La teoría estética contra las patologías de la comunidad digital y del capitalismo de la atención
Este artículo defiende que una de las principales ramas o áreas de la filosofía, la estética, puede ser una terapéutica adecuada para combatir las principales patologías provocadas por la revolución digital de nuestros días. A propósito de esta revolución, cabe decir que se han visto claramente defraudadas las esperanzas puestas en los años noventa en la comunidad virtual y en la interactividad de Internet. El desarrollo de la nueva tecnología no ha servido para profundizar en la democracia, ni para lograr formas más eficaces de resistencia política, ni para extender una nueva visión del trabajo inmaterial e intelectual que haga inviable la explotación. La Red y la tecnología digital se han transformado en el siglo XXI en lo contrario de lo que se esperaba de ellas: en medios al servicio del capitalismo neoliberal.
La lucha contra las patologías del capitalismo neoliberal no se entiende si no se hace frente al mismo tiempo a las patologías de Internet y de las plataformas digitales. El ciberespacio no funciona fuera de las dinámicas catastróficas del neoliberalismo que llevan a la disolución de los vínculos institucionales o políticos (Crary, 2023: 13). Se produce en este contexto una atomización social que facilita el control de los sujetos y contribuye a la producción de subjetividades egocéntricas, narcisistas e incapaces de asumir objetivos políticos, esto es, objetivos que no sean privados o individuales (Crary, 2023: 23). La red digital debe ser analizada también en continuidad con la modernidad eurocéntrica que atenta contra las particularidades regionales y locales y las formas sedimentadas de cohesión social (Crary, 2023: 29). Por todo ello, a nadie debe extrañar que la revolución digital haya facilitado lo que singulariza a la hegemonía neoliberal: la extensión de los principios económicos a todas las esferas o ámbitos de la vida.
En este artículo ofrecemos una visión cruel del presente, algo pesimista, pero necesaria para superar las actuales patologías sociales y políticas. Hemos dividido el artículo en tres partes: la primera, plantea la hipótesis de que la actual revolución tecnológica es uno de los factores determinantes para la crisis de la comunidad política y la sustitución del clásico concepto político de «pueblo» por el concepto impolítico de «colectivo»; la segunda, se extiende sobre la centralidad de la «atención» para comprender la hegemonía del mercado y la producción de una nueva subjetividad en tiempos de la revolución digital; y la tercera, defiende que la reflexión estética puede desempeñar un papel terapéutico para superar las principales patologías del neoliberalismo de la era digital.
1.
La Red y el «colectivo» de sujetos neoliberales
La comunidad política moderna, el Estado, es un orden territorial, que, aun dividido en clases y órganos sociales de muy diverso tipo, se basa en la voluntad de actuar en común, una voluntad que ha recibido el nombre de «general» por la teoría política moderna. En cambio, la comunidad económica del capitalismo tardío, a la que llamamos mercado, es un orden desterritorializado, en el sentido de que el espacio donde se desarrolla no está limitado por el territorio de los Estados o naciones. Se trata de una comunidad compuesta por miembros, sean corporaciones o individuos, que están separados, pues no existe la mencionada voluntad política de actuar en común. Además, resulta evidente que la legitimación del mercado depende exclusivamente del beneficio económico de las partes que compiten dentro de esta misma comunidad.
Finalmente, la comunidad virtual es una comunidad des-espacializada y efímera porque sus átomos, los usuarios de los dispositivos digitales, se reagrupan para una determinada actividad y no se reconocen como pertenecientes a una misma agrupación social. Se trata, ciertamente, de una comunidad que proporciona la ilusión de vivir fuera del espacio, cuando en realidad es el resultado de la escisión entre la situación local del usuario de la realidad virtual y su ubicua localización técnica. Está claro que la comunidad virtual es mucho más afín al mercado que a las instituciones políticas, ya que la multitud que integra la comunidad digital carece de aquella voluntad de actuar en común. Las dos comunidades, económica y digital, coinciden en fomentar la generalización de una subjetividad individualista y sin preocupación por el bien común.
Una de las principales tareas de nuestro tiempo debiera consistir en preguntarse por las transformaciones que experimentan la comunidad política –el Estado– y la económica –el mercado– como consecuencia de la revolución tecnológica, y en preguntarse si se puede hablar de virtualización y des-espacialización de las comunidades políticas y económicas.
