La cera y lo sagrado: notas sobre la conquista espiritual del Nuevo Mundo
“There is some good in all creatures, the meanest hath a beam of Gods Majesty, yet some have more than others, the Bees more than (almost) any”
S. Purchas
No es posible alejarse de la imagen de la sangre y del incendio cuando pronunciamos la palabra conquista. Ésta aparece con mayúscula cada vez que es pensada. Designa un largo proceso condensado como evento del pasado que cambió para siempre el destino de los habitantes de las Américas. En los mecanismos de la memoria heredada, las más de las veces viene signado por la marca de la derrota o la catástrofe. Suspendiendo esta consideración, podemos pensarlo también como un reagrupamiento de fuerzas que no sólo implicó un encuentro entre dos mundos humanos, como ha convenido la historiografía, sino que supuso un reordenamiento en todos los órdenes de lo viviente. Pocas veces pensamos, cuando hablamos de la Conquista, en que, tras los brutales enfrentamientos armados, se desplegó sobre el territorio americano un nuevo imperativo en todos los niveles de la gran cadena del ser: encontrar nuevas maneras de sostener la vida.
El escenario en el que nos situamos sucede a la llegada de los peninsulares al Nuevo Mundo, cuando aquéllos que sobrevivieron los azares del largo viaje pisaron nuevas tierras y, con ello, desataron una pugna que obligó a miles de seres vivos a producir condiciones para hacer esta nueva realidad habitable. Con la fundación de los primeros asentamientos en las islas del caribe y después en el continente, llegaron acompañando a los humanos organismos extranjeros con sus particularísimos sonidos, sus gustos, sus mañas. Llegó también un nuevo Dios rodeado de las efigies de mártires olvidadizos que, en otro tiempo, habían acogido en su cuerpo las flechas de los perseguidores. Hubo entonces que crear nuevas alianzas, emular al vecino, crear estrategias inesperadas de ataque y encontrar escondites para proteger lo que terminaría inevitablemente olvidado.
Es de sobra sabido que, como correlato de la conquista militar, llegó la espiritual. Siguiendo el mandato universalista paulino, la evangelización avanzó, aunque con contratiempos, e hizo temblar los cimientos de las sociedades a las que decidía cubrir con el manto del bautismo. Con ello, las vastas regiones de América se convirtieron en un espacio de experimentación social y de expansión prolongada de la palabra del Señor. Por supuesto, la buena noticia –el euagelion– no siempre resultó buena para todos ni a todas luces.
Para redimir de sus pecados a estos nuevos pueblos, hubo quienes preferían los medios señalados por los apóstoles y abogaban por seguir el camino de la persuasión mediante la palabra. Los más optimistas, cegados por las esquirlas del milenarismo utópico, veían en esto la ocasión de crear una Nueva Jerusalén, o lo que es lo mismo, la oportunidad de salvación recíproca de un mundo por el otro. Otros, convencidos de la ineficacia de esta forma de proceder, abogaron en favor de los medios más pragmáticos de la fuerza. Durante las negociaciones, los intereses de la conquista militar y económica dominaron la partida y hubo que hacer compromisos. Los pueblos infieles, después de todo, debían ser sometidos.
La labor espiritual se vio enfrentada a diversas adversidades de las que poco se habla, pues, aunque no pensemos frecuentemente en ello, para alabar a Dios se necesitan disposiciones muy particulares en el orden de lo concreto. No todos los territorios están preparados para soportar a todos los dioses y en la Nueva España no existían las condiciones para hacerle frente a las demandas del Verbo encarnado. Hubo pues, que moldear el territorio, imponer una nueva lengua a los naturales, construir recintos, tallar muebles, fundir metales y entonar cantos, es decir, dar forma a las potencias germinativas para volver a este territorio susceptible de recibir a la nueva divinidad con los honores que merecía.
Las comunidades de seres vivos, para lidiar con lo inhóspito de una realidad que los amenaza, deben establecer mediaciones que los mantengan a una distancia segura. Si tomamos por cierta la palabra de Hans Blumenberg, esto lo logran las comunidades humanas mediante la creación de historias que les permitan conjurar las fuerzas del azar y ponerlas de su lado. Así, mito y logos formarían parte de las tentativas provisionales del ser humano para sostenerse en su propia existencia frente a las amenazas de lo absoluto. De acuerdo con esta argumentación, al carecer de instintos que les permitan orientarse en un ambiente para el que no están adaptados, los seres humanos lidian con las dificultadas por medio del artificio y usan para ello las herramientas a su disposición: palabra, canto, herramienta.
