Filosofía, diagnóstico y terapéutica: el análisis de la vida y las fuerzas
Estas palabras me rondaban como un fantasma que necesita un cuerpo.
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Sobre los animales que perdieron el cuerpo
Existe, en nuestra época, al menos dos tipos de humanos. Quienes perdieron el cuerpo por la larga tradición de la metafísica occidental y del cristianismo, y quienes lo perdieron cuando las primeras palabras que aprendieron fueron de una máquina.[1] La sustracción del cuerpo, la pérdida animal, conviven en nuestro tiempo por partida doble, en la bisagra de por lo menos dos generaciones humanas. Si en una de las tradiciones inauguradas hace más de dos mil años, la filosofía se constituía en una terapéutica, eso era posible en cuanto las palabras y sus fuerzas se anudaban entremezcladas, en un mismo torbellino –nada las distinguía–. La salud podía perseguirse mediante un equilibrio de esas potencias o intensidades: no una homeostasis, sino una armonía musical, una composición, un concierto a muchas voces: la combinación entre el arte de lo azaroso y el ejercicio de un saber sobre la alquimia del propio cuerpo –que nunca era el cuerpo propio–. Una danza que combinaba, en sus movimientos, en sus estrategias, un orden y su disolución, alternadamente, sin bodas identitarias preestablecidas, sin la identidad individual como mandato y como norma. Una forma y su desorganización permanente en una nueva. Hemos ido perdiendo el cuerpo desde hace dos mil años –he pasado a la primera persona del plural en cuanto, si sigo hablando de humanos y no me hago parte o no nos hago parte, sucumbo en la tradición filosófica que ha buscado retirar el cuerpo y la vida de su discurso: porque está claro que hay una diferencia muy grande entre el pronombre personal cartesiano «ego» y la primera persona del singular que se refiere al propio remolino de fuerzas–. La razón, la aparición de la conciencia cuando todos los instintos salvajes se volvieron contra nosotros mismos, la identificación con un alma, la autopercepción de nosotros como un yo –ignorando la ficción que lo produce–, organizan acaso nuestro malestar humano. El malentendido sobre el cuerpo, la filosofía como olvido calculado del animal. Puede que una filosofía –una filosofía profana,[2] indócil y desobediente a su institucionalización en la academia– todavía hoy se constituya en una terapéutica para esa enfermedad del animal-humano que perdió su cuerpo, que dispersó sus fuerzas o dejó que fueran administradas para la producción económica y la obediencia política. En lo que sigue, oscilaré entre un diagnóstico del presente y la caracterización de algo que la misma historia del pensamiento de Occidente también nos ha legado, menos hegemónicamente: una filosofía que no remite a la centralidad de un yo soberano, sino a la experimentación consigo mismo, que no se sacraliza en las instituciones ni convierte a las filósofas y filósofos en funcionarios del Estado, sino que profana su discurso, que abandona los universales abstractos, que invierte el platonismo –o lo omite–, que tiene la tarea de diagnosticar, es decir, de realizar una evaluación de las fuerzas del cuerpo, y elabora con su práctica una terapéutica –que no está destinada a fortalecer el yo, que no es programática, que no se relaciona con técnicas que se propagan desde el discurso neoliberal–. Lo haré de la mano de quienes se nombraron mutuamente. Nietzsche –sin saberlo– a Foucault, como el «médico-filósofo»; Foucault a Nietzsche, como «el filósofo analista de la vida y de la fuerza».[3] Hay alguien más, que transformó la relación que tengo con los conceptos –dado que comenzaron a habitarme como fuerzas o espíritus, en un lugar donde la metafísica y el cristianismo no llegarían con sus exorcismos–. Él decía: “nosotros, los brujos”. Deleuze.
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Escena de la filosofía amenazada de muerte
La filosofía nace amenazada de muerte. La escena inaugural de la filosofía es la de una ejecución. No debiera extrañarnos cómo se reedita la amenaza en tiempos en los que las sociedades y quienes gobiernan se presentan con rasgos abiertamente totalitarios. A partir de aquella escena del filósofo condenado a muerte, la función terapéutica de la filosofía fue quedando en suspenso: había que impedir que la filosofía propiciara una determinada relación con la verdad cuyo efecto era la transformación de uno mismo, haciendo de la propia vida una obra de arte, en una proximidad estrecha entre la interpretación y la curación. Había que disciplinarla y ajustarla a una verdad objetiva y universal, una verdad para «un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma».[4] Acaso porque los verdugos sabían bien que no concernía solamente a una estética de la existencia, sino a la potencia política de la filosofía. Hubo entonces una operación quirúrgica de extirpar el cuerpo y lidiar con un hueco: un sujeto abstracto cuyo acceso al mundo es la evidencia de su propio pensamiento. A pesar de que en las aulas se suele contar el origen de la filosofía a partir de la ejecución de Sócrates, sin embargo, no se atan cabos sobre su desarrollo ulterior. Como si no hubiera una correlación. Sócrates, el primer filósofo mártir, fue acusado y condenado por pervertir la mente de los jóvenes atenienses, cuando lo que propiciaba era la inquietud por sí mismos. La misma historia de la filosofía nos advierte del riesgo del pensamiento. ¡Vaya aleccionamiento! No muy inocentemente, la lógica formal repite desde hace siglos que Sócrates es mortal.