Filosofía y (como) trabajo manual
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El estudio es una –entre otras posibles– apertura al mundo, a los seres, a las ideas, al arte, a la ciencia, a las cosas. No solo una apertura a lo que hay, sino también: a lo que no hay, a lo que había alguna vez y se perdió, a lo que alguien registró en un apunte antes de que desaparezca, a lo que aún no ha sido inventado, a las promesas que no se cumplieron, a lo que falta, a lo ausente, a lo escondido en alguna parte… Estudio es un concepto que se piensa inmediatamente asociado al llamado trabajo intelectual, incluso si se practica como artesanía (en el sentido que Richard Senett confiere a esta palabra en su libro El artesano: “deseo de realizar bien una tarea, sin más”). Pero también podríamos dar un paso más y explorar el estudio bajo el modo del trabajo manual. Poner de relieve esa dimensión manual y “materialista” del estudio, presupone ante todo prestar atención a los objetos de los que se valen la lectura, la escritura, práctica de la filosofía y la estricta meditación: libros, cuadernos de trabajo, papeles, lapicera, lápices, una mesa, una silla, una biblioteca, otros muebles, una laptop u otro tipo de computadora, una lámpara, anteojos, quizá el termo y el mate o la taza de café…
En tanto praxis (en el sentido antiguo de la palabra), el estudio es diferente del aprendizaje y del conocimiento; en cierto modo, la actividad que pone en obra desvanece la distinción entre “vida activa” y “vida contemplativa”. Además: no avanza, no es acumulativo, no “capacita”. El estudio es lo contrario exacto de una “capacitación continua” y de una “adquisición de habilidades” para –por ejemplo– un mejor posicionamiento en el mercado laboral. Porque lo que importa en la praxis de estudiar no es el sujeto que se aboca a comprender algo sino el objeto de estudio como tal, en su incerteza, en su fragilidad, en su opacidad, en la condición amenazada y precaria de su singularidad. El estudio descentra al sujeto de sí mismo; por una curiosidad y una gratuidad lo desplaza a lo que se halla fuera de él. El mundo. Descartes escribió una obra a la que tituló de la manera más bella posible: Le monde. Palabra abierta, indeterminada, infinita, que impide cualquier clausura de la esperanza. Interrupción del circuito que establecen los significados impuestos por lo que ha vencido –lo que normalmente llamamos “realidad”. Mundo: lo que hace un hueco en la realidad, lo que permite entrever detrás, lo que la destotaliza y la mantiene en el abismo. Lo que preserva de su extinción el deseo de ser otro y el anhelo de transformación social. El estudio –el estudio de la filosofía en particular– como crisálida. Como inminencia de vita nova donde –porque– no se es centro. Donde nadie es centro.
Pero también “estudio” mienta el lugar donde el estudio sucede. Esta es, por ejemplo, la acepción que tiene la palabra en el libro que Giorgio Agamben escribió hace algunos años, Autorretrato en el estudio. El estudio como lugar de estudio aloja una forma de vida, una memoria, una promesa y un diálogo con el mundo.
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Para aludir a lugares en los que se desarrollan ciertas actividades suelen emplearse las expresiones “estudio jurídico”, “estudio de grabación”, “estudio contable” o “estudio de arquitectura” (pero no existe “estudio de filosofía” en ese sentido –a no ser que lo pensemos como biblioteca, pero creo que no son equivalentes). “Taller”, en cambio, designa más bien al lugar donde se lleva a cabo un tipo de trabajo con materiales en el que interviene primariamente la manualidad. Es el lugar donde trabajan los carpinteros, los mecánicos, los ceramistas, los herreros, los artistas… De reciente, también existen los “talleres de filosofía”, aunque en un sentido diferente, como expresión con la que se invita a un tipo de trabajo conjunto con textos o con ideas, tratados como una materia.
Me gustaría encontrar en “estudio” y “taller” alguna acepción, aunque sea algo forzada o remota, para referirlos a la filosofía en tanto rutina del trabajo con las palabras, es decir con la lectura y la escritura, con el habla y con la escucha, γράμμα y φωνή. También imagino la filosofía como estudio en una acepción más; una donde la idea de estudio no es considerada tanto en un sentido académico sino según el significado que adopta en el mundo del arte: como boceto, croquis, apunte o nota visual, y da la idea de algo solo esbozado, preparatorio, no concluido. Pensemos en los cuadernos de artista, en los cuadernos de Leonardo por ejemplo.