Desde el punto de vista político, que es el abordado en este primer apartado, la virtualización no solo favorece el individualismo del capitalismo contemporáneo, sino que también contribuye a la crisis de las instituciones mediadoras (poderes estatales tradicionales, partidos, sindicatos, asociaciones ciudadanas de muy diverso tipo, etc.), para las cuales los problemas sociales y políticos solo pueden ser resueltos colectivamente. Desde este enfoque, los éxitos y fracasos no dependen exclusivamente del individuo. Otra cosa dice el pensamiento que impone la ideología neoliberal, el del empresario de sí mismo, el del capital humano, el del hombre endeudado, el de la gobernanza que ahonda en la responsabilidad individual, etc. Que la comunidad virtual no tenga necesidad de mecanismos de representación o mediación institucional, significa que tampoco requiere del poder político para la producción simbólica de la unidad a partir de la multiplicidad. Constituye, por tanto, un sistema sin institución y sin soberanía.
A pesar de su carácter apolítico o a-institucional, la comunidad virtual tiene evidentes consecuencias políticas: por una parte, empieza a ser utilizada para pensar en nuevas formas políticas, aunque a veces sean tan absurdas como la «wikipolítica» que propone David Clarke (Garapon, Lassègue, 2021: 90); y, por otra, los poderes económicos y políticos se esfuerzan en dominar a los ciudadanos que cada vez más viven en el interior de la comunidad virtual. El mismo poder tradicional del Estado se sirve de los mecanismos impersonales e invisibles que proporciona la tecnología digital con el objetivo de lograr un gobierno automatizado e impersonal de las conductas. El poder más efectivo es siempre el que parece más distante y, en consecuencia, el más invisible, pues no hay resistencia si la dominación no se percibe como tal.
Es indudable que la revolución digital favorece la aparición de una nueva definición de comunidad política compuesta por seres cada vez más aislados y ajenos al sentido de lo común. Se comprende que Jonathan Crary (2015: 21), con el fin de criticar esta nueva realidad –en el fondo, impolítica– utilice el concepto sartreano de «serialidad». El filósofo francés, en su Crítica de la razón dialéctica, aludía con ese concepto a “la dispersión de la colectividad en una suma de individuos” narcisistas, incapaces de tener verdaderas relaciones sociales y de entender la anterioridad de lo común sobre lo individual.
Nuestro tiempo es hostil a la concepción más genuina de lo político, la republicana, que identifica el pleno desarrollo del individuo con los vínculos comunitarios. A esto contribuye el hecho de que la revolución tecnológica digital favorezca la decadencia del concepto político de «pueblo» y su sustitución por el de «colectivo», esto es, por el de una reagrupación de individuos separados, en la que “el yo prima” sobre lo común. Así se expresa Jean-Claude Milner (2022: 74), un conservador lacaniano que, aunque lamentablemente sea poco sensible a las políticas de igualdad, critica con razón en una de sus últimas obras, La destitution du peuple, el «yo» que antepone su poder, su libertad, sobre los derechos de los demás. Este nuevo sujeto no solo ignora el principio de la reversibilidad poder-derecho, en virtud del cual el poder de cualquiera está limitado por el derecho del otro, sino que defiende además una libertad ilimitada que resulta incompatible con la fraternidad, es decir, con el encuentro no conflictivo de la multiplicidad de sujetos libres.
A diferencia del concepto de «pueblo», el «colectivo», que imita las relaciones que imperan en Internet y en las diferentes plataformas digitales, no es más que “la reiteración del individuo” aislado, discontinuo y sin relación auténtica con el otro. En este contexto de soberanía del yo separado y de la cultura narcisista, el clásico instrumental retórico de la discusión y de la persuasión no sirve de nada. En suma, “el colectivo contemporáneo” no es más que un agregado de “individuos soberanos, egocéntricos y encerrados en sí mismos” (Milner, 2022: 75-76). Tales sujetos, debido a las evaluaciones, sondeos y otras tecnologías de cálculo estadístico a las que son sometidos, tienden a convertirse en cosas cuantificables y fácilmente disponibles por los poderes actuales.
2.
La centralidad de la atención para el capitalismo de la era digital y para la subjetividad neoliberal
En este segundo apartado abordamos algunos de los principales efectos de la revolución digital sobre la esfera que es hegemónica en nuestro tiempo. Lo primero que podemos decir a este respecto es que la intromisión de la comunidad virtual en el ámbito económico transforma el mismo concepto de mercado, que antes de la revolución digital todavía estaba ligado a un espacio concreto donde se producían y vendían mercancías. Es cierto, no obstante, que ya Marx, en los Grundrisse, decía que, “debido a su naturaleza, el capital atraviesa toda barrera espacial”, y que resulta inevitable “la aniquilación del espacio por el tiempo” (Crary, 2015: 74). La revolución digital, la des-espacialización propia de la comunidad virtual, lleva hasta sus últimas consecuencias esa aniquilación del espacio por el tiempo de la que hablaba Marx. Y ello se debe a que hoy se «capitaliza» sobre todo la información, es decir, se transforma en «moneda» la información acerca de la atención que prestamos a las imágenes o contenidos que vemos a través de las múltiples pantallas digitales. Por este motivo hablamos de «economía de la atención».