Lo que quizá hemos fallado en considerar es que la distancia entre las estrategias humanas y no-humanas no es tan grande como para evitar crear una cartografía compartida de sus prácticas. Quizá, a diferencia de lo que sostiene la antropología filosófica alemana, el ser humano no sea una criatura particularmente carente. Todos los seres vivos cargan, por decirlo de alguna manera, su propia cruz. Aún así, el pájaro, como el niño, para tranquilizarse en la oscuridad, canturrea. En todos los casos la labor es la misma: construir un espacio que sea habitable. Dicho de manera más precisa, todos intentan mantener a distancia las fuerzas del caos que llaman a la puerta.
Por eso, ante las amenazas que se aproximan, al motivo de la angustia y el dolor, debe oponérsele, en todos los casos, el del trabajo, es decir, el de la creación de modos para habérselas con el territorio. Esto es así para todas las criaturas, pues para ellas la casa no preexiste. La casa ha de surgir de un intento por reorganizar el espacio y los diversos componentes que lo constituyen para que las fuerzas que se mueven en torno jueguen, en la medida de lo posible, en favor de quien la habita. Así, para construir mediaciones efectivas, los individuos, las manadas y los enjambres dependen de una oportuna interpretación de señales, de marcas, y en gran parte de los casos, de una consideración cuidadosa de los apetitos de los seres circundantes. La labor de cada uno como unidad y colectivo consiste en crear primero esbozos y luego fortificaciones o hábitos que permitan erigir un centro de tranquilidad en el seno del caos.
La más de las veces, esta es una obra a realizar que sólo adquiere estabilidad con los sacrificios del día a día, que cumple la función de albergar a las generaciones por venir y que se ve trastornada de manera tajante cuando hay perturbaciones significativas de las condiciones en el ambiente. Esto fue lo que sucedió cuando el mundo europeo introdujo su cuña en el territorio americano. A partir de este momento, la configuración existente se vio sujeta a la intrusión de seres de linajes separados por miles de años. La labor de reconocimiento estuvo plagada de malentendidos, engaños y traiciones.
Poco nos detenemos a pensar que a los españoles no sólo los acompañó la pólvora y la Escritura, sino también la difteria, el ajo, las borregas, el vino, el alfabeto, los gatos, la viruela, las vacas y el arado. La introducción de estos elementos en distintas latitudes se enfrentó con un sinnúmero de seres obstinados con su modo de vida y destruyó los acuerdos implícitos entre depredadores y presas. Con ello aparecerían territorios de nuevas disputas y nuevas lealtades que tardarían décadas en encontrar un nuevo equilibrio. En el mundo que se anunciaba, los sonidos, los sabores y las plegarias no serían nunca ya la mismas de antes. Los ritmos y el paisaje cobrarían una nueva textura.
Para negociar con una realidad desconocida, los primeros frailes comenzaron por consagrar espacios de adoración que hicieran presente a su Dios en estas tierras. Primero, para protegerlos en la adversidad y, más tarde, para pastorear a las almas de los indios. Como medios para trazar una línea entre lo desconocido y lo familiar, era necesario crear un recinto que comunicara también lo inferior con lo superior. Así, sobre los templos recientemente destruidos comenzó la construcción de iglesias. La función estabilizante y tranquilizante de las primeras edificaciones religiosas no debe ser infravalorada, pues, aunque en buena medida ellas fueran espacios para propagar la fe entre los infieles, también, en las primeras décadas, fue una forma de trazar un círculo de estabilidad dentro de una realidad frágil e incierta. En estos santuarios, mediante el cumplimiento regular de las funciones litúrgicas, se renueva cotidianamente el pacto de Dios con su creación, se demarca una zona interior de consuelo frente a las calamidades del afuera.