Estudio quisiera significar así una exploración; la incursión conceptual en un problema o una idea filosófica que permita una aproximación a su complejidad –sería una experiencia de estudio quizá próxima a la idea de ensayo. En cuanto al taller, es asimismo difícil referirlo al trabajo con (en) la filosofía –a no ser que queramos, también en este caso, llamar taller a una biblioteca–, que es preponderantemente solitario.
Existieron filósofos que han tenido un taller, pero de otra cosa. Un taller de zapatería, por ejemplo. Y el trabajo en él ha sido importante para que sus ideas hayan sido esas y no otras.
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No existen muchos filósofos artesanos. Uno de ellos fue Jakob Böhme –considerado el “primer filósofo alemán”–, quien nació en 1575 en una aldea contigua a Görlitz. Además de filósofo era zapatero (o al revés). Al parecer, ambas cosas no estaban desvinculadas: escribía con “un alemán barroco de zapatero” (“no se puede negar lo bárbaro de la exposición”, admitía Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, “aunque tampoco desconocer la profunda necesidad que este hombre tenía de la especulación”). Confunde las palabras, tiene mala ortografía, inventa etimologías absurdas, desconoce el latín… Pero no era la escritura lo importante. La experiencia de la divinidad que lo condujo a la filosofía no estuvo escindida de su oficio manual.
En el capítulo sobre Jokob Böhme de Entremundos en la historia de la filosofía, Ernst Bloch cita una página sobre los “zapateros alemanes” de Wilhelm Raabe en la novela El pastor del hambre:
“Es, como dice el pueblo, ‘una nación de caviladores’ y ninguna de las otras artesanías produce entre sus miembros tan certeras y curiosas cualidades. La baja mesa de trabajo, el taburete también bajo, la bola de cristal llena de agua, recogiendo la luz del pequeño candil y envolviéndola con mayor brillo, el penetrante olor del cuero y de la brea, tienen que producir necesariamente un efecto insistente en la naturaleza humana, y lo producen poderosamente. ¡Qué hombres tan originales ha producido esta delicada artesanía! Toda una biblioteca podría escribirse sobre ‘zapateros raros’, sin agotar ni mucho menos el tema”.
Bloch sugiere que la gran meditación metafísica que Böhme desarrolla no obstante la prohibición de escribir a la que había sido sometido, nace de la miseria del mundo popular y de las luchas campesinas donde arraiga el interrogante fundamental de su filosofía: “¿qué pasa con la luz y las tinieblas en este desgraciado mundo?”. La vasija de estaño cuya concavidad iluminada por el sol le reveló los secretos del universo una mañana cualquiera era uno de los tantos objetos que había en su taller.
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Ciento cincuenta años más tarde existió otro filósofo que se ganaba la vida como artesano. Seguramente Spinoza nunca oyó hablar del zapatero arrebatado por la divinidad que ejercía su oficio en Görlitz (aunque Carl Gebhardt escribió que el pensamiento de la Ética es el resultado de una evolución en la que no se halla ausente la mística alemana, y Jakob Böhme en particular). Al parecer, como pulidor de vidrios ópticos Spinoza destacaba no tanto en la fabricación de lentes para telescopios como de lentillas para microscopios. Un elogio del trabajo manual con cristales puede leerse en la carta a Oldenburg del 20 de noviembre de 1665:
“Huygens ha estado y aún está totalmente ocupado en pulir cristales dióptricos (anteojos), a cuyo fin ha montado una máquina, por cierto bastante precisa, con la que también puede hacer lentes al torno. Qué se proponga con ella aún no lo sé, y si he de ser sincero ni tengo gran deseo de saberlo. Ya que la experiencia me enseñó a pulir a mano lentes esféricos con más seguridad y perfección que cualquier máquina” [Carta 32, el subrayado es mío].
