El sueño de la razón produce monstruos. Cuando Goya concibió ese grabado, como frontispicio de su carpeta de Caprichos, el artista se presentaba a sí mismo en homeworking, diríamos hoy, sentado y dormido sobre su mesa de trabajo. Varias fueron sus fuentes de inspiración que, para no cargosear, limitaré a dos: un grabado de J. B. D. Duprée, hecho a partir de un dibujo de Charles Monnet para la portada del segundo volumen de la Philosophie, de Jean-Jacques Rousseau y el frontispicio de La Fortuna con seso y la hora de todos, de Francisco de Quevedo, edición de 1699, en cuya inscripción se hace referencia a su autoría de los Sueños, que ciertamente inspiraron a Goya en sus Caprichos, no sólo materialmente, sino en la indecibilidad del lenguaje.
En efecto, el “sueño de la razón” significa dos cosas. Que la razón cabecea y duerme o bien que la razón tiene fantasías inconscientes. Sueño es palabra ambivalente en español. Pero la fortuna con seso no lo es menos, porque, pronunciada al modo peninsular, suena tal como “la fortuna con sexo”. Dada la contingencia de la historia, ¿el suceso incluye o excluye la pulsión? Pero recordemos que, al frente de su mesa de trabajo, donde todo ocurre (el arte, la historia, su memoria), Goya inscribió el título para esa estampa introductoria, Ydioma universal. Dibujado y Grabado por Fco. de Goya, año 1797, ya que la escena fue pensada originalmente como abertura de la serie y, a continuación, se leía la intención programática de la serie: El autor soñando. Su yntento solo es desterrar bulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de caprichos, el testimonio solido de la verdad. Lejos de detenerse, las indecisiones se expanden. El sueño de la razón configura un Ydioma universal, lo que traduce unyntento de resistir a las bulgaridades. Súbitamente, el pueblo (vulgo) surge como algo oriental, extraño, búlgaro, incluido en la escena en su permanente exclusión, tal como lo define la plancha 28 de los Desastres: Populacho. El desastre no está nunca excluido, salvo como aquello que ya no cabe en ninguna parte. Correlación además con el grabado 71 de los mismos Desastres, “Contra el bien general”, en que un murciélago, como el de la sopa de Wuhan, escribe el libro de la historia. O incluso con la plancha 76, El buitre carnívoro, una suerte de Leviatán hispánico.
Me detengo un momento en la plancha 67 de los Caprichos de Goya: “Aguarda que te unten” (aguafuerte, 29,3 x 20,2 cm.). Es una escena de aceites purificadores (lo que hoy llamaríamos alcohol gel) en que vemos a un macho cabrío, la figura del sacrificio ritual renovador. Pero es también un cabrón, un cornudo consciente, que eso significa cabrón en lenguaje popular. La pata posterior izquierda de esta figura impaciente y medio alelada parece querer volar precipitadamente. Un demonio con orejas de burro (¿un intelectual, un clérigo?) le agarra firmemente esa pata mientras moja la brocha que sostiene con la otra mano, en un cacharro, para poder untarlo y producir la metamorfosis. La extremaunción. Una bruja tuerta, sentada ante ellos, los contempla. Esa suerte de mántica Diótima espera que la unten, es decir, ganar su paga. Hay siempre una bestia por tras de cada ser humano, cree Goya, y los monstruos siempre resisten, no importa cuán ingentes hayan sido los progresos de la razón.
Camille Lemonnier (según el relato de Benjamin, fragmento J 25, 7 de los Pasajes) registró la actitud corporal de Baudelaire al oír una conferencia de Théophile Gautier en Bruselas: parecía un clérigo con graves gestos de púlpito. Los puños de su camisa se agitaban como patéticos hábitos monacales. Acompañaba la exposición con unción evangélica, contemplando al admirado maestro con la voz litúrgica de un obispo que enunciase un mandamiento. Celebraba sin duda para sí mismo una misa de gloriosas imágenes.
La peste es la peste y nada más, la peste no remite a nada más que a sí misma, la peste no tiene sentido. Pero eso mismo, nos advierte Sergio Givone (Metafisica della peste. Colpa e destino. Turín, Einaudi, 2012), confirma que la peste necesita el concurso de la metafísica. Afirmar que la peste no tiene sentido es poner en duda el propio sentido del ser.