La expansión del cristianismo formaba parte de la responsabilidad conferida por mandato divino a la corona española. Por ello, la evangelización fue llevada a cabo muy tempranamente, al inicio, por un pequeño grupo de clérigos seculares y de frailes, y poco a poco, conforme las labores expansivas rendían frutos, con la ayuda de jóvenes indígenas. De las órdenes mendicantes nacidas en el siglo XIII, las primeras en llegar a las Antillas y, en 1523, a la Nueva España, fueron los franciscanos. Desde Flandes, con Pedro de Gante al mando, llegaron los primeros tres; después, desde Castilla, acompañando a fray Martín de Valencia, doce. A ellos los siguieron miembros del clero secular y, en subsecuentes oleadas, dominicos (1526) y agustinos (1533). Al principio los números resultaban tan desfavorables que Fray Juan de Torquemada, en su Monarquía Indiana, decía: “Por lo dicho se verá […] cuán acosados y trabajados debían de andar aquellos primeros benditos padres, cuando eran tan pocos y las gentes tantas que parecían enjambres de langostas que cubrían la tierra, todos los cuales estaban por doctrinar y bautizar”.[1] El zumbido de la plaga de infieles debía ser dispersado por las labores de iluminación divina.
Por supuesto, muchas manos intervienen para establecer límites entre lo sagrado y lo profano, lo interior y lo exterior, el hogar del Espíritu y el del pecado. Frente a los ritos de la carne rasgada, de visceras al aire libre y de corazones ofrecidos a cielo abierto, los religiosos tenían la misión crear un espacio donde la alquimia sagrada hiciera de la sagre vino y de la carne pan. Afuera, las fuerzas derrotadas en estas tierras se preparaban para ser deglutidas y, con ello, resistir bajo nuevas máscaras la condena del exilio.
Para cumplir con la difícil labor de expandir la palabra divina sumaron a su séquito jóvenes recientemente convertidos a quienes asignaron la labor de traducir y que pronto se volvieron catequistas. Las manos de estos naturales se volvieron las encargadas de decorar las paredes de las iglesias y sus bocas las principales delatoras de idolatrías. Pronto los servicios religiosos tuvieron que transportarse hacia una zona intermedia, a una membrana porosa entre el afuera y el adentro que permitiera sostener la prédica. Se construyeron capillas exteriores para que los movimientos y palabras requeridos para oficiar misa pudieran ser emulados por aquellos que preferían realizar las labores de adoración con la coronilla mirando al cielo. Con ello, el atrio se convirtió en el espacio de interacción predilecto para sostener el nuevo mundo espiritual.
Quizá resulte evidente decir que ritos transportados de otras tierras requieren novedosas fuentes de energía. Pero es fácil pasar por alto que toda misión espiritual conlleva una serie de exigencias materiales. Desde el momento en que Dios vio que la luz era buena y apartó la luz de las tinieblas, y llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas llamó noche, se imprimió una demanda insoslayable en los oficios que lo honran. En concreto, para comunicar a los hombres con el Dios que es uno y trino, se necesitaban velas. Por ello, el primer problema que hubo que enfrentar fue el hecho de que, en los nuevos territorios, la materia prima no existía.
En estas latitudes, la única alternativa plausible era cera producida por las variedades de abejas locales y extraída con dificultad de troncos o recintos cerrados. Sin embargo, esta masa densa y de color irregular no cumplía con las características necesarias para participar de tan altas labores. Producida por abejas meliponas, la cera de Campeche no sólo es imposible de blanquear, sino que es demasiado blanda, se niega a mantener la compostura y, muy pronto después de encendida, desprende humo y cruje. La luz nacida de ella está oscurecida por vapores y rodeada de olores incómodos. Como todo lo heterogéneo, pronto se ganó el calificativo de impura.