Spinoza solía visitar a Huygens, quien tenía una de sus residencias en Voorburg, a pocos metros de la casa en la que el filósofo vivió entre la primavera de 1663 y el invierno de 1670. Hablaban de óptica, de teoría de los colores, quizá de matemáticas, seguramente no de política. En diversas cartas, Huygens manifiesta especial consideración por la manera de trabajar Spinoza los cristales. “Siempre me recuerdo de las [lentes] que el Judío de Voorburg tenía en sus microscopios, que tenían un pulimento admirable, aunque no se extendía por todo el cristal”, o “El Judío de Voorburg terminaba sus pequeñas lentes por medio del instrumento y los resultados eran excelentes”.

Reconstrucción del taller de óptica de Spinoza en la casa de Rijnsburg donde alquilaba una habitación tras haber dejado Ámsterdam a causa de la excomunión.
Huygens no era artesano. Tampoco lo era Leibniz, aunque haya construido (o más bien hecho construir) un objeto –llamado “Rueda de Leibniz” o “Cilindro de Leibniz”– para realizar cálculos de manera mecánica. Ni Pascal, quien a los 19 años inventó la “máquina de aritmética”, luego conocida simplemente como Pascalina. Es una pieza hermosa, con muchas ruedas dentadas que se comunican el movimiento en un soporte de ébano no mayor que una caja de zapatos. Han llegado hasta nosotros siete de estas pequeñas máquinas (aunque los modelos diseñados por Pascal habrían sido aproximadamente cincuenta). La más antigua lleva incorporada una certificación escrita por Pascal con su puño y letra, en la que se lee (en latín): “Que este sea el símbolo de una máquina verificada, Blaise Pascal Auvernia Inventor. 20 mayo 1652”.
Pascal fue inventor y el diseñador de la Pascalina, pero no su artesano. En la Carta Dedicatoria a Monseñor el Canciller de 1645, escribe: “Como yo no tenía la habilidad de manejar el metal y el martillo como la pluma y el compás, y como los artesanos tienen más conocimiento de la práctica de su oficio que de las ciencias en que se funda, me vi precisado a renunciar por completo a mi empresa, de la que solamente sacaba muchas fatigas y ningún resultado satisfactorio”. Sin embargo, a instancias precisamente de Monseñor el Canciller, reinició el proyecto siguiendo muy de cerca el trabajo de los artesanos (ebanistas, herreros, relojeros…), a quienes jamás les había sido encomendado hacer algo tan extraño.


Planchas con detalles de la Pascalina
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Spinoza sí era artesano. Trabajaba la materia con sus manos (como Jakob Böhme). Las manos hacen con los cristales objetos para ver, y esos objetos hacen a su vez cosas con las manos: “Una mano hermosísima –le escribe a Hugo Boxel [Carta 54]–, vista en el microscopio, parecerá horrible. Algunas cosas, vistas de lejos son bellas, y vistas de cerca, deformes. De suerte que las cosas, consideradas en sí mismas o en relación a Dios, no son ni bellas ni deformes”. Ni bello ni deforme por relación a Dios, Spinoza concibe al cuerpo como un efecto de arte, en este caso del arte mecánico natural en el que se inscribe la acción humana que designamos con esa palabra: “Y así también, cuando ven la fábrica del cuerpo humano, quedan estupefactos y, porque ignoran la causa de tanto arte, concluyen que está fabricada, no con un arte mecánico, sino divino o sobrenatural…” (E, I, Apéndice).
El texto fundamental para esta comprensión del arte como efecto del cuerpo –y del arte humano como prolongación del arte de la naturaleza del que habla el pasaje que se acaba de citar– se lee en el escolio de E, III, 2:
“Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza… Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo… Dirán, empero, que no es posible que de las solas leyes de la naturaleza, considerada como puramente corpórea, surjan las causas de los edificios, las pinturas y cosas de índole similar (que se producen solo en virtud del arte humano), y que el cuerpo humano, si no estuviera determinado y orientado por el alma, no sería capaz de edificar un templo. Pero ya he mostrado que ignoran lo que puede un cuerpo… Añado aquí el ejemplo de la fábrica del cuerpo humano, que supera con mucho en artificio a todas las cosas fabricadas por el arte de los hombres”.
