Alienatio (m)entis. La constitución psicótica de la metafísica y el delirio como “solución elegante”
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La tesis que quisiera sugerir en este ensayo es que la condición psíquica que caracteriza al momento histórico –o post-histórico– que nos toca vivir es la psicosis. No se trata de un eufemismo. No es cuestión de calificar a nuestra época de psicótica para llamar la atención sobre la desorientación y la brutalidad que la aquejan. No digo “psicótica” para querer decir otra cosa. Digo “psicótica” porque vivimos en la psicosis, literalmente. Pero apenas dicho esto, advierto la necesidad de explicar qué debe entenderse por psicosis y por qué esta condición psíquica es la cifra de nuestro tiempo. Este es mi propósito en el presente escrito.
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A fin de que la tesis según la cual la condición psíquica de nuestra época es la psicosis pueda ser algo más que una mera frase provocadora –o, lo que es peor, vacía– es imperioso complementarla y precisarla con otra tesis de proveniencia lacaniana: si vivimos en la psicosis es porque el antecedente lógico de nuestro tiempo es la forclusión del significante del Nombre-del-Padre (Maleval 2000). La profusión delirante que caracteriza al mundo actual es una consecuencia directa de esta forclusión auroral. El término “forclusión” es la traducción que propone Jacques Lacan de la Verwerfung freudiana, diversa tanto de la represión (Verdrängung) que caracteriza a la neurosis cuanto de la renegación (Verleugnung) que caracteriza a la perversión. Al precisar que lo que está en juego en la psicosis, cuyo desencadenamiento en términos históricos coincide sin duda con la consolidación del capitalismo, es la forclusión de un significante en particular, el Nombre-del-Padre, abandonamos el sentido común, la mera declamación “¡qué locos que estamos!”, “¡el mundo está loco!”, etc. Estas frases vacías deben ser tomadas en serio, mucho más en serio de lo que se cree, y resituadas en un campo teórico que las vuelva inteligibles. Mi elección en este punto, como ya he insinuado, es la teoría de Jacques Lacan, en especial la del Lacan de los años cincuenta, el Lacan de lo simbólico, de la estructura significante.[1]
El significante del Nombre-del-Padre tiene una función fundamental: introducir la falta, la castración, el corte entre la madre y el niño y, por lo tanto, la imposición de la ley. (Entiéndase bien: los términos “padre” o “madre” designan aquí funciones lógicas, no personas reales. En todo caso, las personas reales pueden encarnar eventualmente estas funciones, pero sin necesidad de que la función coincida con el género de la persona real. Por ejemplo: alguien trans, lesbiana, queer, mujer, etc. en la vida real puede encarnar perfectamente la función del Nombre-del-Padre). Si el Nombre-del-Padre se ha inscripto en lo simbólico, la madre deberá responder a una ley que la trasciende y la constriñe. Las consecuencias de la inscripción del Nombre-del-Padre son por eso numerosas: el ingreso del sujeto a una significación fálica, la normalización del deseo, el des-completamiento del Otro materno, la limitación del goce, etc. Lacan formaliza todo este proceso lógico en lo que llama “metáfora paterna”, es decir en la sustitución del significante Deseo de la Madre (DM) por el significante Nombre-del-Padre (NP) y la consecuente instauración de la significación fálica. El NP responde la pregunta del sujeto por el deseo del Otro, el “¿qué (me) quieres?”, che vuoi?, con el significante fálico. Esto permite que el sujeto salga de la perplejidad ante el S1 representado por el DM, ya que un solo significante no significa nada o lo significa todo. El NP elide al DM y produce, como plus de significación metafórica, la lógica fálica. A partir de entonces, el sujeto dispondrá del falo para responder ante aquellas situaciones que lo pongan existencialmente en juego.
En los casos de psicosis, sin embargo, el NP resulta forcluido y por lo tanto nunca accede a lo simbólico, al campo del Otro. Lo cual no significa que no exista un S2 diverso del DM. El punto es que ese S2 no es el NP, sino lo que Lacan llama una “muleta imaginaria”. Este S2 ofrece una cierta respuesta al che vuoi? del sujeto, sólo que esa respuesta no es el falo. Sin embargo, en muchos casos la muleta imaginaria es lo suficientemente sólida como para permitirle al sujeto vivir de modo más o menos compensado. Es lo que Lacan llama “compensación imaginaria del Edipo ausente” (1981, p. 218). Piénsese sin ir más lejos en Schreber: el brote se produce alrededor de los cincuenta años, lo cual indica que la compensación imaginaria funcionó durante décadas enteras, incluso podría decirse que funcionó espléndidamente (Soler 2008).
Desde luego, al tratarse de una compensación imaginaria y no simbólica, el sostén adolece de una precariedad intrínseca. Esta precariedad se revela precisamente en aquellos momentos en los que el sujeto requiere del NP, esto es: del símbolo paterno, a fin de poder hacer frente a ciertas situaciones que lo ponen en juego. Por eso Lacan explica que en los casos de psicosis, “cuando es llamado el Nombre-del-Padre, puede entonces responder en el Otro un puro y simple agujero [trou] que, por la carencia del efecto metafórico, provocará un agujero correspondiente en el lugar de la significación fálica” (1966, p. 558). Cuando el sujeto busca las herramientas simbólicas que le permitan responder ante una situación determinada que lo conmueve en su condición de sujeto, no encuentra el NP, sino un “puro y simple agujero”. Lacan llama a este encuentro con el agujero dejado en lo simbólico por el NP forcluido “coyuntura dramática” o “crepúsculo del mundo”.
