El tiempo que habitamos
No hablaré aquí del espacio sino del tiempo, porque también el tiempo es una dimensión en la que habitamos, tanto como el espacio, e incluso de un modo más esencial. Por ejemplo, para Kant espacio y tiempo son las estructuras a priori que posee sujeto para la percepción. Si bien toda intuición proveniente del exterior se nos presenta necesariamente en el espacio y en el tiempo, nuestras intuiciones internas no son espaciales, sino sólo temporales. En definitiva nos dice Kant que, si bien espacio y tiempo son formas puras de la intuición sensible, pueden existir percepciones carentes de espacio, pero nunca de tiempo. En otras palabras, aunque necesariamente habitamos el espacio y el tiempo, somos seres más esencialmente temporales que espaciales.
Sabemos, como habitantes del espacio, que ocupamos un lugar definido, y que en otros lugares existen culturas remotas y muy diferentes a la nuestra. Sin embargo, casi toda cultura contemporánea nos resulta más familiar que culturas suficientemente “alejadas” en el tiempo. El monje benedictino del siglo XI no hacía casi nada de lo que hacemos hoy, y la mayoría de las cosas que él hacía ya no las hacemos nosotros; su realidad estaba poblada de entidades inobservables que no existen en nuestra realidad, y viceversa. Imaginémonos transportados a un monasterio cluniacense; supongo que ni siquiera físicamente podríamos resistir: nuestros propios estómagos no resistirían la comida, ni nuestros huesos el frío, ni nuestras narices los olores. Las “distancias” en el tiempo parecen ser mucho mayores que en el espacio.
Si bien el tiempo atraviesa al ser humano en todas las circunstancias, esto no significa que la manera de concebirlo se haya mantenido estable a través de la historia y las culturas. En los albores de la humanidad, el tiempo se concebía como cíclico: era el tiempo de la vida, y la esencia de la vida era la supervivencia. Por ello la temporalidad venía dada por los eventos naturales: la sucesión de los días y las noches, las estaciones del año, las épocas de lluvia y de sequía. A pesar de la idea cristiana de un inicio de los tiempos y de un juicio final, con la imposición del cristianismo en Occidente el tiempo cíclico se mantuvo en el mundo cotidiano, cuando las horas del día se identificaban con los rezos monásticos: maitines, laudes, tercia, sexta, nonas, vísperas, completas, y así lo mismo para siempre.
El tiempo deja de ser cíclico y pasa a ser lineal cuando, a fines de la Edad Media, se hace necesario medirlo. Cuando las naves comienzan a aventurarse en mar abierto, los navegantes dejan de contar con la referencia de la costa para ubicarse y necesitan medir el tiempo para calcular su posición: no sólo deben medir el tiempo con precisión, sino que deben hacerlo sobre un barco en movimiento; los relojes de péndulo eran inútiles y fue necesario inventar el mecanismo de escape. Cuando los pequeños burgos medievales comienzan a convertirse en centros urbanos de mayor envergadura, aparecen los mercados: para comerciar es necesario acordar una hora de encuentro, y así aparecen los relojes en las plazas centrales de esas pequeñas ciudades emergentes. Por otra parte, los artesanos deben cotizar sus mercancías, y lo hacen tomando en cuenta el tiempo invertido en la manufactura: el tiempo debe medirse porque se convierte en un valor.
Con la Modernidad, al tiempo lineal se agrega la idea de progreso, derivada del infundado optimismo engendrado en el siglo XVIII y alimentado en el siglo XIX como consecuencia de la Revolución Industrial. Así, nuestro devenir temporal se concibe como siempre progresivo, hacia un futuro hacia el cual dirigimos nuestras miradas con injustificadas esperanzas. La imagen de un tiempo progresivo se instala en los distintos ámbitos del pensamiento humano: en la filosofía, donde aparece el protagonismo de la historia con Hegel; en la física, con la ciencia del calor y sus evoluciones irreversibles ‒base teórica de las máquinas térmicas que permitieron la revolución tecnológica de la época‒; en la biología, con la teoría de Darwin, que instaló la evolución en el corazón de lo viviente; en el pensamiento político, con el darwinismo social, descendiente ilegítimo de la teoría darwiniana.
