darse a uno mismo la propia ley (en contraste con la heteronomía que la recibe de otro, al que toma por tanto como autoridad). Esa autonomía se expresa como libertad en la medida en que no se somete en el ámbito de la acción, y como crítica en la medida en que no lo hace en el del conocimiento, ya que discierne lo que toma del otro –lo que le cree–, de lo que no (del verbo griego krinein que significa discernir, discriminar, juzgar). El peligro de la mímesis reside en este sentido en que amenaza con una caída de las distinciones intelectuales elementales: entre sueño y vigilia, fantasía y realidad. Disuelve los límites, confunde, nos vuelve crédulos, inocentes.
La figura más frecuentada de esa maleabilidad y confusión miméticas es la infancia. Los comportamientos miméticos que proliferan en los juegos infantiles, la función de la imitación en relación con el aprendizaje de la lengua, entre otros fenómenos, han llevado a la conclusión de que existe un estrecho vínculo entre mímesis e infancia. Las posiciones que gustaban de establecer paralelos entre ontogénesis y filogénesis asumieron que los pueblos indígenas, considerados por ellos como la “infancia de la humanidad”, reproducían esa mayor capacidad mimética en sus rituales y prácticas mágicas. Sabemos que Kant define la Ilustración como la salida de la culpable minoría de edad. Lo que inquieta a la actitud ilustrada, que en Platón se expresa de manera más apasionada que en Kant, es el carácter inerradicable de esa infancia, el hecho de que sigamos siendo, a pesar de los años, crédulos, influenciables, sumisos. Esa plasticidad es además condición de posibilidad de recibir una formación, una educación. El carácter paradójico de la fórmula “educar para la autonomía” condensa así la falsa conciencia de la Ilustración.
— III —
El término mímesis fue utilizado por Platón para pensar no solo las artes, sino también el lazo que une el ámbito eidético con el sensible. Junto con la noción de méthexis (participación), la mímesis es el término que define la primera y fundamental “relación”. Esta misma función ha cumplido luego para pensar lazos diversos: entre sujeto y objeto, hombre y naturaleza, organismo y ambiente, arte y realidad, etc. No es extraño entonces que, al despuntar la pregunta por el lazo social a fines del siglo XIX, la idea de imitación haya cobrado nuevas fuerzas. Fue Gabriel Tarde, el vencido contrincante de Durkheim, quien desarrolló una concepción que postulaba la imitación como fundamento de la sociedad. En este sentido, propuso que la sociedad, lejos de ser una relación económica –de intercambio de servicios por parte de un grupo de individuos, como sostenía la teoría spenceriana– o bien jurídica, política o religiosa, tiene en su base una semejanza entre las creencias y deseos de quienes la componen, un complejo “fondo común” que es producto de un proceso imitativo. [iv] Esta teoría quedó sepultada en los orígenes de la construcción disciplinar, y la inauguración de la sociología fue concedida al joven adversario de Tarde que habría “refutado” para siempre el fundamento imitativo de la ciencia social. Durkheim estableció que la sociedad es una cosa exterior a los individuos, no pudiendo proceder de una relación mimética entre ellos. La concepción tardeana quedó así en el olvido, y recién a partir de la década de 1960, Deleuze mediante, comenzó a desempolvarse. Puede verse que, una vez más, la mímesis aparece como un elemento que el discurso científico, para erigirse como tal, debe reprimir.
La dimensión contagiosa de la mímesis, cuyos orígenes situamos en la obra platónica, es recuperada enérgicamente en la obra de Tarde: “La imitación es esencialmente un fenómeno de contagio de la creencia y el deseo” [v]. En sintonía con las teorías psicológicas y psiquiátricas de la época, particularmente de las escuelas de Salpêtrière, donde trabajaba Jean-Martin Charcot, y de Nancy, donde investigaba Hippolyte Bernheim, que estudiaban las llamadas “enfermedades magnéticas” (letargo, catalepsia, histeria), Tarde aborda la cuestión del contagio como un fenómeno vinculado a la hipnosis y a la sugestión. En su célebre artículo “¿Qué es la sociedad?”, de 1884, luego de una disquisición acerca del lazo social en que concluye su fundamento imitativo, Tarde expresa: “En resumen, a la pregunta que hemos hecho al comenzar, ¿qué es la sociedad?, hemos contestado: es la imitación. Nos queda preguntarnos: ¿qué es la imitación? Aquí el sociólogo debe ceder la palabra al psicólogo”. [vi] Ese recurso a la psicología le valió la expulsión del panteón sociológico, pero nos deja una indicación de un valor inestimable: así como la imitación es la “florecilla pisoteada” en el camino de la sociología, en la psicología se encuentra ligada no solo con los primeros descubrimientos de la psicología social –de la que Tarde pasó a ser padre fundador–, sino del inconsciente en términos generales.
