Aproximaciones a una crítica feminista de la teoría del delito
Luciana Álvarez
Natalia Monasterolo
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Presentación
Creemos no exagerar si decimos que lo jurídico en nuestros días, y de manera intensa desde hace varias décadas, constituye una de las formas por excelencia de lidiar con lo político y su contingencia. Suele decirse que es por efecto de la presuntuosa voluntad onmiabarcadora de los juristas. Algo de eso parece ser cierto. Pero, es igualmente observable que al menos en Occidente, desde los años ‘80 hacia delante, el discurso de los derechos, y específicamente el de los derechos humanos, integran el horizonte de toda transformación política posible, toda disputa política tiende a “traducirse” en términos de derechos, y últimamente en términos punitivos, desplazando el horizonte político hacia la codificación jurídica y lo carcelario[1].
En cierto sentido, la lengua del derecho ha tendido a hegemonizar el espacio político, llevándonos a la necesidad de trabajarla de manera precisa. Un trabajo riguroso sobre aquello en que consisten los derechos y el modo en que funcionan constituye una tarea ineludible, tanto como políticamente relevante, que puede contribuir a la problematización de los discursos de diversas disciplinas y espacios sociales, en los que lo jurídico cobra día a día mayor relevancia. Especialmente, en estos tiempos en que el vaciamiento de las formas políticas de lo democrático nos invita a fantasear con la idea de que: más derechos equivale a más y mejor democracia, como si la sola inscripción jurídica de nuestras expectativas poseyera la virtualidad de cambiar el mundo. Sospechamos de esa potencia per se del derecho. Creemos que es necesario reflexionar críticamente sobre la capacidad terapéutica de lo jurídico en nuestros días.
Inspiradas por alguna incomodidad ante el sintagma “derechos democracia”, proponemos pensar ¿Qué es lo que está juego cuando esta operación jurídica de traducción de aspiraciones, necesidades, demandas se pone en funcionamiento? ¿Qué tipo de hacer involucra lo jurídico como maquina codificadora? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Qué relación guarda esta máquina con la dogmática jurídica como saber específicamente jurídico? Y especialmente ¿Qué sucede cuando ella se enfrenta con aquello que necesariamente la desborda, tal como lo hacen algunas líneas de transformación de los feminismos?
Para avanzar sobre una posible respuesta a esos interrogantes, nos detendremos en este artículo en un punto muy específico de la praxis jurídica. Analizaremos qué supone la teoría del delito como campo privilegiado de la labor dogmático penal. Veremos de qué modo el sujeto hegemónico del conocimiento produce desde allí una inventiva en torno a la narrativa del derecho. La crítica feminista será el marco de referencia para pensar en esto.
No queremos comenzar sin antes señalar que las reflexiones vertidas en este artículo representan una pequeña parte de una discusión mayor que hemos construido a lo largo de más de tres años. Este artículo es una forma de compartir algo de aquello que aún se continúa gestando.
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Del derecho al sujeto del derecho
Antes un poco de genealogía.
Preguntarnos por la máquina jurídica moderna como tecnología de organización social nos lleva directamente a preguntarnos por el estatuto del derecho que —como arte/actividad— posee una historicidad que trasciende y antecede a la modernidad, aun cuando su forma moderna prevalece todavía en nuestros días.
A pesar de constituir un adagio insistentemente reiterado, la idea de que donde hay sociedad hay derecho posee una dudosa procedencia. La voz latina con la que lo conocemos: "ubi societas, ibi ius" parece situarnos en la estela del derecho romano. Habrían sido los habitantes de esa pequeña ciudad del mediterráneo los que dieron forma a esa técnica de organización de la vida social que hoy denominamos derecho, que inicialmente se conoció como "ius", y pretendieron entronizarla como corolario necesario de lo social (Schiavone, 2009).
Actualmente, al mismo tiempo que sabemos que los seres humanos constituyen el efecto de un proceso de hominización por el cual los grandes primates mutaron y evolucionaron; sabemos que el lenguaje constituye una técnica que habría cobrado forma en un estadio avanzado de ese mismo proceso (Peirone, 2024, 26); sabemos que la dimensión racional alcanzó un lugar destacado mucho más tarde, a través de la filosofía, y el derecho -por fin- constituye un desarrollo muy reciente que se remonta a los últimos siglos de la era pre-cristiana. Se trata de una invención relativamente reciente.