La atención, que emborrona la distinción entre valor de uso y valor de cambio de las mercancías, es la moneda de referencia en el ciberespacio. Como sostenía Goldhaber (1997), uno de los primeros en abordar esta temática, es probable que los flujos de atención acaben reemplazando a los flujos de dinero. Al menos, parece claro que la atención desempeña el rol de «moneda» en los mercados en los que, como el cultural, la información se intercambia por atención (Franck, 2014: 92). Cabe hablar entonces de un nuevo capitalismo mental que se centra en la recepción de los bienes, o, aún mejor, en la producción de señales para atraer la atención, y solo secundariamente en la producción y distribución de bienes materiales (Campo, 2020: 118).
En el contexto económico digital, la existencia de algo –tanto un objeto o mercancía como un sujeto– depende de que sea percibido por los individuos de la comunidad virtual (Citton, 2021: 90), percepción que ya es posible cuantificar. Parece evidente que hay una clara diferencia entre la atención, que como acto mental está unida a un sujeto singular, y los billetes de banco que proporcionan una «equivalencia general», puramente cuantitativa, y, por tanto, se pueden cambiar por cualquier otra cosa. Se diría que no podemos hablar de una «atención general» que sea indiferente al sujeto concreto, insustituible, que mira la pantalla o presta atención, y al objeto mirado; es decir, parecería que no podemos pensar en una atención que sea intercambiable por una gama infinita de experiencias heterogéneas. En principio, debiera ser así. Vivimos, no obstante, una época en la que la economía domina todas las esferas. El mismo concepto retórico de «analogía» –tengamos en cuenta que hablamos de la analogía entre atención y moneda– puede concebirse económicamente, pues ella misma alude a un intercambio que logra hacer equivalente algo que en principio no lo es. La analogía se inserta, al igual que la moneda, en una red que permite el intercambio de imágenes.
Peter Szendy (2017) ha estudiado cómo las miradas, o la atención que se presta a las cosas, se inscriben en una red de intercambio, en el seno de la cual adquieren valor. El filósofo describe un mundo metacinematográfico –«cine» es para él uno de los nombres que pueden darse al mundo– en el que las imágenes entran en un circuito de relación o intercambio económico. Aquí la imagen ya no vale por sí misma (a diferencia de lo que sucede con las deleuzianas imágenes ópticas y sonoras puras), sino por su relación con la anterior y la posterior. El punto de partida de la «iconomía» de Szendy es una enigmática frase de Deleuze (1987: 109): “El dinero es el reverso [l’envers] de todas las imágenes que el cine muestra y monta por el anverso [l’endroit]”. El reverso de la imagen es el dinero, que, a su vez, como ya popularizó Benjamin Franklin, se traduce en tiempo. Tal dinero no nombra únicamente el coste de la producción de las imágenes, sino que es la misma esencia del filme, el cual es concebido como una «cinta» por la que circulan imágenes que, como las monedas, tienen un valor homogéneo, y en la que una imagen es intercambiada por otra para que haya narración fílmica y esta pueda entrar en el mercado.
Todas esas analogías, en las que no podemos detenernos, se explican porque, aun con cierta dificultad, es posible convertir o traducir la atención de los individuos en moneda, en unidades homogéneas que, al estar sometidas a tratamiento matemático, pueden entrar en un régimen de equivalencia. Las más importantes operaciones de homogeneización o estandarización las realizan –pero no solo– mecanismos de cuantificación tan conocidos como la monitorización de audiencias en los medios a través de diversos audímetros; y, sobre todo, la lectura de las huellas digitales que dejamos de nuestras actividades online y offline, lo cual pone de relieve que la Red es una extraordinaria máquina de vigilancia que hace realidad la deleuziana «sociedad de control».