Fueron necesarias, al final de todos los cálculos y por consenso, velas blancas de cera de abeja que iluminaran el semblante de Cristo con su belleza ardiente y triste. Este resultado estuvo condicionado por el mandato eclesiástico de acuerdo con el cual, en los servicios religiosos, las velas usadas debían ser en todos los casos de cera de abeja. Para la Iglesia Católica Apostólica Romana, este material encerraba un valor místico porque sus creadoras simbolizan la virginidad perpetua de María. Dicha idea no surgió sino de la aguda observación de la naturaleza que, en la antigüedad, llevó a los pensadores a la conclusión de que entre estos insectos sólo hay hembras. Este hecho ya había incitado a San Agustín, en el siglo V, a desarrollar una teoría de acuerdo con la cual las abejas son un resquicio del modo de reproducción angélico. Después del pecado de Adán y Eva, después de la escena del engaño, la serpiente y el fruto prohibido, la naturaleza fue corrompida. Sólo estos seres mantuvieron su condición paradisiaca y, con ello, un tipo de reproducción que no es pecaminosa ni sexual, convirtiéndose en emblema del tipo de reproducción que existía en el estado prelapsario. Derivado de esta circunstancia, la cera, producto de la labor de cuidado virginal, terminó por representar el cuerpo de Cristo, lo que le ganó un lugar preeminente entre el catálogo de materiales sagrados.
Con el paso del tiempo y, sobre todo, con el establecimiento de ganado en la región, se volvió progresivamente sencillo conseguir velas de cebo. Con la grasa arrancada del músculo por la destreza del cuchillo fue posible crear fuentes confiables de iluminación doméstica y nutrir las demandas de las minas, templo de otro tipo de filias, más redituables, si se quiere. A pesar de ello, las funciones de ambos tipos de velas se mantuvieron estrictamente separadas durante la colonia. Entre las Ordenanzas de los gremios de cereros y candeleros, grupos de rápida expansión en las ciudades, encontramos aquella que marca que las velas pueden ser realizadas ya de pura cera, ya de puro cebo.[2] La mezcla está terminantemente prohibida.
Aquí llegamos a la cuestión central: los múltiples lazos que deben movilizarse para responder a la consigna de crear luz. Pues para dar paso a las complicadas negociaciones de los europeos y su Dios, hay una negociación previa, terrestre, que debe tener lugar: aquélla entre seres humanos y abejas.
En América, estos animales que nacieron al tiempo que las plantas con flor, habían tomado un camino evolutivo distinto al de las abejas melíferas europeas. Esto las llevó a construir sus hogares en troncos de árboles y dejó como indicador un aguijón atrofiado que no es capaz de traspasar la piel humana. Trigonas y meliponas, a pesar de ser animales sociales y producir miel y cera de Campeche, no generan las cantidades suficientes para satisfacer la demanda de los oficios sagrados. Así, tras hacer un par de experimentos fallidos con los materiales disponibles en territorio americano, fue necesario ordenar el traslado de Apis mellífera del viejo continente.
Los detalles del traslado y el asentamiento de colmenares en las nuevas tierras son difíciles de reconstruir. Las crónicas coloniales no están particularmente interesadas en detalles de taxonomía y, por esta misma razón, hay un sinnúmero de huecos en lo que respecta a los registros. Abejas, abejorros y avispas son frecuentemente confundidos o referidos bajo el mismo término y sus hábitos y hábitats son intercambiados con frecuencia a gusto del que narra. Existen, sin embargo, algunos documentos que atestiguan el temprano interés de la Corona de Castilla en fomentar la colemenería. La más contundente quizá sea la “Real Cedula a los oficiales de la Casa de la Contratación para que se lleven colmenas de abejas a la isla Española, San Juan y Cubagua por la falta de miel y cera que hay en ellas”[3] expedida en Valladolid el 7 de diciembre de 1543. Sin embargo, el silencio no cede en lo que respecta a los primeros traslados de colonias de abejas a la Nueva España. Como en casi todos los casos, la evidencia disponible únicamente sanciona los bordes exteriores del asunto.
A pesar de que no existe un consenso entre especialistas, parece inverosímil que los españoles se demoraran en hacer traer a estos insectos. Brand calcula, a partir de diversos informes, que habrán llegado en algún momento entre 1520 y 1530. Existía, por supuesto, una dificultad objetiva para empacar a estos sensibles insectos en las naos de la época sin que perecieran en el trayecto. A principio del siglo XVI, Alonso de Herrera sostenía esta misma opinión en su Agricultura General (1513) y se preguntaba: “¿será menester llevarlas a las islas que han hallado, que llaman de Antilla, si allá no las hay, y llevarlas vivas tan lejos y por mar? sería o imposible o al menos difícil”.[4]
Los envíos posteriores muestran que dicha empresa, a pesar de sus dificultades, no era del todo imposible. Se sabe que, entre 1621 y 1622, se llevaron colmenas desde Inglaterra a Virginia y luego, en 1638, a Massachusetts. He aquí la primera evidencia del triunfo de las colmenas en el paisaje ultramarino. Parece que, en estos dos casos, las recién llegadas corrieron mejor suerte que las melíferas destinadas a Barbados, quienes, de acuerdo con lo consignado por Samuel Purchas en su A Theatre of Politically Flying-Insects (1657), se convirtieron rápidamente en comida para las aves de la isla y desaparecieron sin dejar rastro.