Desde sus orígenes romanos el derecho es una invención que se normaliza, que se hace norma, que se hace máquina, una mezcla de costumbres arraigadas que en determinados momentos, a lo largo de la historia occidental, son reunidas en un cuerpo único en el afán de suprimir reiteraciones, ordenar, sistematizar. La voluntad por la cual se pretende dotar a esa amalgama de emociones, privilegios y modos de hacer cristalizados por la fuerza de la excepción y su posterior repetición, de una racionalidad original y en cierto modo extraordinaria, forma parte de la máquina codificadora que encontrará en la modernidad una de sus formas decisivas al fundir recopilación y razón, bajo la idea de ciencia del derecho. Una línea de tendencia que encontrará su clímax en el siglo XIX, cuando la disputa por las cátedras, las facultades y el poder de los saberes fuerce a los juristas a despertar de su ensoñación.
El derecho comienza a pensar, a dar forma, a su estatuto epistemológico buscando con ello bruñir la legitimidad de sus palabras. Ese derrotero lo llevará por los pedregosos caminos de la racionalidad científica. Quien produce, reproduce, encamina y recepta prácticas aplicativas de la ley; es decir, el sujeto del y de derecho, es primero el sujeto de la ciencia. La ciencia se presenta de este modo como la semilla del conocimiento, una simiente pretendidamente pura, objetiva y universal, que instala esa idea en quienes la producen, la aplican y la transmiten, al punto de infundir en sus raíces más profundas y sus brotes más distantes la misma cualidad.
La epistemología feminista, con diversos enfoques y variantes, se ha ocupado de este asunto. Lo que interesa de todas estas posiciones, al margen de sus diferencias, es que se enlistan en una búsqueda de sentido nada menor, y, en sintonía, no solo desmantelan la idea de sujeto universal como productor del conocimiento, sino que sobretodo, postulan acciones posibles para la erradicación y solución de algunos de sus problemas.
En la misma dirección se ubican quienes cuestionan la noción tradicional de conocimiento como motor de la producción y validación científica. Esa noción tradicional o clásica está ligada a una mirada neutral no mediada por los sujetos y todo aquello que los identifica como tales (sentimientos, emociones, percepciones, representaciones sociales, estigmas, prejuicios, pasiones, etc.), sino, por el contrario, guiada y guionada por los hechos. Los hechos hablan aquí por sí mismos a través de la mediación de los sujetos, por eso lo que irrumpe como marca subjetiva es entendido como contaminante; una afrenta a la asepsia del conocimiento “la subjetividad, la contextualidad y el compromiso valorativo son (…) considerados obstáculos para alcanzar el conocimiento objetivo” (Córdoba y Chorny, 2024, 70).
Esta posición respecto a la objetividad, nada menor si reparamos en su fuerza motora como estándar de certificación científica y por eso mismo, validación del conocimiento en todas sus expresiones (recordemos que el derecho es una de estas), también ha sido rebatida por la epistemología crítica feminista. En efecto:
Las epistemologías feministas señalan que este tipo de conocimiento es imposible en distintos sentidos. Las distintas posiciones enmarcadas en la epistemología feminista rechazan la distinción clásica entre hechos y valores: no es posible separar el conocimiento de los intereses concretos de quienes producen conocimiento, porque los sujetos no investigan aislados, sino que la propia práctica científica está orientada por intereses humanos de distinto tipo (…) Dado que todo conocimiento es necesariamente situado, toda investigación refleja la situación social, económica, de clase, raza, género, etc. de quien investiga. (Córdoba y Chorny, 2024, 72)
Ahora bien, esto no supone, como señalan las autoras de referencia, trocar el camino hacia el subjetivismo puro y asumir un relativismo cultural a ultranza. Lo que las feministas rechazan es la objetividad masculina como fuente de producción y certificación del conocimiento, pero no la posibilidad de producción objetiva fuera del sesgo patriarcal.
Para el caso, Helen Longino postula la construcción de una objetividad crítica e intersubjetiva; esto es un campo de producción del conocimiento en el que los sujetos, en lugar de ocultar, revelen la subjetividad mediadora. Sandra Harding habla de una objetividad fundada en la perspectiva de los grupos oprimidos, en tanto sujetos epistémicos privilegiados. Para Donna Haraway, la objetividad es consensuada pero también provisoria.