La imagen de que el tiempo “avanza” y nos dirigimos hacia el futuro, si bien fuertemente imbricada en nuestra cultura, nada tiene de necesaria. Por ejemplo, los miembros del pueblo Aymara, que aún habitan los altiplanos de Los Andes en Bolivia, conciben el tiempo de manera inversa: se desplazan temporalmente hacia el futuro pero de frente al pasado y de espaldas al porvenir. Sus antepasados se encuentran allí delante, frente a sus ojos, mientras que para señalar el futuro dirigen su dedo índice hacia atrás. Si bien seguimos marcados a fuego por el pensamiento moderno, al reflexionar un momento la imagen Aymara se torna razonable, incluso más razonable que la propia: el pasado es lo que conocemos porque ya fue transitado, el futuro es lo ignoto, lo que no podemos ver aunque avancemos hacia él.
Pero, ¿qué es el tiempo? Tal vez la respuesta más conocida a esta pregunta es la que dio Agustín de Hipona de su libro Confesiones del año 398: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Por un lado, el tiempo es constitutivo de nuestra vida, siempre presente en nuestro lenguaje, nuestro conocimiento y nuestras experiencias. Pero, por otro lado, el concepto de tiempo tiene algo de ineludiblemente inefable, y por ello cuando lo abordamos racionalmente siempre quedamos sumidos en la perplejidad. Podría decirse que primariamente al tiempo no lo pensamos, sólo lo habitamos. Y cuando intentamos asirlo con el pensamiento, comienzan las dificultades.
Intuitivamente, el tiempo se nos aparece como algo que “fluye”, “transcurre”, “pasa”. Cuando decimos “se acercan las fiestas” o “finalmente ha llegado su hora”, la temporalidad se concibe como dinámica: nosotros estamos fijos y es el tiempo el que se mueve y nos atraviesa, viniendo desde el futuro y dirigiéndose al pasado. Pero el lenguaje cotidiano no es consistente respecto de la imagen del tiempo. Cuando el pesimista dice “nos acercamos al instante de nuestra muerte” y el optimista asegura que “avanzamos hacia un futuro promisorio”, el tiempo está allí afuera, y somos nosotros los que nos movemos surfeando sobre él.
Por otra parte, sea que el tiempo fluye o que nosotros nos movemos a través de él, ¿qué sentido tiene esta imagen dinámica? Apenas intentamos conceptualizar la imagen, nos topamos con paradojas. ¿Cuál es la velocidad de ese movimiento o ese fluir? ¿Es que el tiempo se mueve a un segundo por segundo? ¿O hay un «meta-tiempo» respecto del cual el tiempo fluye?
Cuando filósofos y científicos se ocuparon del concepto de tiempo intentando precisar su significado, surgieron diferentes posiciones al respecto. Para Aristóteles, el tiempo es la medida del cambio: si no hay cambio, no hay tiempo. Si en un instante toda la realidad se detuviera, para luego reiniciar su marcha, ¿podríamos decir cuánto tiempo duró tal detención? Aristóteles afirma que no tiene sentido alguno preguntarse cuánto tiempo transcurrió entre los dos sucesos ya que entre ellos nada sucedió, y si nada sucede, el tiempo no transcurre.
Aristóteles fue el primer relacionalista acerca del tiempo en la historia de la filosofía occidental. De acuerdo con el relacionalismo no es que el tiempo no exista, sino que no es fundamental ya que se reduce a las relaciones entre eventos. Si nada ocurre, no hay tiempo; por definición, no puede haber un tiempo “vacío” de eventos. Dos mil años más tarde, Leibniz toma la posta relacionalista: en su famosa correspondencia con el clérigo anglicano Clarke, testaferro ideológico de Newton, sostiene que las relaciones entre eventos son ontológicamente previas al tiempo mismo, es decir, si no hay eventos, no hay relaciones entre ellos, y no hay tiempo. Para Newton, en cambio, el tiempo relativo a los eventos y los movimientos es meramente aparente, es el tiempo “vulgar”; por el contrario, “el tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí mismo y por su naturaleza, fluye uniformemente sin relación a ninguna cosa externa”, Newton dixit. De acuerdo con el sustancialismo newtoniano, el tiempo sustancial y absoluto existe en sí mismo, independientemente de lo que ocurra o no en él: los eventos suceden en el tiempo, pero el tiempo no depende de ellos. Puesto que el tiempo es el telón de fondo sobre el que ocurren los sucesos, puede existir aunque nada ocurra.