[5] La filosofía, así, debió encontrar un nuevo rumbo, disfrazarse con el ideal ascético del sacerdote y posteriormente del profesor universitario. Para decirlo con Nietzsche: había que lograr tranquilidad en los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena, vísceras modestas y sumisas, el corazón extraño, en el más allá, de modo que cuando los filósofos pensaran en el ideal ascético, pensaran en «un animal divinizado y al que le han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella».[6] Lo cual significa ceñirse hipócritamente a sus objetos ideales, como el «mundo verdadero». La filosofía debió institucionalizarse y volverse garante del yo soberano y de la conciencia, salvándose ella de su defunción. Nietzsche retoma la filosofía como diagnóstico, la tarea de reconocimiento de lo sensible y, al mismo tiempo, la pregunta por la actualidad, tarea que no se presenta como completamente nueva: antes de todo idealismo, la filosofía ha sido diagnóstico y terapéutica y el filósofo un intérprete y sanador de almas, un médico y un exégeta, hasta que Descartes convirtió a la filosofía en un discurso verdadero, para lo que era necesario que ese discurso borrara el aquí y ahora del filósofo y pudiera ser pronunciado por cualquiera y bajo cualquier cielo por un sujeto emancipado del lugar y del tiempo.[7] En un mundo de obligada uniformidad exterior, «nadie se atreve a vivir filosóficamente», dado que todo filosofar moderno está limitado «de manera aparentemente erudita, policial y políticamente, por gobiernos, iglesias, academias, costumbres y por la propia cobardía de los hombres», dice Nietzsche en una consideración intempestiva.[8] La filosofía se amoldó a la universidad, se profesionalizó –como todo lo que se profesionaliza, a favor de la circulación de los «bienes»–, contentándose con el ejercicio del uso público de la razón. «Entre el Estado y la razón se produce un curioso intercambio», dicen Deleuze & Guattari; «desde que la filosofía se ha atribuido el papel de fundamento no ha cesado de bendecir los poderes establecidos».[9] También cuando de ella se apropian los gurúes del mercado y venden coaching y management disfrazado de estoicismo, para robustecer un yo que refuerza la responsabilidad sobre sí mismo y para lograr, de esta manera, que sea sumiso y productivo. La gestión de las fuerzas del pensamiento, también se ponen al servicio de la producción y de la obediencia. «Razonad cuanto queráis, pero obedeced»[10]: allí nos conducen las trampas de la voluntad humana. Quizás ellos hayan advertido lo que nos está costando todavía a nosotros: que nadie sabe lo que un pensamiento puede.
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Los dos caminos
La muerte de Sócrates y la amenaza a la filosofía marcaron un rumbo en el que su función terapéutica no desapareció del todo, pero resultó marginal. El disfraz del ideal ascético para la filosofía, comienza en el momento en que la enseñanza socrática y la filosofía platónica se abren en dos caminos asintóticos ante una misma pregunta: ¿qué es ese sí mismo del cual hay que ocuparse/inquietarse? Una respuesta es el alma (ψυχή); la otra respuesta es la vida (βίος), la manera de vivir.[11] Se trata de dos modos contrapuestos de la actividad filosófica: una filosofía que se sitúa bajo el signo del conocimiento del alma, y que hace de ello una ontología del yo, y una filosofía como prueba de vida, que es objeto de un arte de sí, una experiencia histórico-crítica de la vida. Se adivina cuál se impuso. Mientras estoicos y epicúreos se ocupaban de realizar una evaluación de las fuerzas, el desarrollo de esa ontología del yo, con el cristianismo primero y el cartesianismo después, condujo al desprecio del cuerpo y de la sensualidad… de manera que «satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa ya a nosotros la “salud” del alma!».[12] No obstante, para la salud de la que hablo aquí, no se trata de conocerse a sí mismo en términos de descubrir una naturaleza humana, sino de experimentar un sí mismo, a partir de la reunión o nudo de las cosas que lo constituyen, las resonancias de lo que se lee, las palabras que se intercambian con el amigo o el amante, los afectos del cuerpo, la configuración y desconfiguración que se produce en el contacto con los otros y con la naturaleza. Si la filosofía ha sido hasta ahora un malentendido sobre el cuerpo[13], también se ha constituido como un olvido calculado, estratégico, del animal[14] –si algo tienen en común la larga historia de la metafísica occidental y las corrientes transhumanistas de nuestro siglo y sus utopías postorgánicas, es el odio al cuerpo–.[15] Antes de la completa amputación de una determinada sensibilidad respecto de nuestras potencias –no estoy segura del tipo de temporalidad a la que recurro, si acaso también es lógica–, la salud podía perseguirse mediante un equilibrio de esas fuerzas o intensidades. Me refiero por ejemplo al tipo de examen que encontramos en el estoicismo bajo la práctica de dirección de la vida, una especie de análisis del estado de situación de las fuerzas; o en grupos como el de los terapeutas, descrito por Filón de Alejandría, en donde la filosofía se asimilaba a una práctica de curación. En su forma episódica, podía darse por el revés de la fortuna, el exilio, el duelo por la muerte de alguien amado, una crisis, un momento de incertidumbre. En De tranquillitate animi, se describe el modo en que Sereno recurre a Séneca para expresarle que, examinándose, encuentra rasgos en sí mismo, como no haberse liberado de las cosas que temía y odiaba ni haberse sometido de nuevo a ellas, una especie de oscilación o de estado en el que no está «ni enfermo, ni sano». «¿Por qué razón, pues, no voy a confesarte la verdad como a un médico?»,[16] «no me siento agobiado por el temporal, sino por el mareo», le dice.