Todas estas propuestas convergen en una idea; la objetividad no implica rechazo de cualidades subjetivas y no se encuentra enemistada con lo contextual y precario, porque esto, de modo alguno la transforma en débil y relativa. Lo que el objetivismo puro, duro y clásico considera frágil es para estas posiciones una fortaleza.
Resulta interesante en este sentido el aporte de María Luisa Femenías (2002), quien señala que, históricamente, se ha recurrido a la noción de hombre como sinónimo de lo humano descuidando de manera deliberada que bajo este nombre anida un tipo de persona con una marca de género. Si bien Femenías se detiene en el género para denunciar que allí donde se dice hombre se está pensando en varones cisgénero, no podemos negar que a la marca generizada se añaden otras tantas como la raza, la clase social y el capacitismo.
En sintonía con esto, la autora refiere que para legitimar la discriminación de las mujeres[2], se utilizan generalmente dos tipos de argumentos. O bien las mujeres son inferiorizadas en función de su naturaleza intrínseca (más frágiles, débiles, irracionales y por ello menos aptas), o bien exaltadas también a partir de su naturaleza intrínseca (por ser más débiles y frágiles son más sensibles y afectuosas, más dispuestas y empáticas). Ambas posturas se asientan sobre una base biologista que, a la par de resultar determinista y por eso mismo errada, funciona en una u otra medida como una muy buena estrategia de exclusión de todos aquellos ámbitos identificados con la producción objetiva, razonada y templada del conocimiento.
De este modo, sea por falacia epistémica o por ceguera antropológica, las identidades certificadas para habitar el ámbito de producción del conocimiento y desplegar allí sus armas de inserción, no son las feminizadas. No es difícil con esto dar un paso más hacia un ámbito de producción específico como el del derecho, paso que debiera permitirnos analizar bajo la misma tónica las prácticas interpretativas en torno a la ley en función de una serie de reglas sólo admisibles si han sido estipuladas por las identidades hegemónicas (dogmática jurídica).
En la misma línea se enfoca Frances Olsen (1990). Conforme apunta, si el mundo occidental y occidentalizado ha dividido las cosas en pares dicotómicos (racional vs. irracional, objetivo vs. subjetivo, cultura vs. naturaleza o naturaleza vs. cultura[3]), y por puro ímpetu binario ha impuesto una relación jerárquica entre éstos (el primer lado del par es superior al segundo), más allá, en función de una antropología biologista ha destinado la primera posición para los varones y la segunda para las identidades feminizadas. El derecho, advierte Olsen, se identifica siempre con la primera parte del par.
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Derecho y dogmática
La dogmática jurídica se consolidó en el siglo XIX en Alemania como saber pretendidamente científico, a la par que las nacientes ciencias sociales comenzaban a parcelar el campo de saberes sobre lo humano. Este afán cientificista del derecho, encarnado en un modo de producir conocimiento que no dista demasiado de las prácticas del siglo XII llevadas a cabo por la vieja la escuela de Bolonia del derecho romano, ha sido puesto en entredicho en múltiples ocasiones. Autores de diversa procedencia han insistido en cuestionar el estatuto científico del trabajo desarrollado por la dogmática jurídica, que parece constituir un tipo de saber, que no alcanza rigor científico, si no que busca “controlar —o contribuir a controlar— los procesos de interpretación, aplicación, desarrollo y cambio del Derecho, para lo cual, naturalmente, el dogmático construye, adopta o reformula conceptos, métodos y teorías” (Atienza, 1986, 307).
Al presentarse como materialización de los postulados de la razón ilustrada, especialmente a partir de la codificación y el desarrollo de la escuela de la exégesis y la jurisprudencia de conceptos, los códigos normativos crearon la ficción por la cual las prescripciones de conducta emanadas de las autoridades públicas, constituían expresiones de la racionalidad propia de los modernos Estados-nación, surgidos de las revoluciones burguesas.
Independientemente del contenido de las prescripciones de conducta, que en muchas ocasiones no diferían de las antiguas prescripciones religiosas (la situación de mujeres y niños y niñas alcanza como ejemplo, pero el reenvío entre uno y otro orden es amplio y multifacético), su consagración a través de un código de leyes que se asume sistemático y coherente, contribuyó a legitimarlas, convirtiendo a determinadas preferencias en derechos objetivos. Es decir, la racionalidad del código legal es un supuesto, se asume que el conjunto de leyes reunidas en un código expresa la racionalidad de las decisiones de un legislador, que se presume igualmente racional y objetivo.