La economía de la atención exige elaborar una nueva ontología de la visibilidad, que en cierto modo se corresponde con el esse est percipi de Berkeley (Türcke, 2002: 38 ss.). Esto significa que las cosas solo existen si son atendidas, miradas o tenidas en cuenta por otros. Cuanta mayor atención se les presta, mayor valor y realidad adquieren. En el mundo digital, el valor y realidad de una red, de un protocolo técnico y de cualquier producto –y aún más si pertenece a la industria cultural que nunca ha tenido tanta importancia como en el presente–, todo eso depende de la amplitud de su circulación entre las pantallas, del número de sujetos que atienden o miran. Resulta evidente que las operaciones de cuantificación de la atención conducen, en el ámbito de la industria cultural, a la invisibilidad y desaparición de los productos minoritarios y más exigentes, cuyo valor estético no suele coincidir con el económico.
La hegemonía de la economía en todas las esferas, empezando por la artística y cultural, supone un empobrecimiento de nuestro mundo y de nuestra libertad, ya que en la práctica desaparece la posibilidad de elegir entre diversas cosmovisiones y modelos culturales. De ahí que la crítica de la ideología del capitalismo contemporáneo, la neoliberal, se dirija contra la creencia de que nunca se ha logrado un grado tan elevado de libertad. Lo cierto es que la revolución digital, en contraste con la creencia en el incremento de la libertad y en la superación de la esclavitud del trabajador fordista y de la lucha de clases (Laval y Dardot, 2013), ha permitido acelerar el proceso de cosificación y heteronomía del ser humano.
Se comprende entonces que, en la sociedad mediatizada que ha nacido tras la revolución digital, se reformule el pensamiento de la lucha de clases. Georg Franck (2020) ha comentado que en nuestro tiempo el conflicto de clase enfrenta a los que tienen visibilidad en los media con los que no la tienen. Este autor habla también de explotación y plusvalía atencional a nivel global o geopolítico, pues los países más avanzados en tecnología digital exportan masivamente información e importan enormes cantidades de atención, mientras que otras regiones, económica y tecnológicamente más atrasadas, exportan cantidades de información muy pequeña y extraen muy poca atención. Por otro lado, McKenzie Wark (2021) ya hablaba hace unos años, desde su Manifiesto hacker de 2004, del conflicto social protagonizado por dos nuevas clases: la clase hacker, que, de acuerdo con el sentido amplio que concede a esta palabra (Citton, 2017: 347-348), produce nuevos conocimientos e informaciones sin poseer los medios para valorizarlos económicamente; y la clase vectorialista, que posee en propiedad los vectores –cables, discos, servidores, empresas, flujos de inversiones, etc.– que hacen posible la circulación de la mercancía de la información. Es así la clase que, por poseer los copyrights, patentes y marcas que atrapan nuestra atención, controla la producción industrial de dispositivos informáticos, las redes de comunicación, la mercantilización de la información y la financiación de las inversiones.
La plusvalía atencional, la resultante de la diferencia entre el trabajo o las horas necesarias para producir un producto comercial y la atención recibida y convertida en dinero, es la que enriquece a la clase «vectorialista» y a los países de mayor desarrollo tecnológico y económico. Esta plusvalía cuantitativa «se paga» en la industria cultural con una pérdida de la calidad estética, con una estandarización y homogeneización social de los gustos. La plusvalía obtenida en las «mediarquías», en las que, a juicio de Citton (2017: 11), se han convertido las democracias contemporáneas, obliga también a reflexionar sobre el free labor o sobre el hecho de que la clase vectorialista obtenga ganancias por no pagar parte del trabajo realizado para que funcionen sus productos culturales. El capitalismo contemporáneo está unido a la ganancia parasitaria del trabajo ajeno. Jun Fujita (2020), en su magnífico libro Cine-capital, ha analizado incluso la importancia que tiene en la historia del cine comercial la obtención de plusvalía a partir del trabajo gratuito o de la atención del espectador. Esa plusvalía adquiere hoy, en la era digital, una importancia aún mayor.
Es preciso volver a señalar que el poder vectorialista, con su dominio de la logística y la publicidad, se sostiene sobre una nueva ontología de la visibilidad que reduce todo al «aparecer», pues las cualidades reales de las cosas son secundarias con respecto a la atención recibida. Por eso se convierte en decisiva la crítica del simulacro y de su expresión más depurada, la publicidad, que sobre todo se ha realizado desde el ámbito de la estética.