[17] A lo que Séneca responde explicando que su estado se aproxima al de quien se ha recuperado de una enfermedad y recae, y que no se trata de que el cuerpo no sea saludable, sino de estar poco habituado a la salud, como lo que produce a un mar tranquilo la agitación después de una tormenta, como un descontento o disgusto de sí mismo. De este modo, para que Séneca pueda intervenir, tiene que –como lo expresa Foucault refiriéndose a este pasaje– «diagnosticar y proponer remedios», «trazar una suerte de balance de las fuerzas: ¿cuáles son las que aseguran la estabilidad del alma, su calma, su independencia? ¿Y cuáles las que, al contrario, la exponen a la perturbación exterior y la ponen bajo la dependencia de lo que no le pertenece?».[18]
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Cuerpo
Volver sobre aquella filosofía no significa buscar una solución pasada a los problemas del presente, a la luz de cómo lo hicieron los griegos o los romanos, sino retomar los laberínticos conductos por los que subterráneamente se mantuvo viva. Volver sobre ella, como diagnóstico y terapéutica, es continuar la labor nietzscheana de una genealogía de lo humano, que reconoce el acontecimiento a partir del cual se produjo esa hendidura que nos colocó tras una jaula –la de la conciencia–, para luego quedar completamente identificados con ella. Pues eso que Freud llamó como «malestar de la cultura»,[19] no es sino un malestar de lo humano. Y, en segundo lugar, es orientarse por un prospecto singular, de acuerdo a la disposición y diagnóstico de nuestras fuerzas. A la caracterización de una filosofía como interpretación fisiológica, deberíamos agregar entonces la de una filosofía animal, aunque eso resuene todavía a nuestros oídos como un oxímoron. Lo que quiero decir aquí es que hay una terapéutica cuando hay un diagnóstico. Y hay un diagnóstico cuando lo que se diagnostica es el cuerpo. Y entiéndase «cuerpo» no como algo que se reduce al organismo o a datos biológicos –para lo cual existe la profesión del médico, propiamente dicha–, tampoco a una sustancia o res extensa que se presenta contrapuesta a un alma. Sino como un campo de fuerzas en perpetuo movimiento. Foucault, por ejemplo, piensa el cuerpo topológicamente como el verdadero lugar donde se escribe la historia. «El cuerpo –dice–: superficie de inscripción de los acontecimientos (mientras que el lenguaje los marca y las ideas los disuelven, lugar de disociación del Yo (al que trata de prestar la quimera de una unidad substancial); volumen en perpetuo desmoronamiento».[20] Desde este punto de vista se comprende por qué pueden ser gestionadas sus fuerzas para la producción económica o para la obediencia política. Es un error pensar que el cuerpo no tiene otras leyes que las de su fisiología, en cuanto «está atrapado en una serie de regímenes que lo modelan; está roto por ritmos de trabajo, de reposo y de fiestas; está intoxicado por venenos –alimentos o valores, hábitos alimenticios y leyes morales, todo a la vez–; se forja con la resistencia».[21] De ahí el papel que tuvo la filosofía, en cuanto a su olvido, o a su modelado, y a la contribución que realizó con el registro anátomo-metafísico en la escritura del gran libro del Hombre-máquina para volver a los cuerpos dóciles y sumisos.[22] Pero además, el cuerpo es también «la abundancia de lo impalpable»,[23] eso que Deleuze presentaba en su estudio sobre los estoicos y los epicúreos como una materialidad incorporal, como ondas que provienen de la profundidad de los cuerpos: la luz de la mañana tocando nuestra cara, la magdalena de Proust funcionando como una máquina del tiempo, el placer inmediato de un sabor o de lo que pasa por la boca que no son palabras, la refracción de los colores después de la lluvia; una metafísica que no postula ni el origen ni la originalidad, sino solamente simulacros, apariciones, que no distingue entre el ser y la apariencia, que no remite las percepciones y sensaciones a la unidad trascendental de un yo. Lo que se presenta como del orden del acontecimiento, lo impalpable producto de cuerpos chocando o entremezclándose: «estados de cosas».[24] Todo lo que sucede al límite de los cuerpos, cuando con el diagnóstico y la evaluación de las fuerzas comprobamos que no existen las fronteras entre ellos, que las fuerzas o las ondas que provienen de la profundidad de los cuerpos se hallan mezclándose, pugnando, atrayéndose, configurando formas. Se diagnostican los acontecimientos, los estados, el juego a partir del cual algo emerge como singular. De modo que esta última es una filosofía del cuerpo, una filosofía de la potencia, una filosofía relacional, una filosofía que se aleja de la autopercepción e identificación plena con el yo consciente y habilita un haz de relaciones, un flujo de corrientes, la posibilidad de percibir y percibirnos de otro modo, modificando la perspectiva.