A la base, y como sostén simbólico de ese supuesto orden racional, se encuentra la noción misma de sujeto de derecho. En él se condensan las pretensiones de objetividad, universalidad y justicia que se atribuyen al orden jurídico. Se trata en definitiva del mismo sujeto que delatan las epistemólogas feministas, en rigor, el que desenmascara cualquier enfoque feminista riguroso y comprometido con sus postulados[4] al analizar los diversos ámbitos de producción de la cultura. Pero, como también destacan —y lo hemos visto— los estudios feministas, conocer esto no supone resignarse a la desigualdad permanente. Un modo de socavar la desigualdad es, una vez que tenemos claro quién es el sujeto de cada ámbito de producción del conocimiento (en este caso el derecho), analizar las variables del campo de producción que lo valida.
La relación entre racionalidad y dogmática jurídica constituye un vínculo ineludible que merece exploración. Como señalamos, la dogmática jurídica toma como referencia las leyes vigentes, abstrae de ellas una estructura de categorías y conceptos que le permiten elaborar un modelo teórico con el cual descubrir soluciones implícitas no reguladas expresamente. Su función no se limita a “describir el contenido de tal legislación, sino en descubrir las soluciones implícitas en la misma a través del análisis, clasificación y combinación de ciertos conceptos jurídicos fundamentales” (Nino, 2003, 13).
No pocos autores preocupados por reflexionar acerca de la dogmática jurídico-penal[5] analizan el sistema de interpretación quizá más elaborado y discutido en torno a la ley penal, nos referimos con esto a la teoría del delito. En tanto “el objeto central de la dogmática jurídico-penal no son los textos legales de un determinado derecho positivo nacional, sino algo diverso de esto” (Silva Sánchez, 2007, 105), dichos textos funcionan como indicios de los verdaderos fundamentos normativos (Manrique, Navarro y Peralta, 2011, 157)[6]. La labor de la dogmática penal es meterse en ese campo legal para extraer sus intereses basales (normas), para ello ha de servirse de una herramienta lo suficientemente representativa de su exhibida racionalidad. Esa herramienta es la teoría del delito.
Lo que se predica de dicha herramienta es lo que usualmente se predica de su campo de producción.
Para quienes confían fervientemente en dicha manera de concebir al mundo, lo que está en juego es una propuesta de sentido. Así, en la base, anida una racionalidad científica que limita la arbitrariedad de las decisiones judiciales frente a un conflicto intersubjetivo y, al hacerlo, resulta confiable por su mismo estándar de cientificidad.
El problema entonces para quienes analizamos críticamente esta posición, no es la defendida racionalidad ni el ansiado estándar científico, sino antes, qué es lo que se califica como racional y qué es lo que se asume como ciencia.
Profundicemos un poco más.
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La teoría del delito en la base del binario
La teoría del delito, también llamada de acuerdo a la posición dogmática adoptada, teoría del injusto penal, representa, conforme a la opinión mayoritaria de los juristas penales, el campo quizá mejor desarrollado y analizado dentro del quehacer dogmático.
Elabora un discurso que se pretende científico, por medio del cual se descubren la figuras conceptuales subyacentes a la legislación que expresan la justicia del derecho penal. De este modo materializa aquella premisa de racionalidad científica y estatuye un sistema que, en términos de sus defensores, opera como un verdadero límite al poder punitivo del Estado. En esta tónica la teoría del delito bien puede ser entendida como esencialmente garantista, siendo la razón quien nos protege de los avatares del arbitrio político.
Pero ¿es esto así? ¿Podemos asumir sin más que la teoría del delito es la mejor herramienta para recortar la bravura punitivista del Estado? ¿Tan sencillo es el asunto?, ¿o lo que la teoría habilita es, mejor, una mascarada de simplicidad sobre un rostro plagado de complejidades?[7]
La teoría del delito se materializa a través de un sistema estructurado y estratificado, en el que sus dogmas se interrelacionan al punto de suturarse lógicamente, esto es; se ligan mediante las reglas lógicas del antecedente y consecuente. En efecto, será B si antes es A, y será A si antes ocurren A1 y A2, pero para que se configure A1 también deberán concatenarse una serie de presupuestos, de lo contrario, no será posible avanzar hacia A2. Una suerte de relojería suiza.
La arquitectura de la teoría se ha mantenido prácticamente incólume a lo largo de su desarrollo. Si bien es cierto que el diseño interno de cada una de sus categorías constitutivas ha variado, su ingeniería, esa metodología eslabonada y segmentada, no ha mutado[8].