Estas someras indicaciones nos proporcionan las bases para responder a nuestra pregunta inicial: ¿qué significa vivir en la psicosis? Significa al menos dos cosas: i) que en el momento de estructuración psíquica del sujeto se produjo la forclusión del NP, y ii) que el tiempo actual es el resultado de la coyuntura dramática o brote psicótico. Ahora bien, si la psicosis se define a partir de la forclusión del NP en el momento de estructuración psíquica del sujeto, ¿de qué sujeto estamos hablando en este caso? En otras palabras: ¿cuál es el sujeto que debemos considerar psicótico y cuyo desencadenamiento determina el tiempo que nos toca vivir?
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Desde hace unos meses he venido trabajando con una hipótesis que dialoga con las filosofías de dos autores: F. W. Hegel y M. Heidegger. La hipótesis puede enunciarse de la siguiente manera: el sujeto absoluto, cuyas vicisitudes describe Hegel en la Phänomenologie des Geistes, es la figura filosófico-especulativa que encarna lo que Heidegger ha llamado “historia de la metafísica occidental”. El texto clave para comprender esta hipótesis es el ensayo de Heidegger que lleva por título “Die onto-theo-logische Verfassung der Metaphysik” (1957), donde se muestra la relación entre la lógica hegeliana y la historia de la metafísica. Cuando hablo entonces de psicosis para describir al mundo actual, me refiero a la psicosis del sujeto absoluto hegeliano que, según Heidegger, desarrolla históricamente la metafísica de Occidente. Sabemos que Hegel, en un apartado del prólogo a la Phänomenologie des Geistes, había establecido que lo verdadero o lo absoluto no debía aprehenderse o expresarse sólo “como substancia, sino también y en la misma medida como sujeto” (W 3: 23). Esto significa que la substancia no es una unidad indistinta e inmóvil, sino movimiento y desfasaje o, como dice también Hegel, “la pura y simple negatividad”, “la mediación de su devenir otro consigo misma” (W 3: 23).
La importancia que reviste para mí el ensayo de Heidegger sobre la naturaleza onto-teo-lógica de la metafísica es que muestra la total correspondencia entre la “ciencia de la experiencia de la conciencia”, según reza el subtítulo de la Phänomenologie des Geistes, y la historia de la metafísica occidental. Esto no significa, desde luego, que la historia universal comience para Hegel en Grecia y mucho menos en Platón. Como se sabe, y como el mismo Hegel explicita en las Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte: “La historia universal va de Oriente a Occidente [von Osten nach Westen]. Europa es absolutamente el término [das Ende] de la historia universal. Asia es el principio [der Anfang]” (W 12: 134). Sin entrar a discutir aquí el profundo eurocentrismo que anima la concepción histórica y filosófica de Hegel, lo cierto es que el inicio de la historia universal no coincide para él con el mundo griego, sino con el mundo asiático (China, India, Persia, etc.).
Pero entonces, ¿por qué afirmar que la ciencia de la experiencia de la conciencia coincide con la historia de la metafísica occidental, siendo que para Heidegger la metafísica surge en Grecia y más concretamente en el pensamiento de Platón? En efecto, una cosa es decir que la lógica hegeliana y su concepción de la historia universal es una de las expresiones más acabadas de la metafísica occidental, y otra cosa es decir que la historia universal, tal como Hegel la entiende, es la historia de la metafísica occidental. Heidegger parece decir lo primero, pero al mismo tiempo deja entrever la posibilidad de lo segundo. De todas formas, no importa demasiado si la historia del espíritu absoluto comienza en Asia o en Grecia. Lo que importa, en todo caso, es que en la filosofía griega esa historia adquiere por primera vez su determinación propiamente metafísica. Podría decirse incluso que la cultura griega marca el inicio del eón metafísico del espíritu absoluto.
Si bien la historia universal comienza en Asia, es recién en Grecia que el espíritu absoluto, volviéndose consciente de la equivalencia entre ser y pensar en la filosofía de Parménides y luego en el platonismo, asume su condición metafísica y despliega todas las consecuencias históricas de esa condición. No hay que olvidar que para Hegel “la verdadera filosofía comienza, en rigor, con Parménides” (W 18: 290); esto es así porque el filósofo de Elea “se libera de todas las opiniones y representaciones, les niega todo valor de verdad y afirma que sólo la necesidad, el ser, es lo verdadero” (W 18: 290). Desde este punto de vista, y sólo desde él, es factible afirmar que el desarrollo histórico del sujeto absoluto que describe Hegel en términos conceptuales coincide con la historia de la metafísica occidental que describe Heidegger en términos onto-teo-lógicos.