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Diagnóstico
El comienzo de El discurso filosófico, manuscrito de Foucault de 1966 y editado por primera vez en francés hace un par de años, presenta lo que ha significado la ruptura que introduce Nietzsche en el discurso filosófico, apartándose del camino de enunciar al ser o al hombre con la pretensión de fundar y fundamentar su saber. «Desde hace ya algún tiempo –¿desde Nietzsche? ¿Aún más recientemente?–, se le ha asignado a la filosofía una tarea que antes no le era familiar: la de diagnosticar. Reconocer, en algunas marcas sensibles, lo que pasa. Detectar el acontecimiento que persiste en los rumores que ya no oímos, porque estamos muy acostumbrados a ellos. Decir lo que se deja ver en lo que se ve todos los días. Sacar a la luz, de súbito, la hora gris en que nos encontramos. Profetizar el instante».[25] A la cita le sigue la pregunta si es una función tan nueva y si acaso no se trata de reencontrarse con las artes milenarias que nos enseñaron a descubrir los signos e interpretarlos, a develar el mal oculto. «Desde el fondo de la era griega, el filósofo jamás recursó la pretensión de ser, siquiera un poco, adivino: siempre hubo en él algo del médico y exégeta».[26] Se trata de un tipo de exégesis o interpretación que no se refiere exclusivamente al análisis de textos, sino a la inspección de las marcas y de las improntas que configuran una forma, un estado. Yo diría: deshecha la distinción entre ser y apariencia, el filósofo médico analiza los signos a partir de los cuales algo se engrandece o se debilita. Un poco como lo había expresado hasta ahora evocando a los estoicos y a aquella tradición solapada –que es la de una experiencia histórico-crítica de la vida, cuya filosofía se practicaba como una prueba, como una forma de ensayo sobre la propia vida, como una experimentación de sí mismo y no bajo la rigidez de un yo ni de una presunta naturaleza humana–, Foucault muchos años antes de los cursos en el Collège de France, se lo preguntaba. «¿Qué puede significar, en verdad, la palabra “diagnóstico” –esa idea de un conocimiento que atraviesa y distingue–, como no sea cierta mirada en profundidad, una escucha más fina, sentidos más alertas que van más allá de lo sensible, lo audible, lo visible y que, al final hacen surgir a plena luz, bajo el texto, el significado, y en el cuerpo el mal? Desde los comienzos de la filosofía griega, ¿la razón de ser del filósofo no fue acaso interpretar y curar?».[27] La razón de ser de la filosofía: las palabras y los cuerpos, cuando las marcas y los signos, tanto de unas como de otros, no se diferencian y mucho menos se contraponen. Las palabras escribiendo en los cuerpos, los efectos de los cuerpos en las palabras. El concepto de «pathos» para la cultura griega denota tanto la pasión del alma como una enfermedad del cuerpo; «curar», «interpretar», «atender», «ocuparse», conservaban en griego una amplitud semántica para aplicarse tanto al alma como al cuerpo.[28] Si la función del filósofo era la de interpretar y curar, es porque antes que el autoconocimiento o la preocupación de cómo darle un fundamento al discurso filosófico, había una preocupación por la salud. Salud entendida como efecto de una disposición que produce bienestar en el ánimo y en el cuerpo, para lo que es necesaria la escucha y el reconocimiento de la agitación de las fuerzas, de sus movimientos; comprender la persistencia de un mal bajo diferentes síntomas, evaluando los aspectos cambiantes que intervienen en los procesos de salud y enfermedad: la persecución de valores morales o la imposición de determinados códigos de identidad, por ejemplo. ¿Qué es diagnosticar? Es observar desde el punto de vista de la salud y de la vitalidad a la cultura –en términos de Nietzsche–, pero podría decir también de toda creación humana, toda institución o sistema de códigos morales, toda norma a partir de la cual se talla nuestra individualidad, toda disciplina. Evaluar fisiológicamente los síntomas, los efectos en los cuerpos, el debilitamiento de la pulsión vital: las fuerzas del cuerpo al servicio de la extracción de su energía –al estilo Matrix–. También Deleuze había mencionado la tarea del filósofo como la de la interpretación y curación: «el intérprete es el fisiólogo o el médico, aquel que considera los fenómenos como síntomas y habla mediante aforismos»,[29] para decir luego que el filósofo del porvenir es el explorador de viejos mundos, recordando algo que se ha olvidado y que Nietzsche lo sabe bien: la unidad entre el pensamiento y la vida. «Los modos de vida inspiran formas de pensar, los modos de pensamiento crean formas de vivir. La vida activa el pensamiento, y el pensamiento afirma la vida», aunque ya solo tengamos ejemplos del pensamiento mutilando a la vida y la vida enloqueciendo al pensamiento: «vidas mediocres y pensadores locos».[30] Se trata de una filosofía que concierne a las fuerzas, configura una semiología de los fenómenos, las cosas, los organismos, las sociedades, las conciencias, «son signos o más bien síntomas, y remiten en cuanto a tales a estados de fuerzas. De ahí la concepción del filósofo como “fisiólogo y médico”».[31] Los filósofos como aquellos que enseñan a cuidar de sí mismos. Por eso el reconocimiento a ese Sócrates mártir, a pesar de los arrebatos de Nietzsche contra el tábano, quizá injustos, si se atiende su vocación médica.
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Experimentación consigo mismo: filosofía y política
«La filosofía no es tanto discurso sobre el mundo y exigencia de una práctica cuanto, en sí misma, una práctica, un acto político, un ataque».[32]