Después de imponerse la visión de Newton gracias al enorme éxito de su mecánica, el relacionalismo renace a fines del siglo XIX con Ernst Mach, quien tendrá una importante influencia sobre Enstein en su formulación de la teoría especial de la relatividad. En el siglo XX, Julian Barbour retoma la antorcha leibniziana, y formula una mecánica clásica totalmente relacional que resulta empíricamente equivalente a la mecánica newtoniana.
En muchas ocasiones se discute la naturaleza del espacio y del tiempo en paralelo. Es cierto que hay muchas preguntas que pueden formularse en ambos casos. Sin embargo, también es cierto que, si bien habitamos tanto el espacio como el tiempo, existen diferencias sustanciales entre ambos. En primer lugar, el espacio tiene tres dimensiones, mientras que el tiempo tiene sólo una. Pero tal vez lo que distingue de un modo más profundo al tiempo del espacio es su direccionalidad: podemos trasladarnos en el espacio en cualquier dirección, yendo y volviendo, pero ‒lamentablemente‒ no podemos hacerlo en el tiempo. Recorremos el tiempo en una única dirección, hacia el futuro. En efecto, percibimos el antes y el después de un modo inmediato e intuitivo: la diferencia entre el pasado y el futuro ocupa un lugar central en nuestras vidas en la medida en que organiza toda otra percepción. Percibimos nuestro acceso al pasado y al futuro de forma completamente diferente: recordamos el pasado y predecimos el futuro.
¿Cómo explicar esta, en apariencia, evidente diferencia entre pasado, presente y futuro, si es que efectivamente la hay?
Para los presentistas, sólo el presente existe: únicamente los objetos presentes pueblan lo real. Dicho de otro modo: si algo es real, entonces existe ahora: el pasado y el futuro no son reales. Así como Pegaso y los centauros no existen, tampoco existen Aristóteles, ni Maradona, ni los nietos de Messi. Una versión más débil del presentismo es la de Agustín de Hipona: si bien pasado y futuro no existen en sí mismos, existen en nuestra mente, el pasado como memoria y el futuro como expectativa.
Los defensores de la teoría del pasado creciente concuerdan con los presentistas en que el presente es ontológicamente especial, pero sostienen que, además del presente, el pasado también es real y crece sin cesar. En cambio, el futuro no existe. Por ejemplo, William James afirmaba que el futuro es tan irreal que ni siquiera Dios puede anticiparlo. El presente es el límite entre la realidad y ese futuro irreal.
Para los eternalistas, en cambio, el tiempo existe como una unidad y, por lo tanto, pasado, presente y futuro son igualmente reales. Pero el eternalismo se presenta en dos variantes. De acuerdo con la “teoría del foco móvil”, existe una diferencia objetiva entre pasado, presente y futuro, aun cuando los tres son reales: el tiempo genuinamente transcurre. La metáfora que caracteriza esta teoría es un foco de luz móvil que se desliza a lo largo de la dimensión temporal y que es tal que sólo están presentes las cosas iluminadas por el foco, aun cuando lo que está fuera del foco siga existiendo. Según la “teoría estática”, no hay diferencia ontológica objetiva entre el pasado, el presente y el futuro, del mismo modo que no hay diferencia ontológica objetiva entre el aquí y el allá. Nuestro diferente acceso a los tres modos temporales es una cuestión subjetiva que no afecta a la existencia del tiempo en sí mismo. La distinción entre pasado, presente y futuro depende, entonces, de la experiencia a la cual se haga referencia implícitamente; por ejemplo, la Revolución Francesa está en el futuro para Aristóteles y en el pasado para nosotros.