Con esto, habrá delito (resultado final de la cadena de segmentos) cuando de un comportamiento humano se pueda predicar que es típico, antijurídico y culpable (en ese orden), luego, en algunas situaciones podrá no corresponder pena (punibilidad), aunque esto en modo alguno descartará el estándar delictivo de la conducta[9].
Para que una conducta se considere típica, no basta con su adecuación a la descripción prevista en la ley penal[10], o sí, pero esta descripción todavía no dice mucho acerca del modo en que eso que la norma secundaria describe es lo que efectivamente ha acontecido. La tarea dogmática consiste en estructurar el tipo garantía en un tipo sistemático, y para ello propone un armazón de dos niveles; uno, concentrado en los aspectos objetivos de la conducta (tipo objetivo) y otro, en los subjetivos (tipo subjetivo).
Esto no termina ahí; en el tipo objetivo se imponen al mismo tiempo otros estratos y hacia adentro de estos otros más, lo mismo sucede con el tipo subjetivo.
Las relaciones lógicas que anudan a todos estos elementos con sus sub-elementos (antecedente y consecuente) fundan una relación de jerarquías a partir de la cual la afirmación de un elemento, o sub elemento, ocurre por vía de negación.
Así, a la pregunta por si un determinado comportamiento constituye una acción típica le seguirá el análisis de todas las situaciones excluyentes de una acción típica, si ninguna de estas situaciones se configura, entonces habrá acción. Lo mismo ocurrirá en el nivel de la imputación objetiva, conformado por dos niveles interdependientes y sucesivos. El riesgo no permitido, en un primer nivel, es instituido cuando no se producen conductas que operan dentro del riesgo permitido. Luego, ocurrido el riesgo no permitido, la realización de este en el resultado se afirmará por la misma vía de exclusión; si no se producen situaciones de no realización del riesgo no permitido en el resultado, pues entonces el riesgo no permitido sí se ha realizado en el resultado.
La misma operación, con sus matices claro, se verifica en el tipo subjetivo[11]. En el caso de conductas dolosas el elemento central del tipo subjetivo; dolo, es el anverso del error. Si quien realiza el tipo objetivo yerra sobre alguno de sus elementos de manera sustancial, el conocimiento que exige el dolo (elemento intelectivo) cae, y con ello la configuración dolosa, incluso la tipicidad misma si el error era inevitable o si pese a resultar evitable no se encuentra prevista en la ley penal una figura típica afín pero imprudente[12]. De esta forma habrá dolo si no hay error; otra vez la inferencia por exclusión.
Esta metodología analítica, se reproduce, como ya hemos referido, en los sucesivos niveles.
La antijuridicidad necesita para reafirmarse la improcedencia de causas de justificación, y estas últimas también contienen un tipo objetivo y uno subjetivo que se vinculan jerárquicamente. Con ello la materialización de la antijuridicidad está ligada a la primacía de las causas de justificación por su vertiente negativa, tal como ocurre cuando analizamos las situaciones que excluyen los componentes de la tipicidad.
Si quien ejecuta la conducta típica lo hace en estado de necesidad justificante porque han operado los elementos objetivos de esa causa de justificación[13], también será necesario indagar, posteriormente, si quien así actuó lo hizo conociendo y asumiendo que se encontraba frente a los extremos de la referida justificante[14].
Por último, en el nivel de la culpabilidad, la imputabilidad (capacidad de culpabilidad y primer filtro del nivel) deviene de la inexistencia de causales de inimputabilidad. Luego, afirmada la imputabilidad el juicio de reproche sólo podrá admitirse si no se verifican causas de exclusión de la culpabilidad que, en su estructura interna, también se encuentran niveladas[15]. Otra vez, la negación para la afirmación, otra vez las jerarquías, otra vez, como lo hemos visto hasta el momento, el binario.
La teoría del delito no es entonces una mera acumulación de dualismos sino mejor, un sistema fundado sobre una base binarista, es decir, un sistema binario. En efecto, tal como señala Val Plumwood:
No es solo el hecho de que haya una dicotomía, que se hagan distinciones entre dos tipos de cosas, lo que constituye el elemento clave para establecer una relación dualista; de hecho, es difícil imaginar cómo alguien podría desenvolverse sin hacer al menos algunas de las distinciones en la lista de dualismos; más bien es la forma en que se han tratado las distinciones, las suposiciones adicionales hechas sobre ellas y la relación impuesta entre los relatos lo que hace que las relaciones en cuestión sean dualistas. Por lo tanto, no todas las dicotomías resultan en un dualismo (1993, 47).