Aunque no existe evidencia fehaciente en torno al traslado regular de abejas desde la península ibérica, las conclusiones de Brand resultan altamente plausibles si se toma en consideración la larga historia de simbiosis entre estos insectos y el codigo cultural de la pelínsula ibérica. Tanto las Cuevas de Arana en Valencia, como la Cueva de Alpera en Albacete, albergan huellas aún visibles de una antigua complicidad entre los seres humanos y las abejas. En sus paredes, las pinturas neolíticas guardan los pigmentos que atestiguan esta estrecha y prolongada relación. Asimismo, fue un nativo de Cádiz, Columella, quien produjo el tratado romano más extenso en torno a agricultura, mismo que dedica una amplia sección a la apicultura. En un registro personal, el mismo Cortés, que provenía de Extremadura –una de las principales regiones de producción de miel y cera–, antes de comenzar a forjar su destino como conquistador, mantenía con su madre un apiario en las afueras de Medellín. En este afán hispano de fomentar la exportación de abejas y en su íntima necesidad de cera y miel, se hacen patentes los indicios ineludibles de que esos dos mundos habían sido ya enlazados por las hebras del tiempo. De allí que, en las tentativas por hacer habitable un espacio desconocido, en el esfuerzo de perseverar triunfantes ante las amenazas de la naturaleza en acto, necesitaran como cómplice a las abejas.
La situación a la que se vieron enfrentados dichos insectos al llegar resultaba del todo particular, pues sus parientes vivían, desde hacía 15.000 años, trazando alianzas con la población sobre bases completamente distintas.[5] Los primeros registros hispanos de intercambio de cera y miel en América son proporcionados por Juan de Grijalva en 1518 y, al año siguiente, por Hernán Cortés, quien corrobora su presencia en Cuba y Santo Domingo. Por supuesto, los rastros más notorios de su presencia provienen de la isla de Cozumel y de península de Yucatán, donde las meliponas vivían protegidas por el manto de la tradición religiosa del dios abeja conocido como Ah Mucen Kaab.
Entre los mayas, la Melipona beecheii, conocida como ko’olel kaab, también había entretejido sus modos de proceder con los hábitos humanos. La escasa miel producida con esfuerzo por estos seres era usada como medicina y como elemento para las ceremonias religiosas. Incluso, en momentos de escasez, servía a las comunidades azotadas por una mala cosecha para pagar su tasa de tributos. La importancia de estos animales para el mundo de la vida maya no sólo la confirman los reportes de españoles en el siglo XVI, como sucede en el caso de Diego de Landa y Alonso Ponce, sino también el Códice Madrid, en el que aparecen estos pequeños seres como protagonistas ocasionales. La constelación de abejas presente en el territorio se hace patente incluso en la genealogía sagrada plasmada en el Chilam Balam de Chumayel:
La gran Abeja Roja es la que está en el oriente. La rosa roja es su jícara. La flor encarnada es su flor.
La gran Abeja Blanca es la que está en el norte. La rosa blanca es su jícara. La flor blanca es su flor.
La gran Abeja Negra es la que está en el poniente. El lirio negro es su jícara. La flor negra es su flor.
La gran Abeja Amarilla es la que está en el sur. El lirio amarillo es su jícara. La flor amarilla es su flor.[6]
Fuera de la península de Yucatán los registros de pactos con abejas son más escasos. No hay constancia de que la cera sirviera como tributo en el Valle de México, ni tampoco de que se produjera miel. La Matrícula de Tributos y el Códice Mendocino hacen caso omiso del asunto. Aunque parece que la mayor parte de la miel del altiplano central procedía de la cuenca del Río Balsas, ni siquiera en este caso resulta del todo claro si provenía de recolección de miel silvestre o era producida de manera intencional. La única aparición de los productos apícolas en los registros que nos fueron legados son bolas de cera intercambiadas en los mercados, no con propósitos lumínicos, sino para usar como adhesivo o como base de procesos metalúrgicos.