El cuerpo intoxicado por venenos: disciplina, hábitos alimenticios y leyes morales, todo a la vez. «Si el cuerpo concierne tanto a nuestras fuerzas más inmediatas como a las más remotas por su origen, todo lo que el cuerpo dice –su bienestar y sus indisposiciones– es lo que mejor nos informa sobre nuestro destino».[33] Interpretar los signos: prestar atención a sí mismo, relacionarse con lo más próximo, que es lo más lejano. Una terapéutica –tal y como se desprende de lo hasta aquí expuesto– es un arte del desciframiento de lo azaroso, una técnica de plasticidad en la interpretación de los signos y las marcas que se dibujan sobre un fondo móvil –las fuerzas se mueven–, como si se tratara de dos proyecciones superpuestas; y frente a eso, tomar decisiones. Por eso es signo de una gran salud «poder vivir en la tentativa y ofrecerse a la aventura»,[34] una experimentación de sí mismo, una atención a lo que pulsa y a lo que se manifiesta. No se trata de pensar en términos de versus: la medicina y la filosofía. Sino de modificar el punto de vista respecto de la salud y el cuerpo. Pierre Klossowski dice que el cuerpo es el mismo, sólo en la medida en que un mismo yo puede y quiere confundirse con él, cuando en realidad para sí mismo, ese cuerpo muere y renace muchas veces. Pero cuando el cuerpo deja de ser propiedad del yo y se transforma en el lugar de los impulsos, el cuerpo se vuelve fortuito: no es más irreversible que reversible, y los impulsos pueden servir a un nuevo cuerpo.[35] Acaso esa sea la tarea terapéutica de una filosofía: la epimeleia que permite la evaluación de las fuerzas, el tipo de sensibilidad y de afección que es necesario desarrollar para saber cómo aumentar la potencia de vida y cómo galvanizar los estados aplanados, opacos y sin brillo de la existencia. Un tipo de atención que la historia del cuerpo nos ha quitado y que, de restituirse, nos devolvería la posibilidad de servir a un nuevo cuerpo. Quizás esté hablando de un tipo de relación poco explorada entre filosofía y política, si concedemos que la condena a Sócrates se encuentra asociada a interpelar a los otros a inquietarse por sí mismos. Esa es la fuerza política de la filosofía. De ahí que, lejos de ser individualismo o egoísmo, la relación de sí consigo sea una tarea urgente, fundamental y políticamente indispensable de resistencia al poder político.[36] Nietzsche utilizaba la palabra «Selbstsucht» –a veces traducida por «egoísmo»– para referirse a cierta «avidez de sí mismo»; algo que tal vez no se encuentre tan lejos de reapropiarse de la pulsión vital, cuando pensamos cómo –tomando las palabras de Suely Rolnik– el inconsciente colonial capitalista se ha adueñado de ella y no solamente de nuestra fuerza de trabajo.[37] Quizás todo el malestar acontezca por el lugar donde se hizo comenzar a la cultura; es decisivo, entonces, para la suerte de los pueblos y de la humanidad, el que se comience la cultura por el lugar justo – no por el «alma», como se lee en Crepúsculo de los ídolos: «el lugar justo es el cuerpo, el ademán, la dieta, la fisiología, el resto es consecuencia de ello… Por esto los griegos continúan siendo el primer acontecimiento cultural de la historia – supieron lo que era necesario, lo hicieron; el cristianismo, que ha despreciado el cuerpo, ha sido hasta ahora la más grande desgracia de la humanidad».[38] También en Ecce Homo sostiene algo similar: «¡El concepto “alma”, “espíritu”, y por fin incluso “alma inmortal”, inventado para despreciar el cuerpo, para hacerle enfermar –hacerle “santo”–, para contraponer una ligereza horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En lugar de la salud, la “salvación del alma”!».[39]
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Terapéutica
«Debemos pensar la filosofía como una fuerza».[40]
Si la filosofía como diagnóstico requiere de una escucha más fina y de sentidos más alertas; si la razón de ser de la filosofía ha sido no solamente lo relativo a las palabras sino también a los cuerpos; si en el filósofo había algo de médico y de exégeta, al mismo tiempo; si una filosofía porvenir pudiera recuperar la unidad entre el pensamiento y la vida, ¿cuál sería su terapéutica, en qué medida podemos pensarla como una terapéutica por fuera de las recetas neoliberales con las que hoy puede confundirse? La filosofía como una práctica, como una experimentación consigo mismo, no puede reducirse a un ejercicio teórico: la relación de sí consigo, a la manera en que Foucault la describe en su curso sobre La hermenéutica del sujeto, se concibe también como una «operación médica». El desarrollo que hacen estoicos y epicúreos de la epimeleia heautou no es el del autoconocimiento, sino el de un entrenamiento, de un movimiento general de la existencia –un desplazamiento hacia sí mismo, que permite una temporalidad otra, como la de «volver a ser lo que nunca fuimos»[41]–. Se trata de cierta asimilación de la práctica filosófica a la práctica médica, en la que es fundamental la noción de therapeuein. Therapeuein heauton es al mismo tiempo cuidarse, ser servidor de sí mismo y rendirse culto.[42] Como dije antes: no se trata de pensar que pueden reponerse las condiciones pasadas a nuestro presente. Sino de abrevar ahí donde la filosofía no ha dejado de ser esa práctica o ese entrenamiento, ese modo de vida a partir del cual algunos animales humanos nos enlazamos, a partir del cual es posible articular nuestras existencias, también habitar este nuestro mundo y nuestro presente; el anudamiento subjetivo que alguien puede tener cuando pliega sobre sí las palabras que recubren, al mismo tiempo, aquella escucha fina del cuerpo y la percepción de nuestras conexiones. Claro que se trata de otra filosofía, ni la académica, ni la cartesiana. Y acaso por eso Nietzsche se vuelve ese heraldo de la comunidad de los sin comunidad,[43] el nombre de un momento en la historia a partir del cual el alma se desanuda para convertirse en una «pluralidad de sujetos».[44] Si la marca de la filosofía europea había sido una individualidad con forma de certeza en la que se borraban todas las huellas de singularidad, Nietzsche es el primer filósofo que «hace hablar a su carácter, su complexión, su enfermedad, la irritación de sus nervios», invirtiendo, con el mismo nombre de su autobiografía intelectual «Ecce homo», los caracteres del cogito cartesiano.[45] Y encontramos entonces en él, un ejemplo entre otros, de cómo la filosofía es una terapéutica atendiendo a las «cosas pequeñas»[46] que hacen a las fuerzas del cuerpo: la influencia del clima sobre el metabolismo, la alimentación, estar al aire libre y lo menos sedentariamente posible, todo como una «prolongada ejercitación» que nos hace percibir más bien como instrumentos muy delicados, de tal modo que ignorar estas cosas pequeñas, junto al influjo del idealismo (y de todos aquellas cosas a las que prestamos atención antes que a nuestros estados), nos enferman.