La referencia es al De corporis humani fabrica… de Andrea Vesalio. No nos consta que este libro (muy popular desde su misma publicación en 1542 y de amplia circulación en los Países Bajos) haya sido efectivamente leído por Spinoza, si nos atenemos a la reconstrucción de su biblioteca –que no lo incluye. El volumen que en cambio sí fue registrado por el notario que realizó el inventario de la biblioteca spinozista en los días que siguieron a su muerte es Observaciones medicae, escrito por propio Doctor Nicolaes Claes Tulp y publicado en 1641. A su vez, algunos estudiosos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (que Rembrandt había pintado en 1632 por encargo del poderoso gremio de cirujanos de la ciudad) sostienen que el volumen abierto en el primer plano de la parte inferior derecha de la obra no es otro que el libro de Vesalio.
Yo creo que Spinoza, lo que dice es esto: hay una espontánea artisticidad o poieticidad de la vida humana; una potencia productiva de ideas, objetos y vínculos que se explica por la vida que se expande, no por la muerte que impone su régimen de pasiones tristes. Por consiguiente, ese trabajo con el cuerpo (con las manos en concreto) que llamamos arte –o artesanía, no creo que en el siglo XVII hubiera demasiada diferencia entre ambas cosas– no es imperium in imperio, sino ejercicio efectivo de una potencia natural conforme una modalidad que requiere de la vida en sociedad[1].
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Un conocido pasaje del Tratado de la reforma del entendimiento explica el modo de trabajo de la vis nativa con la que está dotado el entendimiento en base a la labor de los herreros. No hay método; pensar es trabajar en el pensamiento como los herreros trabajan los metales:
“…para hallar el mejor método de investigar la verdad, no se requiere otro método para investigar el método de investigar; y para investigar el segundo método, no se requiere un tercero, y así al infinito, puesto que de ese modo no se llegaría nunca al conocimiento de la verdad o, mejor dicho, a ningún conocimiento. Sucede en esto exactamente lo mismo que con los instrumentos materiales, sobre los que se podría argumentar del mismo modo. Y así, para forjar el hierro, se necesita un martillo; para poseer un martillo hay que hacerlo, y para ello se necesita otro martillo y otros instrumentos, y para obtener éstos se requieren otros instrumentos y así al infinito. En vano se esforzaría nadie en probar, de este modo, que los hombres no tienen poder alguno de forjar el hierro”.
Sin embargo, no es el golpe del martillo sobre el hierro en el yunque lo que nos da la clave del oficio de pensar, que sucede de otro modo. Existe una palabra latina –también proveniente del trabajo manual– que era muy querida por Spinoza: emendatio. Es la palabra que usaban los artesanos tipógrafos cuando debían corregir un error sin dañar la página, una intervención delicada y precisa sobre una materia frágil que acoge un sentido en construcción. El trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas era una lenta práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo, sobreescribir en el sitio donde se ha logrado quitar la errata. Una manualidad en extremo precisa, opuesta a la que emplean los herreros.
En ese “libro” (mal traducido como “reforma”), Spinoza la remite al trabajo sobre el entendimiento, pero abandona el texto y lo deja inconcluso cuando, creo, se da cuenta de algo: lo que es necesario enmendar no es el entendimiento sino la imaginación. Y el deseo. Sobre todo una de las formas que el deseo adopta: el amor. Pues la desdicha está vinculada íntimamente al amor, que arrastra hacia su contrario cuando se deja librado a sí mismo: la fortuna, que rige la contingencia del mundo, lo despoja de lo que era como un mar embravecido arrambla los cuerpos para dejarlos tirados en cualquier parte. El infortunio se abate y abate por amar ciertas cosas y ciertas personas (un tirano, por ejemplo) que redundará inexorablemente en daño del amante. Lo que hacia el final de su recorrido filosófico Spinoza llama “amor intelectual” es el resultado de una enmienda del amor, respecto del que es necesario precaverse y desconfiar cuando es solo pasional. Cuando es así, casi siempre acabará mal.