Si esto es así, entonces el sujeto absoluto que encarna esa historia debe encontrar su inicio en Platón y su fin en Nietzsche, puesto que Heidegger sitúa el inicio de la metafísica en el preciso momento en el que Platón comienza a pensar al ser bajo la noción de idea, dando lugar al famoso olvido de la diferencia ontológica y a la confusión del ser con un ente privilegiado, del mismo modo que sitúa el fin de la metafísica en la filosofía de Nietzsche, quien invierte el platonismo y lleva a su consumación la metafísica de la subjetividad concebida ahora como voluntad de poder. Estas tesis de Heidegger me permiten enmarcar el inicio y el fin del sujeto absoluto que propongo pensar en términos de psicosis. Sin embargo, es preciso infligir a estas tesis heideggerianas una torsión hermenéutica: por un lado, con Heidegger, sostendré que el inicio y el fin del sujeto absoluto de la metafísica coincide con Platón y Nietzsche respectivamente; por otro lado, contra Heidegger, sostendré que ese inicio y ese fin responden a motivos diversos a los que él aduce.
Para ir al grano: si la metafísica comienza con Platón no es porque el fundador de la Academia identifique al ser del ente con la noción de idea, sino porque en su filosofía se produce la forclusión del NP y su reemplazo por la muleta imaginaria capaz de compensar al sujeto absoluto y permitirle desenvolverse a lo largo de la historia; del mismo modo, si la metafísica se concluye con Nietzsche no es porque su filosofía lleve a cabo la inversión definitiva del platonismo, sino porque el autor del Zarathustra muestra el colapso psíquico que implica la muerte de Dios. Este doble movimiento hermenéutico de pensar con y contra Heidegger puede resumirse en dos tesis:
1) Es la forclusión del Nombre-del-Padre y la compensación imaginaria que tiene lugar en la filosofía platónica, y no la mera confusión del ser con la idea, lo que marca el inicio de la historia de la metafísica.
2) Es el brote psicótico de Nietzsche en la plaza de Turín, y no la mera inversión de los valores platónicos, lo que marca el fin de la historia de la metafísica.
En suma: el nombre Platón indica el momento lógico-estructural de la forclusión del NP y la correlativa compensación imaginaria; el nombre Nietzsche, el momento lógico-estructural del desencadenamiento psicótico.
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En otro lugar (Prósperi 2025, pp. 102-132; 2025a, pp. 14-42), he sugerido que para comprender la constitución psíquica del sujeto absoluto es preciso tener en cuenta a tres pensadores de la Antigüedad griega: Anaximandro, Parménides y Platón. Anaximandro afirma que el principio (arché) de todas las cosas es lo ilimitado o infinito (ápeiron). Parménides limita o determina el ápeiron de Anaximandro, impone la ley, fija el límite del ser. Platón, por último, no reconoce la ley establecida por Parménides, que permanece forcluida. Las diversas declinaciones de la compensación imaginaria que viene a tapar el agujero dejado por esa forclusión se conocen como historia de la metafísica.
No cuesta demasiado percibir que Anaximandro cumple una función análoga a la de la madre en el complejo de Edipo. La madre es el ápeiron del cual surgen todas las cosas (tà ónta) y a la cual retornan, pues deben pagar la pena por haberse determinado y separado de la unidad originaria (DK 12 A 9). El castigo consiste precisamente en el retorno de las cosas a la indeterminación de la cual surgieron según el orden del tiempo. Ápeiron es el significante 1 (S1), equivalente al DM. Parménides, por su parte, cumple una función análoga a la del padre al introducir un segundo significante (S2), peîras, equivalente al NP en tanto instituye el límite de la ley. El NP decreta que el ser posee un peîras pýmaton, un límite último o supremo (DK 28 B 8: 42).
¿Qué significa este peîras pýmaton? ¿Qué establece finalmente la ley? La ley establece que “no hay ni habrá nada ajeno fuera de lo que es [oudèn gàr <è> estìn è éstai állo párex toû eóntos]” (DK 28 B 8: 36-37). Oudén es un pronombre indefinido que significa “nada”, pero que también tiene el sentido de una negación o prohibición contenida en la partícula oudé. Lo que el NP –el pro-nombre-del-Padre oudén– asegura es que el ser encuentre su límite y su consistencia. Dicho de otro modo: el pronombre oudén finitiza al ser, recorta al ápeiron de Anaximandro, lo ordena y lo determina. Esta es justamente la función de la ley: determinar al ser y garantizar su consistencia. Por eso Lacan afirma en esta época, aunque luego cambiará de opinión, que el NP es el Otro del Otro (Chiesa 2007, pp. 105-138).
El NP le pone un freno al goce infinito e ilimitado de (la madre) Anaximandro. Pero la cuestión decisiva, cuya consecuencia directa es la psicosis del mundo actual, es que el NP no accede a la simbolización. La prohibición de Parménides no se inscribe en lo simbólico. El pronombre oudén resulta, pues, forcluido. Y si el pronombre oudén resulta forcluido, entonces Platón retiene por verdadero que “hay y habrá algo ajeno fuera de lo que es”. Este enunciado podría escribirse en griego de la siguiente forma: <è> estìn è éstai ti állo párex toû eóntos. Si se comparan las dos frases, la del padre Parménides: oudèn gàr <è> estìn è éstai állo párex toû eóntos, y la del hijo Platón: <è> estìn è éstai ti állo párex toû eóntos, se advertirá rápidamente que allí donde figuraba oudén, el no y la nada, figura ahora ti, un pronombre también indefinido que significa “algo”.