— IV —
La respuesta tardeana a la pregunta qué es la imitación será: una especie de sonambulismo. El hombre social es concebido así como un sonámbulo: “Tener ideas sugeridas y creerlas espontáneas: tal es la ilusión propia del sonámbulo tanto como del hombre social” [vii]. El estado del sujeto en estado de sonambulismo consiste en una mezcla entre un aturdimiento o aletargamiento, que asemeja los efectos de la anestesia, y una sobreexcitación extrema o hiperestesia. La caracterización de ese estado se sirve de una reflexión sobre la vida en las grandes ciudades y (en sintonía con el concepto benjaminiano de shock) destaca la exigencia de una atención muy potente como causa de la pasividad. La imitación es entonces el núcleo de esa particular pasividad que nos prepara para ser crédulos y dóciles, porque la sociedad depende de una “insondable mansedumbre”. [viii]
Las sociedades modernas no son, para Tarde, menos imitativas que las indígenas, sino que por el contrario imitan tan cómoda, veloz y espontáneamente que la magnetización se invisibiliza y refuerza. Así como el individuo alcanza el estado de hipnosis muy rápidamente cuando ya ha sido hipnotizado numerosas veces, la humanidad también acumula sus experiencias hipnóticas facilitando cada vez más el resultado. En esta dirección, Tarde establece que si antiguamente la imitación era un proceso unilateral e irreversible –de maestro a discípulo, de apóstol a neófito, de padre a hijo–, en las sociedades europeas modernas la magnetización se vuelve recíproca, “mutua”, y puede ser pensada a la luz de la noción de “simpatía” de Adam Smith.
En ambos tipos de sociedad prevalece entonces la docilidad y la credulidad. La razón de este fenómeno reside también en el esfuerzo que exige la autonomía: “Pensar espontáneamente es siempre más cansador que pensar a través de otro” [ix]. Podría agregarse que la mímesis no solo requiere menos trabajo, sino que además conlleva placer. Edmund Burke lo observó con claridad: mientras el trazado de semejanzas por parte de la facultad de la imaginación resulta placentero, las distinciones que lleva a cabo la facultad del juicio generan fastidio. El ascetismo que impregna el pensamiento de Platón, de Kant, y de buena parte de la filosofía de corte ilustrado, tiene entonces sus propios motivos para resistir el poder mimético. La “antigua disputa entre filosofía y poesía” a la que se refiere Platón en el Libro X de República, antigua ya para Platón, se funda en ese conflicto que la “musa placentera” supone para la razón. La filosofía no puede cumplir en esa lucha otro papel que el de hermana envidiosa ante la suerte de aquella que con menos esfuerzo obtiene mayores aplausos, de la razón afanosa que señala con resentimiento a la pereza feliz, como hace Marta con María en el evangelio de San Lucas. María, sabemos, “se lleva la mejor parte”.
— V —
La psicología genética ha hecho un importante aporte al relevamiento de la mímesis contagiosa. Henri Wallon ha realizado esta operación en la precisa tensión entre las ideas de contagio y representación, destacando el carácter pre-representacional del fenómeno mimético. Wallon distingue entre fenómeno mimético e imitación. La imitación consiste en “el acto por el cual se reproduce un modelo”, en que la representación de dicho modelo constituye una condición necesaria. Se sigue de aquí que la capacidad de producir representaciones es anterior a la imitación. Pero aquello que Wallon descubre con el nombre de “mimetismo” es que antes de cualquier representación existe “una especie de identificación perceptivo-motriz que no se puede tomar por imitación”, [x] y que no remite necesariamente a otros sujetos, sino más bien al entorno en general. A partir de las observaciones de Preyer sobre los movimientos en las primeras semanas de vida del hombre, Wallon se refiere a una necesidad primitiva de llevar a cabo ciertos “ritmos” para concordar con el ambiente. En estos procesos existe una estrecha semejanza con la imitación, pero se trata de una imitación “sin imagen”, sin modelo, es decir, sin representación, “una especie de simple mimetismo”. [xi] Esta resulta una suerte de fase preparatoria para la posibilidad de imitar, si bien no se propone una teleología. Wallon parece comprender que esta fase primitiva revista una importancia aún mayor que la imitación representacional posterior, ya que asegura nada menos que la comunidad entre las personas. Esta posibilidad depende a su vez de las emociones, cuyo carácter mimético las define como tales. Las emociones poseen un aparato expresivo que las propaga o contagia entre las personas que se encuentran frente a frente. Este poder de contagio es explicado a partir de la integración de la esfera emocional con los automatismos vegetativos y motores. En este sentido, Wallon ha avanzado enormemente en lo que hace al estudio del carácter corporal del mimetismo en la línea específica que hemos llamado concepción de la mímesis como contagio.