Hacia 1940 Borges no sólo había reducido todo a literatura sino que llegó a considerar a la filosofía como una rama de la literatura fantástica. Ese mismo año publicó la célebre antología filosófica con Bioy y Silvina Ocampo. Una Summa. Otro escritor, mucho menos célebre, Arturo Cancela, postuló simultáneamente (“Sobre la inmortalidad literaria”. La Nación, 30 jun. 1940) una tesis, original y democrática, dos atributos que siempre se excluyen y que muestran el esfuerzo de su autor por vincularse no sólo al pueblo sino al principio y fundamento del poder. Cancela nos propone en una palabra el mito de la inmortalidad de los lectores porque considera, precisamente, que la lectura amplía nuestra experiencia en todas las direcciones del espacio y del tiempo, no sólo para sustraernos a la vida real, sino para darnos el infinito panorama del pasado, la extensión y variedad de lo actual y la perspectiva inagotable de lo porvenir.
En la Edad Media, el nombre común para denominar a la capital búlgara era Sreda, es decir, centro, aunque luego la iglesia de la HagiaSofia, la santa sabiduría, lo haya desplazado hasta rasurarlo. Del mismo modo, Cancela baraja de nuevo. En la Argentina de 1940, la sofía vuelve al centro de lo búlgaro, de lo vulgar, lo que prueba que la lectura no es sino un uso particular (una política) del patrimonio común, la respuesta moderna a toda búsqueda de modernización a ultranza, a toda fetichización de la escritura. A Borges, en suma. Porque, cuando interioriza una lectura, todo sujeto se abstrae a tal punto que, al hacerla muda o en silencio, su voz, insubordinada a la tradición, alzada contra ella, se transforma en cuerpo y con ese gesto el lector se vuelve actor.
Lo ensaya Roberto Arlt en “La luna roja” (1933), suerte de eco de La peste escarlata (1912) de Jack London, en que “los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo”. Y más aun J. Rodolfo Wilcock, no sólo en“La nube de Ross” (1964), sino tres años más tarde, cuando traduce al italiano la novela apocalíptica de Matthew PhippsShiel, La nube purpúrea (1901), creadora del canon, donde un juego de espejos entre narradores coloca en el centro de la escena un conjunto de apuntes, cuatro cuadernos en total, fruto de la hipnosis de una mujer capaz de quebrar la linealidad del tiempo, en que el narrador no pasa de un filólogo interpretando la oscura grafía de esas notas apocalípticas. En esos casos, ante la peste bélica, Cancela reivindica la hazaña inoperante:
“Según mi teoría los aficionados a la lectura tienen la probabilidad de sobrevivir en virtud de su propia afición. Es una teoría osada, pero no disparatada. Yo la concebí como un sueño, como una fantasía; mas al igual de lo que ocurre con las hipótesis científicas, no tardan en presentárseme los argumentos justificativos. Porque, pese a lo que suelen creer los lectores de libros de divulgación, esa es la marcha habitual de toda conquista; ya sea esta amorosa, territorial o científica. La imaginación o el deseo adelantan siempre a la razón; esta viene después, a pasos tardos, como un sirviente o un escudero, trayendo en sus brazos los argumentos en favor de la empresa o de la ocurrencia. Es Sancho Panza yendo atrás de don Quijote pero no para llamarlo a la realidad sino para corroborar sus sueños y alentarlo a proseguir sus aventuras. Si la razón fuese adelante, dubitativa y temerosa como es, la raza humana no habría avanzado un paso y estaríamos todavía al nivel de las bestias (...) No: lo que denota la superioridad del hombre sobre los animales no es precisamente el juicio sino la falta de juicio, la tendencia a evadirse de la realidad, a fantasear sobre ella, a torturarla, a transformarla, a jugar con ella. Esa propensión a la fantasía no es, sin embargo, un ejercicio vano, porque (...) con frecuencia, en sus locos devaneos, la fantasía alcanza jirones de verdad con los cuales la razón le hilvana un traje que disimula su loca desnudez. Así, poco a poco, entre los saltos de la fantasía y el paso mesurado de su prudente compañera, va realizando el espíritu humano la doble conquista del universo visible y del invisible”.
Hay un poema de Rene Char, “La bibliotheque est en feu", que comienza con una pregunta. Comment me vint l’ecriture? A partir de ella, Werner Hamacher afirmaba que toda escritura es la réplica de una escritura ajena, extraña o extranjera, que no tiene otro espacio ni otro tiempo que precisamente esa réplica. El sobrevenir de la escritura, su inmemorial sobrevivencia, es la colisión de mi y tu, la discrepancia de pregunta y respuesta, la lucha en el decir. Comment me vint l'ecriture? La respuesta es siempre la misma, para Cancela, Char o Hamacher: en tanto leo, soy escrito y soy lector del escrito de otro que se continúa en mi lectura. Contagio. Comunidad.