Es decir: la estructura inconsciente del sujeto absoluto va a cubrir el agujero dejado por el pronombre oudén forcluido que, en tanto S2 paterno, debería haber impuesto el límite y elidido al S1, al ápeiron de Anaximandro, análogo al DM, con el pronombre ti, del orden de lo imaginario. Este acontecimiento forclusivo es absolutamente fundamental. ¿Por qué vivimos en la psicosis? Porque allí donde debería haberse inscripto el pronombre oudén hay sólo un agujero, “un puro y simple agujero”, para emplear la expresión de Lacan.
Los platonistas me objetarán: ¡pero Platón respeta la ley del padre Parménides según la cual el ser es determinado, incluso respeta la premisa de que ser y pensar son lo mismo! Sin duda. Pero el punto está en la naturaleza del límite y de la ley. El ser, para Platón –y, dicho sea de paso, para toda la tradición platónica, Aristóteles incluido–, es determinado, es decir limitado. Y es justamente por ser limitado y determinado que puede ser pensado. En efecto: para toda esta tradición, ser en sentido propio equivale a ser inteligible. Discutir esto sería absurdo. Pero mi argumento no consiste en negar la condición determinada del ser, sino en negar el estatuto simbólico de esa determinación. Lo que hace la estructura inconsciente del sujeto absoluto es velar con un fantasma el agujero dejado en lo simbólico por el oudén forcluido.
Es lo que veíamos hace un momento: el sujeto compensa imaginariamente la forclusión del NP. De tal modo que el límite del ser, el límite que Platón le reconoce al ser y que le permite identificarlo con lo inteligible, no proviene de la prohibición parmenídea representada por el pronombre oudén, sino de la “muleta imaginaria” representada por el pronombre ti. Como Platón no encuentra un límite simbólico al goce del Otro materno, al ápeiron de Anaximandro, se inventa un límite imaginario que le permita desenvolverse de forma más o menos compensada. ¡Y vaya que resultó exitosa esa compensación! En términos filosóficos, es lo que se conoce como “historia de la metafísica occidental” (Heidegger) o “metafísica de la presencia” (Derrida). Platón es el nombre de este momento auroral, constitutivo, de la estructura psíquica del sujeto absoluto. Entiéndase: el nombre “Platón” significa para mí el momento lógico-estructural de la forclusión del pronombre oudén, que habría debido instaurarse en lo simbólico, y su reemplazo por el pronombre ti, que la estructura inconsciente encuentra en lo imaginario.
Desde mi perspectiva, el nombre Platón designa tanto el momento de la forclusión como el momento de la compensación imaginaria. Lo forcluido es oudén; la compensación es ti. Y es precisamente este ti, este algo que cubre el agujero paterno en lo simbólico, lo que estallará a fines del siglo XIX. Lacan se pregunta, a propósito: “¿Qué vuelve súbitamente insuficiente las muletas imaginarias [les béquilles imaginaires] que permitían al sujeto compensar la ausencia del significante? ¿Cómo vuelve el significante en cuanto tal a formular sus exigencias? ¿Cómo interroga e interviene lo que faltó?” (1981, p. 231). La consigna de Nietzsche “Dios ha muerto” va a expresar precisamente esta insuficiencia de la compensación imaginaria y el consecuente hundimiento del sujeto absoluto en el ápeiron materno; en los términos de Isabelle Stengers, la intrusión de Gaia (2009).[2] El fracaso del ti provoca el retorno en lo real del oudén forcluido en lo simbólico. El ápeiron de Anaximandro se le revela al sujeto absoluto como una exterioridad nulificante y atroz.
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Los griegos tuvieron una vivencia muy clara de este mecanismo psíquico que comienza con la forclusión de un significante y termina con un brote psicótico. Lo que estaba en juego en el proceso de constitución psíquica del sujeto absoluto no era sino la compleja relación entre lo finito y lo infinito. La función del Nombre-del-Padre, como vimos, es justamente finitizar o limitar la realidad, poner un freno al goce del Otro. La función de la castración es por eso separar el goce del cuerpo y enmarcar la realidad. El riesgo: el aplastamiento del sujeto bajo el peso del Otro infinito: el ápeiron (de la madre) Anaximandro, la intrusión de Gaia. El caso de Aristóteles es en este sentido ejemplar. El estagirita expresa como ningún otro autor antiguo el peligro del brote, la amenaza del Otro materno: si lo infinito afecta a los cuerpos y, más allá, al ser que, por supuesto, para él como para los platónicos es finito y determinado, entonces “lo finito será destruido por lo infinito [phtharésetai hypò toû apeírou tò peperasménon]” (Met. XI, 10, 1066b30-31); y poco después, aclara que:
…el infinito no puede ser tampoco un cuerpo uno y simple ni, como algunos dicen [la expresión que el estagirita utiliza aquí, hos légousí tines, alude a Anaximandro (Ross 1924: 332)], algo que existe aparte de los elementos [parà tà stoicheîa] y de lo cual hacen que éstos se generen [ex hoû gennôsi] (y es que no existe un cuerpo tal aparte de los elementos [ou phaínetai dè toûto parà tà haplâ sómata]. Todo, en efecto, se descompone en aquello de lo cual consta [dialýetai eis toûto], y no parece que haya algo tal aparte de los cuerpos simples [parà tà haplâ sómata]), ni tampoco el fuego o algún otro de los elementos. (Met. XI, 10, 1066b34-1067a2)
Debe recordarse que el Nombre-del-Padre, de haberse inscripto en lo simbólico, habría vedado la posibilidad de que ese “algo” ajeno fuera (párex: pará + ex) del ser pudiera desbaratar su consistencia metafísica. Aristóteles ratifica el dictum parmenídeo: no puede haber algo, el ápeiron de Anaximandro, fuera o al lado de los elementos (parà tà stoicheîa), que representan para él los cuerpos más simples (tà haplâ sómata) del cosmos. Pero de nuevo: todo el problema es que esta limitación ontológica, propia de la cultura griega, es en realidad, a partir de Platón, sólo imaginaria. De allí que Aristóteles, como su maestro en el Timeo, no deje de presentir el riesgo que acecha en el infinito materno. Hay que atender a dos verbos: phteíro, destruir, corromper, y dialýo, disolver, diluir. Si el infinito invade el ser (del sujeto), este se destruye.