[47] Se trata de esa experimentación consigo mismo y de esa inquietud y atención a sí, como primer ejercicio político de resistencia a las maneras en que –y ahora hablo de nuestro presente– la época configura nuestra subjetividad bajo los cánones de la extracción de la plusvalía, pero también la sustracción de nuestra pulsión vital, de los algoritmos deseando por nosotros, de un cuerpo que no es cuerpo y es un avatar en redes sociales. Occidente ha perseguido en lugar de la salud, la salvación del alma, y eso vale incluso para las generaciones de nuestra actualidad: que inventaron un sistema económico cuyo objetivo es transformar las almas –como lo expresa esa famosa frase de la Primer Ministra británica en la década del ´70, lo que acarrea la sumisión de los cuerpos y la obediencia a un mandato de productividad interiorizado–, o que aguarda –con el mismo odio que la metafísica occidental ha tenido sobre el cuerpo– el desarrollo de una tecnología para sintetizar nuestras conciencias en chips. Por el contrario, una filosofía del futuro, una filosofía como diagnóstico y terapéutica, invita a prestar atención a las cosas pequeñas: las que se prescribe a sí mismo quien ha realizado el diagnóstico de sus fuerzas, quien ha aprendido a observar el momento en que sus potencias se debilitan y a cómo acrecentarlas, los antídotos a la oscuridad del mundo y a la propia, la alquimia que debe realizar para contrarrestar la pérdida, la recuperación de la vigorosidad, la manera en que lo que se dice, lo que se escucha, lo que se lee, lo que se habla produce resonancias en el cuerpo. No se trata de individualismo ni de egoísmo: se trata de rescatar desde el olvido a las fuerzas del cuerpo para acrecentar sus potencias y que, en conjunción con las potencias de muchos otros cuerpos, produzcan una verdadera resistencia; para volver sobre lo importante, para olvidarnos un poco de los números y las abstracciones de la economía y retornar a la propia materialidad, la más cercana y la más lejana a nosotros mismos. En esta última dirección cobra sentido la idea de los cínicos de que la animalidad no es un dato sino un deber, que es un ejercicio, una manera de ser con respecto a sí mismo –esto dice Foucault ante un público que no sospechaba que a su profesor lo alcanzaría pronto la muerte–,[48] si lo que hemos perdido en estos más de dos mil años es el cuerpo, si la filosofía ha sido ese olvido estratégico.
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Retrospectivamente, sólo para dar un cierre
«Miro alrededor, heridas que vienen
sospechas que van y aquí estoy
pensando en el alma que piensa
y por pensar no es alma, desarma y sangra».[49]
Entre la palabra y el cuerpo –en el entre– es donde todavía hoy reside una terapéutica. En un mundo en el que se ataca y violenta a quienes todavía saben leer, que delega la inteligencia a las máquinas –donde es necesario ubicar la artificialidad de esa inteligencia en la cumbre de lo que el ser humano ha podido crear, en la cima de toda ficción y de todo acto de creación (lo que no hace por ello que ese acto sea digno en sí mismo)–, la subversión pasa por el vínculo entre la palabra y el cuerpo: por los efectos que los libros, la música y las películas producen en nosotros, por esa relación consigo mismo y esa experimentación que consiste en la entrega a una materia sensible de teletransportación, en cuanto nos constituye, en cuanto engrosa nuestras fuerzas, en cuanto las pone a danzar en un dibujo en el aire que lo hace bello. Si la subjetivación de nuestra época tiene una característica, además de los padecimientos y síntomas que les son propios, o por efecto de ellos, es la pérdida de nuestra imaginación y de la capacidad de soñar. La pérdida de nuestros daydreams o sueños diurnos y también de aquellos que nos muestran el lado oscuro de nuestra conciencia, nuestro reverso. Aunque, el hecho de que no podamos imaginar el fin del capitalismo, pero sí el fin del mundo –o muchos fines del mundo, todos catastróficos, todos producto de nuestra huella humana y no de lo que ya nos resultaría hasta poético, que es por causa de un planeta que se llama «Melancholia» que viene a chocarse contra la Tierra–, da cuenta que quizás no es la capacidad de imaginar mundos posibles lo que hayamos perdido, sino cómo esas fuerzas creadoras de la imaginación, esa pulsión vital creadora de mundos ha sido cooptada y vuelta contra nosotros mismos. Acaso no algo muy diferente que la vieja operación con la cual el animal-hombre constituyó para sí un alma: volviendo contra sí mismo, en un acto cruel y violento, todos los instintos que no desahogó hacia afuera. He hablado aquí de una filosofía profana, o una filosofía loca, asumiendo que fue la razón la que produjo nuestros más grandes monstruos, extraviándonos de la atención por las cosas pequeñas y de una terapéutica que devolvía la salud y el vigor a los cuerpos mediante el examen de sus propias fuerzas, mediante ese conocimiento de sí mismo que no se identificaba con un alma que piensa o que sólo piensa. Más cerca de nuestra época, la reinauguración de esa filosofía como diagnóstico y terapéutica la propició, especialmente, un filósofo que renunció, casi performativamente, a su razón, abrazándose al cuello de un caballo: abrazando al animal que había sido estratégicamente olvidado por la filosofía. A propósito de del libro Humano, demasiado humano–, Derridá dijo que hay sólo una hospitalidad, «la que se ofrece a los locos que llegan».[50] Quizá, algunas y algunos de nosotros seamos esos locos que estamos buscando un cuerpo, que sigamos interpelados por habitar el cuerpo que nos ha sido expropiado.
Bibliografía
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Notas:
[1] Cfr. Berardi, Franco Bifo (2014). La sublevación. Buenos Aires, Hekht. Y Berardi, Franco Bifo (2016). Generación post alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Tinta Limón. Indudablemente no se trata solamente de una sustitución material del aprendizaje de las palabras, sino de lo que la función de la madre, en términos psicoanalíticos, transmite con en el cuerpo en el aprendizaje de la lengua. A propósito de ello, León Rozitchner se detiene en el hecho de que, sin la madre, el pienso luego existo «aparece como un acto primero siendo que es un acto segundo, cuando no estoy seguro de lo que siento como cuerpo vivo» (Rozitchner, León, Materialismo ensoñado. Ensayos. Buenos Aires, Tinta Limón, 2011, p. 38).