— VI —
A lo largo de los siglos XVIII y XIX, ciertos discursos filosóficos y antropológicos otorgaron un papel central a la mímesis en el marco de un modelo de la evolución de la cognición humana. [xii] Este modelo identifica la capacidad mimética con un momento primigenio,en que existe un vínculo inmediato o de indiferenciación con la naturaleza, al que sigue el desarrollo de la abstracción conceptual vinculado con una escisión entre sujeto y objeto. En ese contexto, la magia es vista como una manifestación de la conciencia mimética primitiva, una práctica que busca dominar la naturaleza sobre el supuesto de un sistema de correspondencias y relaciones en que las cosas se vinculan entre sí por semejanza.
Una lectura profunda de la concepción de la magia de James Frazer, expuesta en su célebre libro La rama dorada, deja ver en sus oscilaciones que la concepción representacionista de la mímesis no puede prescindir de la idea de contagio. En efecto, Frazer pretende distinguir entre una magia que llama “imitativa” u “homeopática” y otra que llama “contaminante” o “contagiosa”. La magia imitativa se basa en el principio que afirma que “lo semejante produce lo semejante o los efectos semejan sus causas”; es decir, supone una “ley de semejanza” por la cual el mago deduce que es capaz de producir un cierto efecto deseado mediante su imitación (un ejemplo sería el procedimiento de pinchar una foto con la expectativa de que dañe a la persona). La magia contagiosa, en cambio, se basa en el principio de que “las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia”, aún en el caso de que no siga habiendo contacto entre ellas; es decir, supone una “ley de contacto o contagio” por la cual el mago deduce que aquello que realiza con un objeto determinado afectará también a aquella persona con la cual ese objeto estuvo en contacto anteriormente (un ejemplo sería el de utilizar una prenda de vestir, un pelo o una uña, con la expectativa de que eso produzca un efecto en la persona que la poseyó). En la medida en que se basan en leyes diferentes, la imitación y el contagio aparecen en primera instancia como lógicas separadas. Sin embargo, Frazer las reúne a ambas bajo el término “magia simpatética”, y reconoce que muchas veces se encuentran mezcladas y no es posible saber a cuál de las dos pertenece cierto ritual. En ese sentido, los ejemplos que brinda no permiten discernir la cuestión con claridad en la gran mayoría de los casos, y la ley de contagio parece estar presente siempre, incluso como forma de comprender el nexo entre los seres considerados semejantes. Su concepción revela que si la mímesis, como no es novedad, está a la base de los principios de la magia, no es en absoluto en tanto representación sino más bien en su carácter contagioso.
— VII —
El concepto de mímesis se encuentra en la intersección de tres ámbitos filosóficos: el gnoseológico, el ético-político y el estético (verdad, bien, belleza). Desde una perspectiva gnoseológica, el aprendizaje ha sido concebido insistentemente como expresión de la capacidad mimética del hombre. No solo aprendemos imitando a otros, sino que aprender es una forma de apropiación, de asimilación, que pone en juego la dinámica de la incorporación. En el ámbito de lo ético-político, la importancia de la mímesis fue evidente desde la antigüedad: la imitación y el ejemplo fueron pensadas a lo largo de la historia como claves de la transmisión de costumbres y valores. En el contexto de la sociedad de masas, de un capitalismo determinado por la propaganda y el consumo masivo, la mímesis adquiere sin embargo una relevancia especial: en tanto proceso no consciente y vinculado con la esfera emocional, alude al carácter subliminal de los mensajes. René Girard, por su parte, ha llevado a cabo una lectura política de la mímesis que la entiende como fundamento de las crisis sociales, de la disolución de las jerarquías y la violencia concomitante. Si la concepción representacionista de la mímesis está comprometida con una idea de orden –desde Pitágoras, pasando por Aristóteles al clasicismo–, las concepciones que rescatamos aquí revelan en cambio un elemento de desorden en relación con la mímesis, ya sea revolucionario, subversivo, o peligroso e indeseable. En el ámbito de la estética es donde el concepto posee, naturalmente, mayor tradición, tanto si entendemos la estética como filosofía del arte como si ampliamos su influencia al estudio de la sensibilidad y la imaginación. En este último sentido, la mímesis se vincula fuertemente con la percepción inconsciente, las emociones y con el cuerpo en general –retomando el sentido etimológico del término “estética”–. Este punto de intersección entre ámbitos diversos que representa la mímesis explica sin duda la enorme productividad que ha tenido el concepto. En sintonía, la teoría del mimetismo animal surge a partir de dificultades taxonómicas: Bates no conseguía realizar una clasificación adecuada, y allí donde los límites se confundían, surgió la hipótesis. Los naturalistas sin alma, como observa Darwin, no lo entenderían. Los estetas sin alma, tampoco.