En otras palabras: si el límite imaginario falla, el sujeto se disuelve en el infinito materno. Por esta razón, Rodolfo Mondolfo había ya advertido que lo que estaba en juego en la contraposición finito-infinito o determinado-indeterminado tan típica de la cultura griega era la exigencia de que, si bien lo finito y lo determinado debían regir y subyugar a lo infinito e indeterminado, “ninguno podía anularse y resultar absorbido en el otro” (2012, p. 411).
Aristóteles aborda el problema del infinito con mayor detenimiento en el Libro III de la Física. Uno de los objetivos centrales es mostrar que el infinito no existe en acto (entelécheia), sino que existe en potencia (dýnamis). Aristóteles dice: dynámei eínai tó ápeiron (Física, III, 6, 206a18), lo infinito existe de modo potencial. El riesgo que intenta evitar el estagirita es el de convertir al infinito en un principio, tal como habían hechos algunos filósofos anteriores, entre los cuales cuenta a los pitagóricos y al mismo Platón. Se trata por eso de afirmar que “no es posible que el infinito exista como un ser en acto [hos energeía] o como una substancia y un principio [hos ousían kaì archén]” (III, 5, 204a20-21). Si el ápeiron es concebido como un principio o como una substancia, entonces existe la posibilidad de que destruya a lo finito. No es casual que en la Física utilice un argumento similar al de Metafísica XI, 10 con el fin de mostrar la imposibilidad de que exista un cuerpo infinito. En este caso emplea la imagen del fuego y el aire:
Porque si el poder de un cuerpo [sómati dýnamis] fuera inferior al de otro en una cantidad cualquiera (por ejemplo, si el fuego fuera finito y el aire infinito [tò pŷr pepérantai, ho d’ aèr ápeiros], y una determinada cantidad de fuego superase en poder [tê dinámei hoposaplasionoûn] a la misma cantidad de aire, aunque en una proporción siempre numerable), es evidente que el cuerpo infinito prevalecería y destruiría al cuerpo finito [tò ápeiron hyperbaleî kaì phtereî tò peperasménon]. (III, 5, 204b14-21)
Aristóteles utiliza el verbo hyperbállo, exceder, sobrepasar, traspasar, etc. para describir la acción de lo infinito sobre lo finito que está en juego en el desencadenamiento de la psicosis. Que además este ápeiron para Aristóteles se identifique en cierta forma con la noción de hýle, materia, es más que claro cuando explica la naturaleza potencial que define a ambos conceptos. Lo infinito, dice el estagirita, “existe potencialmente, como la materia [hos he hýle], pero no existe por sí mismo [ou kath’ autó], como existe lo finito [hos tò peperasménon]” (III, 6, 206b14-16). Todo el problema radica en que la materia o el infinito, la hýle o el ápeiron, existan por sí mismos. Aristóteles rechaza rotundamente tal posibilidad.
Así como la materia depende de la forma para existir, lo infinito depende de lo finito. La cuestión gira en torno a esta dependencia. Para toda la tradición platónica, y en cierta forma para gran parte de la cultura griega, el ser es determinado y definido. Es la gran herencia de Parménides. El ser está contenido y sujetado por límites infranqueables. Aristóteles es un heredero directo de esta concepción metafísico-cosmológica: “como la materia, lo infinito está dentro de algo que lo contiene [periéchetai gàr he hýle entòs kaì tò ápeiron], y lo que lo contiene es la forma [periéchei dè tò eîdos]” (III, 7, 207a35-207b1). Todo el drama consiste en que la forma (tò eîdos) –es decir la ley del padre– deje de contener al infinito materno y por lo tanto que lo infinito absorba por completo a lo finito. Este riesgo obedece al hecho de que a partir de Platón el límite del ser no es del orden de lo simbólico sino de lo imaginario.
Aristóteles siente que hay un peligro; siente que la ley del padre Parménides no fue del todo escuchada por Platón, o que fue escuchada sólo en apariencia; siente que Platón hizo como si (hoîon) obedeciese al padre; siente que en la concepción platónica de la materia (chóra) se oculta una amenaza atroz. Por eso intenta asegurar por todos los medios la consecución exitosa de la metáfora paterna. Lo infinito, insiste Aristóteles, debe ser contenido, limitado, determinado por la forma. Es decir: el Nombre-del-Padre debe inscribirse en lo simbólico. Por eso confiesa que “Parménides habló mejor que Meliso, ya que este dice que lo infinito es todo [tò ápeiron hólon], mientras que para el primero el todo es finito [tò hólon peperánthai] y «equidistante del centro»” (III, 6, 207a15-17).