De acuerdo a lo que hemos analizado hasta el momento, la serie de opuestos que congenian en el armazón de la teoría del delito no son inter-sustituibles, es decir, no resulta indistinto el orden en que se disponen. Esa lógica relacional otorga preminencia a un lado del par; apenas un poco más allá este lado se relaciona con las nociones clásicas de objetividad y racionalidad.
Así, los aspectos objetivos priman sobre los subjetivos. Basta recorrer otra vez la estructura para entender que todo el reservorio subjetivo de la teoría está ubicado en relación con lo que por objetivo -e insistimos, objetivo a partir de una racionalidad tradicional-, define su relevancia. No interesa lo que el sujeto conoce, quiere, comprende, delibera, siente, si aquello no es subordinado al depurado campo de lo objetivo.
Se dirá “Por supuesto ¿Cómo no?, cómo pensar en lo que ocurre a los sujetos como tales si antes no tenemos los hechos”, pero quizá el asunto no radica ahí. La teoría ha sido diseñada para expulsar con rapidez cualquier crítica superficial, es decir, cualquier crítica que no ahonde en nociones de sentido. El asunto radica, tal vez y así lo creemos, en preguntarse por los hechos ¿Qué son los hechos? ¿Qué, sino constelaciones impulsadas por la propia subjetividad humana? ¿Cómo podemos pretender asepsia allí donde todo es pura contaminación?
La teoría del delito tal como la conocemos reduce el asunto del sujeto a una cuestión sino inexistente, muy menor. Lo que hace, ni más ni menos, es arrastrar el sesgo que las epistemólogas feministas resaltan al denunciar los estereotipos que han operado históricamente en la producción del conocimiento. De esta manera, toda reforma en el campo de la legislación penal corre el riesgo de ser capturada por la máquina codificadora, por medio de la cual queda inserta en un dispositivo legal y teórico ineludiblemente binario, tributario de la racionalidad moderna ilustrada.
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Algunas conclusiones provisorias
Al comienzo de este trabajo nos propusimos problematizar esa creencia que -por distintas vías- enlaza derecho y razón. La historicidad de lo jurídico y de lo racional requieren una fina indagación de los supuestos que atraviesan ambas nociones. Desde sus orígenes romanos el derecho es una invención normalizante. La tendencia mediante la cual el derecho integrará una máquina codificadora de emociones, privilegios y modos de hacer con aspiraciones de racionalidad extrema y cientificidad, hallará su clímax en el siglo XIX, cuando la dogmática jurídica se consolide como estilo de producción de conocimiento sobre el derecho. El sujeto del derecho responderá a esa concepción.
Partiendo de diversos enfoques, la epistemología feminista ha elaborado una crítica contundente a la idea de sujeto del derecho basada en estos fundamentos, cuestionando así la idea de un sujeto universal como productor del conocimiento.
Rechazan además la idea de una objetividad masculinizada, para afirmar la posibilidad de un conocimiento objetivo que no se divorcie de lo contextual y precario; una objetividad tejida con lo subjetivo.
Por la misma vertiente, el feminismo jurídico advierte que el pensamiento occidental u occidentalizado ha estructurado al mundo y sus propiedades en una serie de dualismos sexualizados y jerarquizados. En estos, lo masculino es sinónimo de razón y objetividad por encima de lo femenino asumido como símbolo de pasión y fragilidad sensible. El derecho, señalan, se ha identificado históricamente con el primer lado del par.
La dogmática jurídica ha funcionado como el dispositivo científico y jurídico que expresa de mejor manera esa alianza. Al construir un armazón conceptual como correlato de los privilegios y escogencias que signaron el contenido de las leyes, en un primer momento, y de los códigos de leyes luego, se consolidó una racionalidad jurídica que convirtió determinadas preferencias en derechos objetivos, sustentada en la noción de sujeto de derecho.
La teoría del delito representa el campo quizá mejor desarrollado y analizado dentro del quehacer dogmático. A través de un discurso que pretende ser científico, sus defensores sostienen que mediante las categorías analíticas que la conforman, la teoría descubre las figuras conceptuales subyacentes a la legislación que expresan la justicia del derecho penal. Así, asumen, se materializa la racionalidad científica y se estatuye un sistema que opera como un verdadero límite al poder punitivo del Estado.