Lo único que es posible conjeturar es que los enjambres llegados por mar tuvieron que salir de su letargo y desplegar viejas estrategias organizativas en espacios que resultaban un enigma. Las colmenas que las vieron llegar, acosadas por los vuelos de estas advenedizas, tuvieron que replegarse y reconsiderar sus procedimientos. A partir de este momento comenzó una competencia voraz entre las melíferas europeas y la fauna local por los recursos florales y los lugares de anidación. Una tercera conquista en tono menor se desató entre los insectos como correlato de las primeras dos. Tanto invasores como invadidos tuvieron que reagrupar fuerzas, generar alianzas provisionales y actualizar mecanismos de supervivencia.
Igual que un Dios desplazó a una plétora de dioses del territorio y una lengua a muchas otras, así, con el paso del tiempo, la Apis mellífera terminaría por desplazar al resto de sus congéneres. Lo devastador del caso puede confirmarse en el olvido colectivo de su existencia. Este arrasador triunfo de las abejas europeas fue facilitado por el hecho de que sus ciclos de producción son altamente compatibles con el sistema de la milpa y su constitución resiste mejor que la de muchas abejas nativas las bajas temperaturas del Valle de México. Así, con el éxito de la sustitución de la meliponicultura por la apicultura de abejas europeas, se hizo posible cumplir con el mandato eclesiástico de acompañar las ceremonias con la trinidad tan esperada de la cera, el pistilo y flama.
Este largo proceso fue uno de coalición inesperada y de rearticulaciones constantes. Y es de esperarse que allí donde lo viviente tiene que adaptarse a nuevas circunstancias, lo acompañe una explosión de resultados imprevistos. En este caso, el ambiente tropical ofreció a quienes viajaban de polizones entre las abejas europeas un espacio propicio para expandir su reino. Los ácaros, hongos, virus y bacterias que escapan al ojo humano llegaron dispuestos a encontrar un nuevo domicilio y prosperaron entre la flora y fauna local. Así lo hizo la Nosema, debilitando el sistema de las abejas desprevenidas hasta que, al borde de sus fuerzas, fueran incapaces de cuidar a las crías, y también el Varroa destructor, quien carga el destino en el nombre. Este ácaro marrón, que hasta la fecha frecuenta las pesadillas de los apicultores, quiso extenderse entre las poblaciones de abejas nativas para encontrarse con una resistencia que los biólogos denominan “natural” y que aquí calificaríamos de respuesta-comunitaria-frente-a-la-catástrofe-anunciada si no pecáramos con ello de ingenuidad. Entre las meliponas, los hábitos de acicalamiento mutuo previnieron el efecto devastador del agente patógeno. El cuidado colectivo de los cuerpos devino mecanismo de defensa frente los agentes nocivos del exterior.
Con esto meramente se pretende ilustrar que, con los peninsulares y su religión, con las abejas y su cera, llegaron también una multitud de enfermedades a expandir su reino. A partir de este momento, volver habitable el territorio adquirió el carácter de imperativo para todos los seres vivos que atravesaban, con incertidumbre, este umbral. Al igual que para las abejas, para los humanos hubo nuevos retos microscópicos que enfrentar. La batalla resultó, la mayor parte de las veces, en una derrota abrumadora. La población se redujo, de acuerdo con estimados generales, en un noventa por ciento. La población indígena que quedó en pie tras las epidemias tuvo que usar sus recursos para proteger lo que quedaba de un mundo que, a partir de ese momento, quedó condenado a vivir entre las ruinas. Sin embargo, en esta historia de captura, extracción y destrucción, se asoma también la historia de recomposición de los flujos de la vida, de pequeñas unidades y colectivos que buscan, por todos los medios, permanecer.