Sin embargo, lo que sucedió con Platón, lo que no deja de inquietar a su alumno más genial, es ni más ni menos que la forclusión del Nombre-del-Padre, la no inscripción de la ley parmenídea en el registro de lo simbólico. Cuando Nietzsche se derrumbe en Turín, pero también cuando el presidente Schreber sea internado en la clínica psiquiátrica de Leipzig y Georg Cantor en la Halle Nervenklinik, el sujeto absoluto experimentará en carne propia el riesgo presentido por Aristóteles: lo finito dejará de contener (imaginariamente) a lo infinito y se disolverá en él.
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En un famoso texto de 1883 titulado “Über eine elementare Frage der Mannigfaltigkeitslehre”, Cantor recupera la crítica aristotélica al infinito actual para refutarla a partir de su propia teoría. Entre los innumerables hallazgos de este ensayo, se encuentra una observación que, por su simplicidad, considero prodigiosa y absolutamente central para mi planteo. Cantor sostiene que Aristóteles podría tener razón y que un número finito bien podría resultar absorbido por uno infinito, pero siempre y cuando el número finito se ubicase antes del infinito. Si sucediese lo contrario, si a un número infinito se le añadiese uno finito, entonces este no se disolvería en el infinito:
Otro argumento usado por Aristóteles contra el infinito es que, si este existiese, lo finito sería suprimido y destruido [aufgehoben und zerstört], porque el número finito resultaría aniquilado [vernichtet wird] por el infinito; pero la verdad, como veremos claramente más adelante, es que a un número infinito (que sea conceptualmente determinado y completo) se le puede perfectamente adicionar uno finito sin que con eso el segundo resulte suprimido [ohne daß hierdurch eine Aufhebung der letzteren bewirkt wird] (es más: es el número infinito el que se ve modificado [modifiziert] por la adición de uno finito); sólo el proceso inverso, es decir la adición de un número infinito a un número finito que esté ubicado primero [zuerst], provoca la supresión de este último [die Aufhebung der letzteren] sin que el otro resulte modificado. (1932, p. 174; cursivas en el original)
Este pasaje de Cantor anuncia a su modo la metáfora paterna de Lacan. En efecto, ¿acaso la función del significante del Nombre-del-Padre (NP) no es finitizar o limitar el Deseo (infinito) de la Madre (DM)? Pero la consecución exitosa de la metáfora paterna y la correspondiente inscripción del NP en lo simbólico depende de la posición de los significantes. Este asunto me parece, lo mismo que a Cantor aunque por otras razones, fundamental. De hecho, poco después lo explica a la perfección (téngase en cuenta que ω vale por un número infinito):
Si ω es el primer número de la segunda clase numérica, 1 + ω = ω, pero ω + 1 = (ω + 1), donde (ω + 1) es un número totalmente diverso de ω. Aquí se ve claramente que todo se reduce a la posición del finito respecto al infinito [die Stellung des Endlichen zum Unendlichen]; si el primero está adelante, desaparece en el infinito y se diluye allí [in dem Unendlichen auf und verschwindet darin]; si en cambio se retrae [bescheidet es sich] y se ubica detrás [nimmt seinen Platz hinter dem Unendlichen], el finito se conserva y se liga con él en un infinito que, en cuanto modificado [modifizierten], es nuevo [neuen]. (1932, p. 177)
La maravilla de este pasaje, como he dicho, es que contiene in nuce la metáfora paterna de Lacan, formalizada en términos aritméticos. El número ω es el infinito materno, el S1 o DM, el ápeiron de Anaximandro; el + 1 es la operación de limitación o castración, el S2 o NP, el peîras de Parménides; (ω + 1), por último, es el sujeto provisto del falo, diverso tanto del DM cuanto del NP, razón por la cual Cantor dice que se trata de un número nuevo. La fórmula ω + 1 = (ω + 1) equivale perfectamente a la metáfora paterna, siempre y cuando entendamos a 1 como el NP y a (ω + 1) como una subjetividad fálicamente estructurada.
Pero la gloria de este pasaje de Cantor es que no sólo nos brinda la fórmula aritmética del Edipo, sino también la fórmula del brote o de la coyuntura dramática: 1 + ω = ω. La forclusión del NP y el ulterior fracaso de la compensación imaginaria provoca que el sujeto se disuelva en el ω infinito. Si la inscripción del NP se dice ω + 1, el brote generado por la forclusión se dice 1 + ω. Si el + antes del 1 y detrás de ω protegía al sujeto del (goce) infinito de la madre, el + detrás del 1 y antes de ω lo abisma y lo diluye en él. Pero he dicho también que el sujeto absoluto logra compensarse imaginariamente y que esa compensación coincide ni más ni menos que con la historia de la metafísica.
¿Cómo se expresa esta compensación en los términos de Cantor? Diríamos que al S1 u ω se le adiciona un S2, un + 1, pero ese S2 no es el NP (representado aquí por el número 1), sino un ti imaginario, una mera proyección. No se trata entonces de + 1, sino de + x, siendo x una identificación especular. La fórmula de la compensación, en consecuencia, es: ω + x = (ω + x), pero en este caso el + x, por pertenecer a lo imaginario y no a lo simbólico, adolece de una precariedad inherente. Que se trate de + x y no de + 1 implica que el resultado de la operación no es la significación fálica (ω + 1) sino el fantasma psicótico (ω + x).