Sin embargo, lo que la teoría hace a partir de sus niveles de análisis de la conducta ilícita, es instituir una lógica de pensamiento en la que los aspectos objetivos priman sobre los subjetivos. No interesa lo que el sujeto conoce, quiere, comprende, delibera, siente, si aquello no es subordinado al depurado campo de lo objetivo.
De este modo, tomando otra vez las reflexiones feministas, la teoría del delito no es entonces una mera acumulación de dualismos sino un sistema fundado sobre una base binarista, es decir, un sistema binario.
Con esto, la teoría arrastra las mismas falencias que la labor dogmática y reafirma una idea del conocimiento desigualitaria e injusta ¿Cómo pretender un derecho justo e igualitario si la manera de interpretar la ley penal se ciñe a estos modos? Los límites al poder punitivo del Estado que los defensores de la teoría del delito proclaman, están fundados en una falacia por sesgo patriarcal constitutivo.
Bibliografía
Atienza, M (1986) “Sobre la jurisprudencia como técnica social. Respuesta a Roberto J. Vernengo”, Doxa, 3, p. 297-311.
Córdoba, M. y Chorny, V. (2024) “El problema de la objetividad del conocimiento” en D. Suárez Tomé, L. Belli y A. Mileo (comps.). Epistemología Feminista, Eudeba, p. 25-42.
Femenías, M. L. (2002) “Contribuciones de la teoría de género a la antropología filosófica” Clepsydra. Revista Internacional de Estudios de Género y Teoría Feminista, 1, p. 31-45.
Manrique M. L.; Navarro, P.; Peralta, J. (2011) La relevancia de la dogmática penal, Universidad Externado de Colombia.
Nino, C. (1993) Algunos modelos metodológicos de "ciencia" jurídica. Fontamara.
Olsen, F. (2002) “El sexo del derecho”, en Ruiz, A (comp.) Identidad femenina y discurso jurídico, Biblos, p 69-83.
Peirone, F. (2024) El fin de la escritura. Efectos políticos y culturales de la sociedad poslogos. Fondo de Cultura Económica.
Plumwood, V. (1993), Feminism and the mastery of nature. Edition Routledge.
Roxín, C. (1997) Derecho penal. Parte general. Civitas.
Schiavone, A. (2009) Ius. La invención del derecho en Occidente. Adriana Hidalgo.
Silva Sánchez, J. M. (2012) Aproximación al Derecho penal contemporáneo, IBde f.
Notas:
[1] Ya para comenzar diremos que cuando nos referimos al derecho, no estamos pensando solo en la ley escrita, sino en la manera de aplicarla y, junto con eso, distribuir el poder. El derecho es un mecanismo distributivo del poder.
[2] Aunque Femenías habla de las mujeres, nosotras lo extenderemos -en lo que corresponda- a toda identidad feminizada. Entendemos por identidad feminizada a toda expresión de género que no reúne las características del universal que denuncia Femenías.
[3] Las posiciones se invierten en función de cómo se conciben cultura y naturaleza, esto depende de los ámbitos de reflexión. La naturaleza puede ser concebida como aquello que, por puro, cierto e inmodificable, está más próximo a la razón, o la razón puede ser pensada como prodigio de la naturaleza si se la inscribe con esos atributos. Cuando se asume a la naturaleza como manipulable, la cultura gana en peso y toma primacía en el par.
[4] Creemos importante remarcar estas notas distintivas. Seriedad y compromiso hacen del feminismo un ámbito crítico confiable. En coyunturas como la actual, donde la información circula a una velocidad inconmensurable sin dejar lugar para la reflexión y el análisis, los feminismos no pocas veces se ven expuestos a postulados confusos y banales. Es necesario resaltar que, ni una consigna, ni una insignia alcanzan para hacer del feminismo una teoría-práctica sólida y autosustentable. Siglos de patriarcado necesitan mucho más que eso.
[5] Podríamos nombrar aquí, además de los ya citados, a Marcelo Sancinetti, Jesús María Silva Sánchez, Claus Roxin y Günter Jakobs, entre los más utilizados en la enseñanza del derecho penal en la academia argentina.