[2] Cfr. Vignale, Silvana (2021). Filosofía profana. Hacia un pensamiento de lo no humano. Rojas, Nido de vacas.
[3] Nietzsche, no tan proféticamente si consideramos que Foucault tomó la flecha que aquel hubiere lanzado, había dicho: «Espero aún que un médico filósofo en el sentido excepcional de la primera palabra –uno que haya de ir tras el problema de la salud global de un pueblo, de una época, de la raza, del género humano– tenga alguna vez la valentía de llevar hasta el final mi sospecha y de atreverse a sentar este principio: de lo que se trataba hasta ahora en todo el filosofar no era en modo alguno de la “verdad”, sino de otra cosa, digamos que de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida» (Nietzsche, Friedrich. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2011, p. 35). A su vez, Foucault dice de Nietzsche, a propósito de la mutación que introdujo en el discurso filosófico –descomponiéndolo–, «aquí vemos al filósofo convertido en filólogo, historiador, genealogista, “psicólogo”, analista de la vida y de la fuerza» (Foucault, Michel, El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, p. 190).
[4] Nietzsche, Friedrich (1998). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Buenos Aires, Alianza, p. 97.
[5] La expresión es de Jacques Lacan a propósito de la caracterización de la figura de Sócrates y de su muerte, en el marco de su seminario sobre la transferencia en psicoanálisis. Destaco, además, que este seminario sobre psicoanálisis está dedicado a analizar textos platónicos en los que la figura de Sócrates aparece como un proto-analista: Lacan (como Foucault, de otra manera) repara en el carácter de therapeuein (θεραπεύειν), haciendo hincapié en la función que cumple el amor en la forma en que Sócrates interpela a los otros para un conocimiento de sí mismos. Cfr. Lacan, Jacques, El seminario de Jacques Lacan. Libro 8: La transferencia. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Paidós, 2021, p. 19.
[6] Nietzsche, Friedrich (1998). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Buenos Aires, Alianza, p. 126.
[7] Foucault, Michel. El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, pp. 49-50.
[8] Nietzsche, Friedrich (2003). Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida [II Intempestiva]. Madrid, Biblioteca Nueva, p. 79.
[9] Deleuze, Gilles & Félix Guattari (2006). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Pre-Textos, pp. 380-381.
[10] La expresión se encuentra al final del texto ¿Qué es la Ilustración?, de Immanuel Kant. Sugerimos en esta lectura considerar la paradoja moderna entre libertad y obediencia, así como entre la emancipación del poder eclesiástico y la obediencia a Federico II el Grande. Sapere aude, atreverse a pensar por sí mismos, se vería limitado por el uso público de la razón, en cuanto se requiere en ese proceso de ilustración la obediencia en el uso privado. Cfr. Kant, Inmanuel (2013) ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia. Madrid, Alianza.
[11] Sigo aquí la lectura que Foucault realiza en El coraje de la verdad. «Cuando comparamos el Laques y el Alcibíades, nos encontramos ante el punto de partida de dos grandes líneas de evolución de la reflexión y la práctica de la filosofía: la filosofía como aquello que, al inclinar, al incitar a los hombres a ocuparse de sí mismos, los lleva hacia una realidad metafísica que es la del alma, y la filosofía como una prueba de vida, una prueba de la existencia y la elaboración de cierta forma y modalidad de vida. Cfr. Foucault, Michel, El coraje de la verdad. Curso en el Collège de France: 1983-1984. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 141). He desarrollado estas dos tradiciones contrapuestas entre una ontología del yo y una experiencia histórico-crítica de la vida en un ensayo, cfr. Vignale, Silvana (2021). La vida en sentido extramoral. Ensayo sobre la inquietud de sí como política de la desindividualización. Cuestiones de Filosofía, 7 (29).
[12] Nietzsche, Friedrich (1998). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Buenos Aires, Alianza, pp. 131-132.
[13] Nietzsche, Friedrich (2011). La gaya ciencia. Madrid, EDAF, p. 35.
[14] Derrida, Jacques (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid, Trotta, p. 26.
[15] Lo expresado por Paula Sibilia en El hombre postorgánico –como el «impulso fáustico» de la tecnociencia contemporánea que recrea cierta aversión a la materia orgánica como una nueva variante de la metafísica tradicional–, parece encontrar ecos en los desarrollos actuales de la tecnociencia y en la posibilidad de clonar nuestras conciencias o la de los seres que perdimos mediante inteligencia artificial, para mantenernos vivos sin un soporte orgánico. Cfr. Sibilia, Paula (2006). El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
[16] Séneca (2013). “De la tranquilidad del espíritu”. En: Consolaciones /Diálogos / Epístolas morales a Lucilio. Madrid, Gredos, p. 267.
[17] Íbid., p. 270.
[18] Foucault, Michel (2019). Historia de la sexualidad 4: Las confesiones de la carne. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo XXI, p. 131.
[19] Cfr. Freud, Sigmund (2007). El malestar en la cultura. Barcelona, Ediciones Folio.
[20] Foucault, Michel (2008), Nietzsche, la genealogía, la historia. Barcelona, Pre-textos, p. 32.
[21] Ibíd, pp. 45-46.
[22] Cfr. Foucault, Michel (2008). Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Siglo XXI.
[23] Foucault, Michel y Gilles Deleuze (1995). Theatrum philosophicum. Seguido de Repetición y diferencia. Barcelona, Anagrama, p. 12.
[24] Deleuze, Gilles (2005). Lógica del sentido. Barcelona, Paidós, p. 30.