Kintsukuroi es un muy antiguo arte japonés de reparar -con resina, polvo de oro y otros materiales- la cerámica que se rompe. O cosas cuya rotura pareciera no tener arreglo. Así reparados, según los artesanos del Kintsukuroi, los objetos quedan más bellos de lo que eran cuando estaban sanos porque incorporan, en vez de buscar ocultarlas, las marcas de la vida: el envejecimiento, el estropicio por descuido o por azar, las cachaduras, el desgaste por el uso, la amenaza consumada de los seres, y el trabajo humano que hace algo con esas injurias del tiempo. Es lo que en Occidente suele nombrarse, en mi opinión, con la palabra ética. O al menos lo que Spinoza llamó ética. El libro que escribió (y por prudencia decidió no publicar) con ese nombre, tal vez no es otra cosa que una artesanía de palabras –una emendatio– con la que buscaba recomponer lo que se había roto un día de verano de 1656. Lo que se había roto era ni más ni menos que su vida, a la edad de veinticuatro años, cuando fue expulsado de su comunidad, maldecido, abominado, condenado al odio, execrado y casi asesinado con un puñal. Había que hacer algo con todo eso y Baruch (que ya había dejado de serlo para ser Bento, o, públicamente, Benedictus) escribió un libro. Lo llamó Ética, pero quizá solo era una forma de trabajar sobre un destrozo existencial, una reparación de sí con la que hacer de su vida algo más pleno de lo que lo era antes de la otomía que buscó producirle la muerte -al menos la muerte social.
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Baruch Spinoza y Johannes Vermeer nacieron el mismo año. No disponemos sin embargo de ningún vestigio histórico que testimonie un encuentro efectivo entre el filósofo-artesano y el pintor. Jean-Clet Martin solamente lo barrunta siguiendo lo que llama una “hipótesis borgiana”, a partir de indicios indirectos, e imagina intercambios materiales e intelectuales entre ambos: mientras que las lentes de la camera obscura con la que trabajaba el pintor habrían salido del taller del filósofo, el Tratado sobre el arco iris habría nacido de esos intercambios. En efecto, sugiere Martin, el incierto tratado spinozista sobre los colores en el cielo “no carece de relación con el libro de Adriaen Metius que [en la pintura El astrónomo] está frente al astrónomo, y donde se adivinan las hipérboles (Metius es el inventor del astrolabio, del mismo modo que Spinoza es el maestro de obra de las lentillas de cuyo descubrimiento se apropió Leeuwenhoeck, hasta que el cuadro de Vermeer parece testimoniar, de manera secreta, una restitución a Spinoza de sus derechos)”. De Metius, en la biblioteca de Spinoza consta el Astrolabio [Adriaan Metius Fondamentale onderwijsinghe aengaende de Fabrica ende het veelvoudigh ghebruyck van het Astrolabium, Franecker, U. Balck, 1627]. Pero el volumen identificado en la mesa de trabajo del astrónomo vermeeriano es Sobre la astronomía y la geografía, (1621), abierto en la página donde comienza el libro III: “Relativos la investigación o de la observación de las estrellas”.
Efectivamente, Spinoza pudo haber conocido a Vermeer (Delft no quedaba lejos de ninguno de los lugares en los que él vivió), aunque no nos ha llegado nada que así lo corrobore. Una “hipótesis borgiana” no basta. Sí sabemos por múltiples indicios que tenía vínculos con artistas y con artesanos. Uno de sus biógrafos antiguos dice haber visto un cuaderno de dibujos del filósofo que, poco después de su muerte, le mostró el hospedero que le alquilaba la habitación donde vivió durante los últimos años. Ese mismo biógrafo, que se llamaba Colerus, afirma que entre los dibujos había un autorretrato con atavíos de Masaniello, un pescador revolucionario condenado a muerte en 1648 tras fracasar en la revuelta antiespañola que había encabezado en Nápoles. El cuaderno se perdió en algún recoveco del tiempo vedándonos para siempre la posibilidad de saber cómo eran los dibujos de Spinoza (siglos después, John Berger intentó suplir esa pérdida en un libro delicado y conjetural llamado El cuaderno de Bento).
Pero algo nos ha quedado. En la obra que escribió sobre Descartes y en el intercambio epistolar, Spinoza acompañaba algunas veces con dibujos las demostraciones geométricas, las discusiones de química y los argumentos de óptica. Conté treinta y dos, que en algunos pocos casos se repetían. Constan en la edición que sus amigos apresuraron inmediatamente después de su muerte, en 1677. Sin esa publicación realizada en secreto –una operación política de alto riesgo que logró evadir la censura de los pastores y las autoridades políticas– probablemente la mayor parte de las obras de Spinoza, entre ellas la Ética, se hubiera perdido para siempre.