Para narrar esta batalla no queda sino el recurso de la imaginación, pues todo registro material está ineludiblemente mediado por el código europeo. No sabemos lo que estas estrategias de resistencia fueron o quisieron ser. Es claro que en las crónicas de conquista hay un esfuerzo por reducir retóricamente a los indígenas a receptores pasivos: recibieron la luz, la religión, la lengua. En realidad, las devoraron. Lo que no se ve es lo que queda escondido detrás, la transcodficiación que ocultó constelaciones enteras de sentido dentro de nuevos símbolos. Esta metamorfosis de las potencias en acto fue parte de una reorganización más amplia exigida por las coacciones derivadas de una aventura humana que, sin saberlo, alteraría el flujo de interacciones entre el resto de los seres vivientes.
Por supuesto, el proceso de fusión involuntaria no sólo ocurrió a nivel biológico o lingüístico sino también en el ámbito de lo divino. Con la etapa de la evangelización comenzada en 1535 se dejaron pruritos de lado y se aceptó la integración de elementos indígenas al culto. Así, el intento de someter a los dioses dio paso a la reconfiguración de sus semblantes bajo nuevas máscaras. A partir de este momento, entre forma y contenido se inaugura un duelo que continúa abierto. Después de todo, en la misa, lo que se adora es la cruz que sostiene a la herida de la que mana sangre. Asimismo, tras a la llegada de Dios y su séquito de abejas hubo que reorganizar las funciones de polinización y la repartición de nectar, un proceso largo en el que la agresividad intrerespecífica se agudizó hasta encontrar nuevos equilibrios. Lo que vemos es un momento donde ramas del árbol filogenético separadas por miles de años se reencuentran, y la vida, estupefacta, sometida a un nuevo punto de ebullición, se ve obligada a que arreglárselas para generar nuevos ritmos, nuevos códigos de comunicación.
Las abejas melíferas, tras atacar, mueren. El cristianismo europeo, tras atravesar la piel del tejido americano, también, en cierta forma, murió. Lo hizo al menos, para renacer. Tras el primer momento de espanto, las deidades expulsadas de la que había sido, hasta entonces, su tierra, se refugiaron detrás del semblante del Hijo del Hombre y de su comitiva de santos. La errática transmutación de la divinidad ocurrió entre el barullo de meliponas y trigonas reagrupándose, acicalándose, buscando huecos en los troncos disponibles. Así, de este magma de códigos trepanados y de intentos de articular hogares, nació una morada que es a la vez patria, manera y estilo, para poner de manifiesto que la coexistencia de dos mundos desgarrados produce, a veces, uno común. En este caso, tras muchas pérdidas, un nuevo territorio en proceso de hibridación comenzó a ganar consistencia: sus bordes fueron producto de las interacciones cotidianas de seres vivientes preocupados por hallar un nuevo ritmo.
Ilustraciones: Santiago Robles. Artista visual mexicano
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Notas:
[1] Juan de Torquemada, Monarquía Indiana, México, Universidad Nacional Autónoma de México, t. 5, p. 109.
[2] Donald Brand, “The Honey Bee in New Spain and Mexico”, Journal of Cultural Geography, v. 9, n. 1., p. 79. DOI: 10.1080/08873638809478475.
[3] Archivo General de Indias, sección Indiferente, 1963, libro 9, folio 11r. apud José María de Jaime Lorén, “Sobre la primicia hispana en cuanto a los envíos de abejas europeas a América”, ILUIL, v. 26, 2003, p. 602.
[4] Alonso de Herera, Aricultura General, Madrid, Imprenta Real, 1819, t. 3, p. 270.
[5] Richard Jones, “Stingless Bees: A Historical Perspective”, en Patricia Vit et. al. (eds.), Pot Honey. A legacy of stingless bees, Nueva York, Springer, 2013, p. 219.
[6] Libro de los linajes, Chilam Balam (Chumayel), Barcelona, Linkgua, 2008, p. 12.
Miranda A. Martínez Bonfil es licenciada en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México y cursa actualmente estudios de posgrado en la Facultad de Teología de la Universidad Humboldt de Berlín. Ha sido acreedora de la Beca O’Gorman de investigación para jóvenes en teoría de la historia (2021) y ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Buenos Aires, Argentina, y la Universidad KwaZulu-Natal, Sudáfrica. Es miembro del comité editorial de la revista Fractal y docente en el área de Estudios de la historicidad de 17, Insituto de Estudios Críticos. Sus investigaciones se centran en los cruces entre teoría de la historia y filosofía de la religión.