Notas:
[i] Cf. The Life and letters of Charles Darwin, ed. por Francis Darwin, Nueva York, Basic Books, 1959, Vol. II, p. 183.
[ii] Cf. Ästhetische Grundbegriffe. Studien zu einem historischen Wörterbuch, Metzler, Stuttgart/Weimer, 1990, Vol. III, p. 746.
[iii] En la Poética de Aristóteles el término sirve fundamentalmente para distinguir las artes mecánicas (carpintería, arquitectura, medicina, etc.) de las artes no mecánicas o “inútiles” (poesía, pintura, música, escultura, danza), definidas como artes “miméticas” en la medida en que sus productos “imitan o representan” la realidad. Aristóteles destaca que en tanto arte mimética la poesía no se define por el metro –también puede haber obras de medicina o de física escritas en verso, como por ejemplo los textos de Empédocles–, sino porque produce una representación. En este mismo sentido, el actor de la tragedia no es Edipo, sino que lo imita, lo representa, hace como si fuera Edipo. La mímesis delimita ese espacio de la ficción. De aquí se nutrirá el concepto clasicista de “verosimilitud” –en oposición al de verdad–, de Boileau-Despréaux a Charles Batteux, en una insistente reivindicación de Aristóteles. Esta concepción ha estado ligada a una visión normativa –es decir, que establece ciertas normas para una buena representación–, y tiende a definir la imitación como un proceso voluntario y consciente. En el siglo XX, Erich Auerbach, Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, entre otros, han trabajado la noción de mímesis al interior de este paradigma. Cf. Abadi, F., “Mímesis y corporalidad en Walter Benjamin y Roger Caillois”, Cuadernos de Filosofía (65), 2015, pp. 33-45.
[iv] En el complejo edificio teórico que construye Tarde, la imitación es la expresión social de la repetición como ley universal. La repetición –aquello que permite el conocimiento, la detección de leyes– se manifiesta en tres ámbitos: el orgánico, a través de la herencia, el físico, a través de la vibración, y el social, a través de la imitación. Esta última es a su vez una de las tres leyes sociales, junto a la invención y la oposición.
[v] Tarde, G., Creencias, deseos, sociedades, trad. A. Sosa Varrotti, Buenos Aires, Cactus, 2011, p. 65.
[vi] Ibid., p. 51.
[vii] Ibid., p. 54.
[viii] Ibid., p. 53.
[ix] Ibid., p. 61.
[x] Wallon, H., Del acto al pensamiento, trad. E. Dukelsky, Buenos Aires, Psique, 1978, p. 112.
[xi] Ibid., p. 115.
[xii] Matthew Rampley, que revisita esta tradición en tanto influencia de la concepción de Benjamin y de Warburg, indica que este discurso hunde sus raíces en los relatos de los viajeros a América y es desarrollado conceptualmente por Giambattista Vico, en su origen, y luego por pensadores como J. G. Herder y K. Otto Müller, entre otros. Cf. The Remembrance of Things Past. On Aby M. Warburg and Walter Benjamin, Wiesbaden, Herrassowitz, 2000.
Florencia Abadi es Dra. en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, investigadora adjunta del CONICET y docente de Estética (Departamentos de Filosofía y de Artes, UBA). Ha publicado los libros Conocimiento y redención en la filosofía de Walter Benjamin (Miño y Dávila, 2014), El sacrificio de Narciso (Hecho atómico ediciones, 2018; Punto de vista, 2020), Mímesis y terror (Bulk-Perambulante, 2019) y artículos sobre temas de estética y filosofía contemporánea en revistas especializadas.
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