Dicho de otro modo: la operación de finitización, de consistencia, es frágil y rudimentaria, es una pseudo-finitización. En cualquier momento, si es que el sujeto absoluto es llamado a responder, si se enfrenta a alguna situación que pone en juego su existencia y su subjetividad, el ω + x puede convertirse en x + ω. Si tal cosa sucede, si el ti imaginario resulta desplazado delante de ω, el sujeto se pierde en el infinito. Esta dilución o desaparición del sujeto en ω es lo que se conoce como brote psicótico o desencadenamiento. Su fórmula es: x + ω = ω. Es el momento en el que lo forcluido en lo simbólico, el oudén, retorna en lo real, por ejemplo bajo el modo de la alucinación. La Gran Alucinación del Capitalismo, de este mundo crepuscular y eclipsado en el que vivimos, a la vez post-humano y post-metafísico, es el oudén forcluido, el nihilismo, el más inquietante de todos los huéspedes, el desierto que crece.
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Si los tiempos que corren son la consecuencia directa del brote psicótico experimentado por el sujeto absoluto ese 3 de enero de 1889 en la plaza de Turín (varios “casos” no considerados en este ensayo también lo corroboran: Hölderlin, Nerval, Schumann, Strindberg, Van Gogh, Schreber, Warburg, Artaud, Nijinski, etc.), ¿qué terapéutica podemos pensar hoy?, ¿qué estrategia podemos adoptar frente a la radicalidad en apariencia devastadora del diagnóstico? Si es un hecho que la psicosis se ha desencadenado y que la nada infinita (el nihilismo) marca el tono y el horizonte de nuestro tiempo, entonces no puedo pensar más que en el delirio como la única forma posible de estabilización. Puede sonar sombrío y poco esperanzador que sólo nos quede recurrir al delirio como alternativa.
Pero sucede que, como bien mostraron Deleuze y Guattari en L’Anti-Œdipe (1972), hay dos tipos de deliro: el paranoico-reaccionario y el esquizofrénico-revolucionario. Que el delirio triunfante del mundo actual sea el paranoico-reaccionario es un hecho. Y ante esta constatación, no se me ocurre más que oponerle a la unidad paranoica un nuevo tipo de delirio, al que no dudaría en calificar, más allá de lo anacrónico que pueda sonar hoy, de militante-revolucionario. Quisiera entonces recuperar el esquema I que propone Lacan en “D’une question préliminaire à tout traitement de la psychose”, texto que condensa de alguna manera la concepción de la psicosis que había desarrollado a lo largo de los años cincuenta y que encuentra en Schreber su figura paradigmática, porque además de dar cuenta del proceso de infinitización de la realidad en el que se hunde el psicótico, da cuenta también –y de manera fundamental– de la estabilización lograda a través del delirio:

Este esquema, explica Lacan, representa las condiciones bajo las cuales el sujeto ha logrado recomponer la realidad, una vez que el delirio le ha permitido estabilizar la ausencia del padre (Po) y del falo (Φo) o, dicho de otro modo, una vez que el sujeto ha sido capaz de construir otro ti delirante. Lo que hace posible el delirio, entonces, es que el destino del sujeto psicótico no sea el caos absoluto o la desintegración en el goce infinito del Otro materno, sino lo que Lacan llama una “solución elegante” y eficiente:
Este esquema demuestra que el estado terminal de la psicosis no representa el caos coagulado [le chaos figé] en que desemboca la recaída de un sismo [la retombée d’un séisme], sino antes bien esa puesta a la luz de líneas de eficiencia [lignes d’efficience], que hace hablar cuando se trata de un problema de solución elegante [solution élégante]. (1966, p. 572)
El delirio permite entonces dar una “solución elegante” a la ruptura de la muleta imaginaria y a la consecuente fragmentación de la psiquis. Lacan encuentra en el delirio, siguiendo en este punto al Freud del ensayo sobre Schreber à la lettre, la posibilidad de que el desencadenamiento de la psicosis no abisme al sujeto en un caos helado, sino que le permita estabilizarse de forma más o menos eficiente. El delirio hace así posible que el post-brote no sea para el sujeto una recaída caótica sino la restauración de un lugar más o menos consistente y habitable:
Queda la disposición del campo R en el esquema, por cuanto representa las condiciones bajo las cuales la realidad se ha restaurado [s’est restaurée] para el sujeto: para él especie de islote cuya consistencia le es impuesta después de la prueba por su constancia, para nosotros ligada a lo que se la hace habitable [la rend habitable], pero también que la distorsiona [la distord], a saber, retoques excéntricos [des remaniements excentriques] de lo imaginario I y de lo simbólico S, que la reducen al campo del desnivel entre ambos. (1966, p. 573).
Admitamos que en la actualidad no existe ya ningún espacio que sea habitable sin distorsión, sin estos retoques excéntricos de lo imaginario y lo simbólico que son característicos de la trama delirante. Por eso las cuatro esquinas (m, I, i, M) del esquema I están abiertas y tienden al infinito. El delirio no cierra por completo la realidad, no la finitiza ni normaliza el goce, como sucede en el caso de la neurosis, pero así y todo crea un cierto orden en el caos, un cierto hábitat en el que se puede vivir sin hundirse en la nada misma.