[25] Foucault, Michel. El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, p. 27. Cabe decir que, en diferentes lugares, incluyendo en El discurso filosófico, Foucault expresa que es el texto de Immanuel Kant «¿Qué es la Ilustración?» el momento en el que el discurso filosófico se interroga por la actualidad, y en ese sentido, que la tarea filosófica de Nietzsche de realizar un diagnóstico se remonta a esa interrogación inaugural kantiana. Por eso, en alguna medida, toda filosofía después del siglo XVIII es poskantiana. Aunque también hay otros lugares, incluso entrevistas, en los que sostiene que fue Nietzsche el primero que definió la filosofía como una actividad de diagnóstico, de diagnóstico de la actualidad. En mi opinión, si bien Foucault reconoce la importancia de la pregunta kantiana, es relevante también su señalamiento respecto de la ingenuidad o importancia de la Aufklärung, relacionada con la cuestión de la obediencia política. Cfr. supra nota 8.
[26] Ídem.
[27] Íbid., p. 28.
[28] Foucault muestra esta correlación práctica entre la medicina y la cultura de sí, en ejemplos como en Plutarco, diciendo que la filosofía y la medicina constituyen una sola región, un solo dominio. Cfr. Foucault, Michel (2018). “La cultura de sí”. En: ¿Qué es la crítica? Seguido de La cultura de sí. Buenos Aires, Siglo XXI. También en La hermenéutica del sujeto, al hablar de la relación entre la medicina y la filosofía, la identidad de su marco conceptual, en cuyo centro se encuentra «la noción de pathos, noción que tanto los epicúreos como los estoicos entienden como pasión y como enfermedad, con toda la serie, claro, de las analogías que se deducen». Cfr. Foucault, Michel (2001). La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 109.
[29] Deleuze, Gilles (2019). Nietzsche. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cactus, p. 19.
[30] Íbid. p. 20.
[31] Deleuze, Gilles (2008). Dos regímenes de locos. Barcelona, Pre-textos, p. 188. Desde este punto de vista, Nietzsche como «médico de la cultura» es quien pudo diagnosticar la enfermedad y el síntoma producido por la transvaloración moral producida por la moral plebeya y el ideal ascético. «Resentimiento» y «mala conciencia» serían para Deleuze los dos grandes conceptos que Nietzsche obtiene mediante su diagnóstico, como triunfos de las fuerzas reactivas en el ser humano.
[32] Foucault, Michel. El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, p. 191.
[33] Klossowski, Pierre, Nietzsche y el círculo vicioso. La Plata, Terramar Ediciones, 2005, p. 36.
[34] Nietzsche, Friedrich, Humano demasiado humano. Un libro para espíritus libres. Volumen I. Madrid, Akal, 2007, p. 38.
[35] Klossowski, Pierre, Nietzsche y el círculo vicioso. La Plata, Terramar Ediciones, 2005, p. 40-43.
[36] Foucault, Michel (2001). La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 246.
[37] Cfr. Rolnik, Suely (2019). Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente. Buenos Aires, Tinta Limón.
[38] Nietzsche, Friedrich (1998). Crepúsculo de los ídolos. Buenos Aires, Alianza, p. 132.
[39] Nietzsche, Friedrich (1996). Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Buenos Aires, Alianza, p. 132.
[40] Deleuze, Gilles (2019). Nietzsche. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cactus, p. 20.
[41] Foucault, Michel (2001). La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France (1981-1982). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 105.
[42] Ídem, p. 110.
[43] La expresión es de Georges Bataille, y es retomada por Jacques Derrida en Políticas de la amistad, a propósito de un parágrafo de Nietzsche en Más allá del bien y del mal, en el que Nietzsche habla de los filósofos del futuro, de «los amigos natos, jurados y celosos de la soledad, de nuestra propia soledad». Cfr. Derrida, Jacques Políticas de la amistad. Madrid, Trotta, 1998, p. 55 y Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 70.
[44] Foucault, Michel. El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, p. 193.
[45] Cfr. Foucault, Michel. El discurso filosófico. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2025, pp. 193-194.
[46] Nietzsche, Friedrich (1996). Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Buenos Aires, Alianza, p. 53.
[47] Cfr. Nietzsche, Friedrich (1996). Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Buenos Aires, Alianza, pp. 39-40.
[48] Cfr. Foucault, Michel (2010). El coraje de la verdad. Curso en el Collège de France 1983-1984. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 270. Foucault expresa allí que el bíos philosophikós como vida recta es la animalidad del ser humano aceptada como un desafío, practicada como un ejercicio y arrojada a la cara de los otros como un escándalo.
[49] García, Carlos Alberto Charly (1980). Serú Girán: «Desarma y sangra». En: Bicicleta. SG Discos.
[50] Derrida, Jacques (1998). Políticas de la amistad. Madrid, Trotta, p. 69.
Silvana Vignale es Doctora en Filosofía e Investigadora Independiente en el Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales INCIHUSA CCT CONICET Mendoza. Es Profesora Titular de las cátedras de Filosofía y de Antropología Filosófica y Sociocultural, en la Facultad de Psicología de la Universidad del Aconcagua. Ha escrito Filosofía profana: hacia un pensamiento de lo no humano (Rojas, Nido de Vacas, 2021). Y en coautoría Filosofía: un ejercicio crítico del pensamiento (Mendoza, Universidad del Aconcagua, 2021) y La sujeción histórica de los cuerpos, acumulación originaria, colonialidad y disciplinamiento de las mujeres (2023). Es autora de numerosos capítulos de libros y artículos en revistas especializadas. Su área de investigación es la filosofía contemporánea, y se interesa por el estudio de los procesos de subjetivación en el presente, desde un posicionamiento crítico respecto de la metafísica de la subjetividad.