El problema de la dirección o “la flecha” del tiempo no es un problema exclusivamente filosófico, sino que ha desvelado a muchos científicos, particularmente provenientes de la física. En física, la cuestión consiste hallar un correlato físico de la asimetría intuitiva entre pasado y futuro. La dificultad reside en que nada hay en las leyes dinámicas de la física que distinga, de manera no arbitraria, entre pasado y futuro tal como lo concebimos en nuestra vida cotidiana. Aún más: las leyes físicas fundamentales son t-invariantes, es decir, invariantes ante inversión temporal, lo cual significa que si se cambia el signo de la variable que representa el tiempo, no se modifican. Debido a esta t-invariancia, tales leyes no introducen distinción alguna entre las dos direcciones temporales, independientemente de ser concebidas como pasado o futuro.
No obstante, ya a fines del siglo XIX se sabía que, en un sistema cerrado, la entropía ‒que mide el grado de “aprovechabilidad” de la energía: a más entropía, la energía es menos aprovechable‒ crece hacia una de las direcciones temporales. Sobre esta base, Ludwig Boltzmann, uno de los padres fundadores de la mecánica estadística, concibió la idea de identificar la dirección temporal pasado-a-futuro como la dirección en la cual se incrementa la entropía. Sin embargo, esta estrategia por sí sola no es suficiente para definir una dirección temporal para todo el universo: es necesario además que la dirección temporal hacia la cual la entropía crece sea la misma para todos los sistemas cerrados. Pero también es posible que la flecha del tiempo no sea global a nivel cosmológico. El primero en proponer esta idea fue el propio Boltzmann: el universo completo se encontraría en el altamente probable estado de máxima entropía, pero en regiones muy grandes pero limitadas podrían darse fluctuaciones de menor entropía, y en cada una de ellas la dirección del tiempo se definirá como la dirección del aumento de la entropía en la región, aunque las direcciones de las diferentes regiones no coincidan entre sí. Nosotros estaríamos viviendo en la etapa de aumento de entropía de una región donde una fluctuación aleatoria ha permitido un origen de baja entropía. El problema de esta idea ‒conocido como “el problema del cerebro de Boltzmann”‒ es que, como los cálculos muestran, la probabilidad de una fluctuación tal es muy inferior a la probabilidad de que un cerebro, con la memoria completa de un humano, se forme espontáneamente en un universo en equilibrio.
Otros autores, rechazando la posibilidad de flechas del tiempo regionales, buscan definir la dirección del tiempo en términos del aumento de entropía del universo completo. El inconveniente de esta propuesta, conocido como “hipótesis del pasado”, es que requiere de un estado inicial del universo de extremadamente baja entropía y, por tanto, enormemente poco probable. Además, considerar que las condiciones deben aplicarse al universo en el “pasado” equivale a cometer una petición de principios: para explicar la diferencia entre pasado y futuro se requiere del aumento de entropía del universo completo, lo cual a su vez requiere de la hipótesis del pasado, que presupone cuál es la dirección hacia el pasado, que es justamente lo que se pretendía explicar desde el comienzo.
En oposición al enfoque entrópico, se ha considerado que la flecha del tiempo, en tanto diferencia entre las dos direcciones temporales, es una propiedad del tiempo mismo; por lo tanto, es conceptualmente previa a las propiedades entrópicas y a cualquier otra propiedad física no temporal. Ésta es la posición que adopta el eminente filósofo de la física John Earman con su famosa “herejía de la dirección temporal”, según la cual la flecha del tiempo, si existe, es una característica intrínseca del tiempo que no requiere ni puede ser reducida a características no temporales. Entonces, es necesario acudir a nuestra mejor teoría que se ocupa de describir el tiempo: la relatividad general. Pero una vez que entramos al ámbito relativista, el concepto mismo de tiempo sufre una profunda transformación respecto de las concepciones tradicionales.