¿Qué nos muestra el mundo actual, luego del brote psicótico? Que las esquinas de la realidad se han abierto hacia el infinito y en “la doble curva de la hipérbola” y “la doble asíntota” que para Lacan grafica el esquema I acecha la nada misma, el oudén forcluido en el momento de estructuración psíquica del sujeto absoluto que tuvo lugar en la filosofía platónica. No hay que sorprenderse entonces si vivimos en una época caracterizada por el nihilismo y el negacionismo (Di Cesare 2022).
Así las cosas, la única opción que vislumbro es la de reemplazar el delirio paranoico-reaccionario por un delirio militante-revolucionario. Que además este delirio militante-revolucionario sólo pueda implementarse en nuestro país en el marco del peronismo es algo que ya había advertido con agudeza John W. Cooke a fines de la década del cincuenta. En este sentido, el intercambio epistolar entre Cooke y Perón que se prolonga durante toda una década, de 1956 a 1966 (Duhalde 2014), marca el espacio mismo de este delirio que no dudaría en calificar, asumiendo toda la carga subversiva y montonera que remite a los años setenta, de peronismo de izquierda.
Lo atroz, en todo caso, sería que la nada infinita, el ápeiron de Anaximandro, hubiera derruido hasta los cimientos mismos de lo imaginario, dejándonos sin la posibilidad siquiera de imaginar un más allá del capitalismo. Piénsese, sin ir más lejos, en la devastadora tesis atribuida a Fredric Jameson y recuperada luego por autores como Mark Fisher. De ser así, al colapso de la psiquis del sujeto absoluto sólo le podría seguir el caos coagulado en que desemboca la recaída de un sismo. Los hombres no estarían simplemente solos (Scalabrini Ortiz 2019), como ya lo están, sino que ni siquiera esperarían.
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Notas:
[1] Como resultará evidente en las páginas que siguen, mi planteo difiere del de otros pensadores que también han teorizado acerca de la psicosis del mundo actual, por ejemplo Deleuze y Guattari o, en tiempos más recientes, Franco Berardi. En un texto escrito durante la pandemia titulado sugerentemente The Third Unconscious: The Psychosphere in the Viral Age (2021), Berardi distingue tres fases del inconsciente social o “psico-esfera”: una primera fase neurótica, freudiana; una segunda fase psicótica, neoliberal; una tercera fase autista o fóbica, cuyo umbral –al cual Berardi llama “umbral de la psico-deflación” (2021: 68)– estaríamos recién atravesando. Por mi parte, todo el siglo XX hasta la actualidad se inscribe bajo el signo de la psicosis y del delirio. Esto significa que las mutaciones psíquicas del mundo contemporáneo son para mí, a diferencia de la propuesta de Berardi, siempre variaciones intra-psicóticas. Hay que decir, sin embargo, que The Third Unconscious modifica algunas tesis sostenidas por el propio Berardi a principio del siglo XXI donde el mundo contemporáneo era pensado en términos de esquizofrenia: “Las patologías que dominan la escena de nuestro tiempo no son ya, en realidad, las patologías neuróticas producidas por la represión de la libido, sino más bien las patologías esquizoides producidas por el estallido expresivo del just do it” (2007: 214). Sin embargo, a diferencia de Berardi que entiende a la psicosis desde el marco conceptual esbozado sobre todo por Deleuze y Guattari en L’Anti-Œdipe, yo la entiendo desde el marco teórico esbozado por Lacan preferentemente en los años cincuenta. Como podrá constatarse en breve, no es una diferencia menor.
[2] En un texto notable, Paula Fleisner ha recurrido a otra diosa griega, más misteriosa aún que Gaia pero en una relación íntima con ella, para nombrar e imaginar “una existencia relacional de entidades vivientes y no vivientes, (…) un sistema que hace y deshace, compone y descompone los elementos semiótico-materiales que lo habitan” (2024: 167). Se trata de Chthonia: “La mitología griega que pensó a Gaia también imaginó a Chthonia, una diosa informe y escondida que Zeus recubre con Gaia, un manto bordado de colinas, campos floridos, pueblos, bosques y rebaños” (2024: 163). Gaia vendría a ser la parte visible de la tierra, su cara externa, envuelta e iluminada por Urano, mientras que Chthonia sería la parte oculta de la tierra, su cara interna, subterránea, alejada de los hombres y de los dioses. Gaia y Chthonia forman pues una suerte de dualidad terrestre. Así como se habla del lado oscuro de la luna, debería hablarse también del lado oscuro de la tierra. (Un Pink Floyd futuro debería editar alguna vez ese álbum). Decir “Chthonia” es hablar de ese lado oscuro.
Germán Osvaldo Prósperi es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de La Plata. Se especializa en problemas vinculados a la metafísica y la antropología filosófica. Es docente e investigador en la UNLP. Ha realizado seminarios de posgrado en la Università degli Studi di Genova (Italia) en los años 2005-2006. En el año 2017 ha finalizado y aprobado un Posdoctorado en Ciencias Humanas y Sociales en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha publicado diversos artículos en revistas especializadas, tanto nacionales como internacionales. Algunos de sus libros son: La máquina óptica. Antropología del fantasma y (extra)ontología de la imaginación (Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2019), Metanfetafísica. Ensayo de sobredosis ontológica (Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2023) y Casi nada. Ocho lecciones sobre el problema de la materia en la tradición platónica (Buenos Aires, Ragif Ediciones, 2024).