Los dibujos tal y como los conocemos no son desde luego autógrafos, sino la traslación que debió realizar un maestro matricero para la impresión, tratando de ser fiel a los que Spinoza había dibujado a mano alzada en sus papeles. Pero uno de ellos sobrevivió en el original de la carta 6 a Oldenburg:

La mano que dibuja, la mano que pule y el entendimiento que enmienda forman una trama que comprender. En tanto, imaginemos una buhardilla de La Haya en la que alguien no logra conciliar el sueño; imaginemos que decide entonces ocupar el tiempo insomne en poner al día la correspondencia –muchas veces con interlocutores de los que sería prudente desconfiar–; imaginemos que hace frío. Imaginemos que el hombre que vive allí abre las cortinas para cada tanto mirar la noche, se sienta frente a su mesa de trabajo y comienza a escribir. Sin particular cuidado, traza esos dibujos con el solo propósito de volver más comprensible un argumento. Y aunque supiera, como sabía, que no somos dueños de la deriva de las cosas que hacemos o decimos, difícilmente pudo imaginar para ellos un destino tan extraño y tan remoto. Como un collage con esos dibujos, de donde salió este cuadro que se llama El infinito (1,00 x 0,95). Produce un efecto raro sacarlos de contexto y ponerlos todos juntos.

Bibliografía:
AGAMBEN, G. (2018) Autorretrato en el estudio. Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
BERGER, J. (2012) El cuaderno de Bento. Buenos Aires, Alfaguara.
BLOCH, E. (1983) Entremundos en la historia de la filosofía. Madrid, Taurus.
DOMÍNGUEZ, A. (comp.) (1996) Biografías de Spinoza. Madrid, Alianza.
GEBHARDT, C. (1929) “Rembrandt y Spinosa (contribución histórica al problema del barroco)”, en Revista de Occidente, Madrid, t. XXIII.
HEGEL, G. (1955) Lecciones sobre la historia de la filosofía. México, Fondo de Cultura Económica.
HOBBES, T. (1998) Leviatán. México, Fondo de Cultura Económica.
MARTIN, J.-C. (2011) Bréviaire de l´éternité. Vermeer et Spinoza. Paris, Éditions Léo Scheer.
PASCAL, B. (2015) Las Provicniales. Opúsculos. Cartas. Obras matemáticas. Obras físicas. Madrid, Gredos.
SENETT, R. (2009) El artesano. Barcelona, Anagrama.
SPINOZA (1986) Tratado teológico-político. Alianza, Madrid.
SPINOZA (1988 a) Correspondencia. Madrid, Alianza.
SPINOZA (1988 b) Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid, Alianza.
SPINOZA (1988 c) Principios de filosofía de Descartes. Madrid, Alianza.
SPINOZA (2023) Ética. Buenos Aires, Colihue.
Nota:
[1] Spinoza comparte la idea hobbesiana del estado de naturaleza como una situación de precariedad en la que nada puede prosperar (es decir, una condición en la que “no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto… no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad…” -Leviatán, XIII). También para Spinoza, sin sociedad la vida es incierta y el arte en todos sus sentidos se desvanece: “La sociedad es sumamente útil e igualmente necesaria… a menos que los hombres quieran colaborar unos con otros, les faltará arte y tiempo para sostenerse y conservarse lo mejor posible…” (TTP, V, el subrayado es mío). El “arte” está pues integrado a la ocupación común de sostenerse en la vida.
Diego Tatián es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y diplomado en ciencias de la cultura por la Scuola di Alti Studi di Modena (Italia). Ha sido director de la editorial de la UNC entre 2007 y 2011 y Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la misma Universidad entre 2011 y 2017. Se desempeña actualmente como docente en la Universidad Nacional de San Martín y trabaja como Investigador Independiente del Conicet en el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas de la UNSAM. Sus últimos libros son: Spinoza disidente (2019), Lecturas imaginarias. Spinoza, la felicidad y la rebeldía (2020), El odio (2021), Spinoza y el arte (2022), La filosofía y la vida. Doce lecciones con Spinoza (2023), La soledad de las cosas (novela, 2023), El susurro del marrano (teatro, 2025) y Menos que en la muerte. Estudios para un spinozis.