El camino hacia la teoría de la relatividad se da en dos pasos. En 1905 Albert Einstein formula la llamada “teoría especial de la relatividad”: bajo la influencia del relacionalismo de Mach, Einstein prescinde del espacio absoluto newtoniano y formula nuevas leyes de movimiento que rigen el comportamiento no sólo de todo cuerpo con masa, como lo hacía la mecánica de Newton, sino también de las ondas electromagnéticas. Esta generalización se logra a costa de abandonar las nociones tradicionales de espacio y tiempo, reemplazándolas por un nuevo concepto, completamente ajeno a cualquier cosmovisión pre-relativista: el espacio-tiempo, donde espacio y tiempo se encuentran inextricablemente combinados en una entidad única. Y con el espacio-tiempo, aparecen los resultados más anti-intuitivos de la teoría: la relatividad de la simultaneidad y de los intervalos espaciales y temporales.
Lo natural, al menos en nuestra cultura, es pensar que el tiempo es algo que existe independientemente de nosotros, y si dos eventos son simultáneos, lo son desde toda perspectiva posible. Pero la teoría especial de la relatividad nos pinta un mundo donde la simultaneidad es relativa al movimiento del observador: si dos eventos son simultáneos para mí, pueden no serlo para otro ser que se mueve a una cierta velocidad respecto de mí. De esto se sigue que los intervalos temporales y las distancias espaciales también sean relativas al estado de movimiento del observador: a mayor velocidad, el espacio se contrae y el tiempo se dilata. Que el tiempo se dilate quiere decir que “pasa” más lentamente. Si algo se moviera a la velocidad de la luz respecto de mí, yo lo vería “freezado” en el tiempo.
Pero Einstein no se conformó con estas ideas y avanzó hacia la llamada “teoría general de la relatividad”, que puede concebirse como una generalización de la teoría especial ya que incorpora la gravitación. Esta nueva teoría nos enfrenta a nuevas perplejidades. Ahora los cuerpos con masa, si bien siguen siendo el origen de los efectos gravitatorios, no interactúan gravitatoriamente entre sí: la gravitación no es ya una interacción directa entre objetos. Los cuerpos masivos deforman, “curvan” el espacio-tiempo, de modo que los otros objetos cercanos se mueven en ese espacio-tiempo deformado de un modo diferente al que se moverían en el espacio-tiempo plano. El espacio-tiempo no sólo es independiente de toda perspectiva descriptiva, sino que deja de ser un contenedor inerte para adquirir una especie de sustancialidad, ya que sus propiedades se modifican ante la presencia de cuerpos y actúa sobre el movimiento de otros cuerpos. Nada más alejado de los conceptos newtonianos de espacio y tiempo como entidades inertes e inmutables. Además, el espacio-tiempo de la relatividad general es global: el espacio-tiempo “contiene” todo el universo, de modo que espacio y tiempo son dimensiones del universo completo. El universo de la relatividad general es todo aquello que existe en el espacio-tiempo; “fuera” del espacio-tiempo no hay nada, ni materia, ni espacio, ni tiempo.
¿Qué nos queda del tiempo que habitamos después de este recorrido por la historia, la filosofía y la física? Básicamente, lo que nos queda es perplejidad frente a ese “algo” consustancial a nuestras vidas pero que no acabamos de aprehender. Tal vez debamos resignarnos a que nunca sabremos qué es el tiempo y sólo nos resta disfrutarlo.
Olimpia Lombardi. Ingeniera en Electrónica, Licenciada en Filosofía y Doctora en Filosofía, en los tres casos por la UBA. Investigadora Superior de CONICET. Directora del Grupo de Filosofía de las Ciencias con sede en el Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Académica de la Academie Internationale de Philosophie des Sciences. Miembro del Foundational Questions Institute; Honorary Fellow del John Bell Institute for the Foundations of Physics; Research Associate del Centre for Philosophy of Natural and Social Science de la London School of Economics and Political Science. Titular de tres subsidios internacionales trianuales: uno del Foundational Questions Institute y dos de la John Templeton Foundation. Miembro del cuerpo editorial de las revistas Foundations of Physics, Foundations of Chemistry y Philosophy of Physics. Áreas de interés: fundamentos de la mecánica estadística, el problema de la flecha del tiempo, interpretación de la mecánica cuántica, naturaleza de la información, filosofía de la química.