Thomas l’obscur (1941), el personaje de Blanchot, era un gran lector. “Leía. Leía con una minuciosidad y una atención insuperables. Se hallaba ante cada signo en la situación en que se encuentra el macho cuando la mantis religiosa va a devorarlo. Uno y otro se miraban. Las palabras, salidas de un libro, tomaban una potencia mortal, ejercían en la mirada que las tocaba una atracción suave y afable. Cada uno, como un ojo semicerrado, dejaba entrar la mirada viva en exceso que en otras circunstancias no hubiera padecido. Thomas se deslizaba entonces hacia esos corredores a los que se aproximaba sin defensa hasta el momento en que fue percibido por lo íntimo de la palabra. No era aún horroroso, al contrario, era un momento casi agradable que le hubiera gustado prolongar. El lector consideraba felizmente esa pequeña chispa de vida
que no dudaba haber encendido. Se veía con placer en ese ojo que lo vela; su placer mismo se hizo grande, tan grande, tan implacable, que lo padeció con una especie de horror, y, al pararse, momento insoportable; sin recibir de su interlocutor un signo cómplice, percibió la extrañeza que había en ser observado por una palabra como por un ser viviente. Y no sólo por una palabra, sino por todas aquéllas que la acompañaban y que contentan a su vez en sí mismas otras palabras, como una serie de ángeles abriéndose hacia el infinito, hasta el ojo de lo absoluto ... Sus manos buscaron tocar un cuerpo impalpable e irreal. Era un esfuerzo tan horrible que esa cosa que se alejaba de él y que al alejarse trataba de atraerlo, le pareció la misma que indeciblemente se aproximaba. Cayó al piso. Tenía la sensación de estar cubierto de impurezas, cada parte de su cuerpo sufría una agonía, su cabeza estaba forzada a tocar el mal, sus pulmones a respirarlo. El se hallaba allí sobre el parquet, retorciéndose y después entrando en sí mismo, luego saliendo. Trepaba pesadamente, apenas diferentemente de la serpiente que hubiera querido ser por creer en el veneno que sentía en su boca. Fue en ese estado que se sintió mordido golpeado, no podía saberlo, por lo que le pareció era una palabra, pero que se parecía más bien a una rata gigantesca de ojos penetrantes, dientes puros y que era un animal todopoderoso. Al verla a pocos centímetros de su rostro, no pudo escapar al deseo de devorarla, de llevarla a la intimidad más absoluta consigo mismo; se arrojó sobre ella, y hundiéndole las uñas en las entrañas, trato de hacerla suya”.
En La pasión según G.H. (1964), Clarice Lispector, mántica bruja, se engancha a esa misma serie con la arqui-cucaracha. Contagio. Comunidad.
“De encontro ao rosto que eu pusera dentro da abertura, bem próximo de meus olhos, na meia escuridão, movera-se a barata grossa. Meu grito foi tão abafado que só pelo silêncio contrastante percebi que não havia gritado. O grito ficara me batendo dentro dopeito.
Nada, não era nada - procurei imediatamente me apaziguardiante de meu susto. É que eu não esperara que, numa casa minuciosamente desinfetada contra o meu nojo por baratas, eu não esperava que o quarto tivesse escapado. Não, não era nada.Era uma barata que lentamente se movia em direção à fresta.
Pela lentidão e grossura, era uma barata muito velha. No meuarcaico horror por baratas eu aprendera a adivinhar, mesmo à distância, suas idades e perigos; mesmo sem nunca ter realmente encarado uma barata eu conhecia os seus processos de existência.
Só que ter descoberto súbita vida na nudez do quarto meassustara como se eu descobrisse que o quarto morto era na verdade potente. Tudo ali havia secado - mas restara uma barata. Uma barata tão velha que era imemorial”.
Durante su estadía en Upsala, Michel Foucault mantuvo contactos con Claude Simon, Roland Barthes y Albert Camus, quien había viajado a recibir su Premio Nobel, en 1957. La peste prolifera nuevos contagios. No sólo la Histoire de la folie à l’âge classique sino La bella extranjera.“En Don Quijote, lo trágico se sitúa en el pequeño espacio vacío, la distancia a veces imperceptible que permite no sólo a los lectores, sino a los otros personajes, a Sancho y en definitiva al propio don Quijote, tener conciencia de esa locura. Y entonces, ese centelleo, inquietante y pálido, que ofrece a don Quijote y al mismo tiempo le quita una luz sobre la locura, es muy diferente del sufrimiento del rey Lear que, desde el fondo de su propia locura, sabía que estaba precipitándose en ella, y precipitándose en ella en una caída que no habría de detenerse antes de la muerte. Don Quijote, al contrario, siempre puede volver, siempre está a dos pasos de volver de su propia locura”.
El tiempo también pinta (Goya). El tiempo es el pintor pintado (José Bergamín).
Atlas de Imágenes
Raúl Antelo
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