[6] Esta caracterización de la dogmática jurídica como actividad de conocimiento del derecho no pretende reconducirla hacia una posición filosófico-jurídica necesariamente iusnaturalista. Preguntarse por los fundamentos normativos puede dar lugar a indagaciones que intenten rastrear estándares de justicia universales y trascendentales, o bien estándares de justicia históricos, que responden a las relaciones de fuerza de un espacio social determinado.
[7] Gran parte de los materiales de estudio que se utilizan usualmente en las cátedras de Derecho Penal concuerdan en señalar que “mediante abstracción de los tipos concretos de la Parte especial [la teoría del delito] abarca los presupuestos generales de la acción punible. La dogmática de la teoría general del delito es desde siempre la parte nuclear de todas las exposiciones de la Parte general. Y también es muy importante para la formación de estudiantes en la Universidad” (Claus Roxin; 1997, 192) De esta forma la teoría del delito se presenta como un método privilegiado de enseñanza del derecho penal, lo cual permite asumir que habrá ejercicio sólido y equitativo del derecho penal, allí donde se empleen argumentos construidos en torno a la mencionada teoría.
[8] En lo que sigue, al detenernos en la descripción analítica de cada uno de los elementos de la teoría del delito, lo haremos asumiendo la composición actual de estos, al margen de las posturas minoritarias, sin profundizar en las discusiones actuales y sin detenernos en su evolución histórica.
[9] Las excusas absolutorias, por ejemplo, son permisos que otorga la ley penal para no punir el comportamiento delictivo.
[10] Contemplada en nuestro caso y en buena parte de los países con sistemas codificados, en la llamada parte especial del código penal.
[11] Como se advierte, la jerarquización opera en la misma estructura interna del tipo. No es posible comenzar el análisis por el tipo subjetivo, porque este se ubica en relación con el tipo objetivo. En otros sistemas como el del Common Law, la mens rea (vinculada con estados mentales y por ello aspectos subjetivos del comportamiento ilícito), puede ser analizada antes que el actus reus (ingredientes objetivos), o a la inversa; es decir, no existe relación jerárquica predeterminada.
[12] En este sentido, excepto para aquellas legislaciones que admiten el sistema numerus apertus (toda conducta dolosa puede configurarse también de manera imprudente), la inexistencia de un tipo imprudente específico para el caso, impone, como derivación del Principio de Legalidad, la atipicidad. Así, el dolo se supone, la imprudencia no (sistema numerus clausus).
[13] Entre ellos, la diferencia de grados entre el bien salvado y el sacrificado.
[14] Como puede apreciarse el elemento subjetivo (conocer y querer) de la justificante opera en relación con los aspectos objetivos. Aunque existen discusiones dogmáticas que distinguen este elemento del dolo típico, lo cierto es que el funcionamiento resulta bastante parecido, tanto que cuando se piensa en situaciones de error de prohibición (excluyente de la culpabilidad) el enfoque recae no pocas veces sobre las causas de justificación.
[15] Así, el error de prohibición, el estado de necesidad exculpante y la coacción.
Luciana Alvarez es abogada y Doctora en Derecho (UNCuyo). Especialista en Enseñanza de las Ciencias Sociales (CLACSO). Investigadora Independiente de CONICET. Profesora Titular de Filosofía del Derecho (UNCuyo). Actualmente, desarrolla una tesis de doctorado en Filosofía (Programa de Doctorado en Filosofía, Universidad de Zaragoza) en torno del problema del derecho en el pensamiento de Michel Foucault. Participa de diversos proyectos y grupos de investigación de la SIIP-UNCuyo; del Instituto de Investigación Gino Germani (UBA) y del Ministerio de Ciencia del Gobierno Español (Proyectos de Generación de Conocimiento 2023 radicados en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad de Barcelona), en el marco de los cuales problematiza filosóficamente diversas dimensiones de lo jurídico.
Natalia Monasterolo. Abogada (UNC). Doctora en Derecho y Ciencias Sociales (UNC) Magíster en Bioética (UNC). Docente de Derecho Penal I (Facultad de Derecho UNC). Codirectora del seminario “Género y Derecho penal discusiones de la parte general” (Facultad de Derecho UNC) Docente encargada del módulo Salud mental y Derechos Humanos de la Diplomatura de Derechos Humanos en contextos de encierro (UNC) Integrante activa de Feministas Penalistas, una agrupación concentrada en la introducción de las discusiones feministas en la enseñanza universitaria del derecho penal (IDEJUS. UNC).
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