Resulta indiscutible que en nuestro tiempo el mercado de un bien inmaterial como la atención cobra tanta o más importancia que el mercado de los bienes materiales. Las empresas o compañías, pertenezcan o no al mundo digital, compiten primero por ese bien escaso que es la atención de posibles consumidores. De esa competición se deriva un constante aumento en la intensidad y novedad de la información que pretende captar la atención (Campo, 2020: 114). Para ello se acude principalmente a estrategias publicitarias. De ahí la necesidad de vincular la crítica de la tecnología digital, puesta al servicio de la hegemonía neoliberal, con la crítica de la publicidad, cuya principal característica, en nuestra opinión, consiste en su aspiración al «grado cero de la alteridad»; o en otras palabras, consiste en su indiferencia con respecto a lo que está fuera del signo, a ese «otro» del signo que llamamos referencia. La subjetividad que impulsa el capitalismo tardío, la propia de un homo œconomicus que a diferencia de épocas pasadas resulta incompatible con el homo politicus (Brown, 2016: 39), no solo tiende a ver en cualquier otro sujeto un competidor y a desarrollar visiones paranoicas y gnósticas del mundo, sino que favorece sobre todo la hegemonía de la publicidad que corta el «cordón umbilical» que liga el signo –sea visual, escrito u oral– con el mundo real donde habitan los demás individuos. En este contexto, se impone la hiperrealidad de los simulacros que, para Baudrillard (1978: 10), establecen la precesión de los signos sobre la realidad.
Todo ello nos obliga a realizar una profunda revisión y crítica de la hegemonía contemporánea de la estética inspirada en la publicidad. Tal estética conduce al triunfo de la «imagen sustitutiva», completa, autosuficiente (Serge Daney, 2004), esto es, al triunfo de la visualidad que favorece el narcisismo porque nos ahorra volver la mirada hacia fuera, hacia la realidad y hacia el otro. Es, por tanto, necesario ocuparse de las patologías éticas y políticas que están unidas a la «imagen sustitutiva» o a la imagen-simulacro, y, por supuesto, es necesario pensar en la manera más eficaz de combatir tales patologías. En el siguiente apartado explicamos precisamente que del laboratorio estético pueden salir algunos de los «fármacos» más eficaces contra este mal contemporáneo.
3.
La estética y la teoría de las artes como terapéutica filosófica en la era de la revolución digital
La atención a la que nos hemos referido hasta ahora es una atención degradada porque es cuantificada y reducida a moneda de cambio. Se trata de una atención que no es valorada con criterios cualitativos. En cambio, la estética contemporánea, la que huye del mercado, la que impone la lentitud, la espera, la crítica de la publicidad y del simulacro, favorece una atención más exigente e irreductible a valores cuantitativos. Por este motivo, proponemos que la estética, o un lugar de reflexión al que podríamos llamar con Yves Citton (2021: 262-263) «laboratorio estético», es un ámbito muy adecuado para pensar los problemas de la revolución digital y para oponer resistencia a las patologías sociales y políticas del presente.
Es verdad que las mismas obras de arte y la subjetividad del artista padecen la hegemonía del capitalismo mental o de la atención. Pero el laboratorio estético no tiene por qué estar sometido a las exigencias y patologías de la industria cultural. El análisis de nuestras experiencias estéticas y prácticas artísticas –no se hace otra cosa en el laboratorio– puede ayudar a proponer nuevos modelos conceptuales y ofrecer alternativas a la subjetividad del homo œconomicus, de aquel sujeto que se conduce en todas partes de acuerdo con principios mercantiles. Para algunos artistas, la misma praxis artística, se convierte en un laboratorio. Así sucede para Alfredo Jaar, quien, en plena pandemia, colgó en Internet un austero video en el que decía que el arte y la cultura son más necesarios que nunca porque proponen nuevos modelos para pensar el mundo.
La distinción que establece Jean-Marie Schaeffer (2023: 22-25) entre la atención guiada por el principio de economía y la guiada por el estético nos ayuda a pensar y criticar las transformaciones que introduce la digitalización en el capitalismo tardío. De acuerdo con el principio económico, es preciso obtener de la manera menos costosa el máximo de información. En la medida de que se trata de comprender lo más rápidamente posible y con el menor gasto de energía atencional, resulta fundamental la capacidad de esquematización. Para este enfoque, la atención se mide en tiempo, que el hombre moderno siempre ha considerado escaso y cuantificable en dinero. Muy distinto es el criterio estético, el cual ya no está presionado por el principio económico de tener en cuenta un mínimo de elementos para identificar el objeto o acontecimiento y para actuar de manera eficaz sobre él. Por el contrario, el criterio estético conduce a una actitud de curiosidad abierta a una mayor complejidad.
Otra distinción complementaria con la anterior que establece Schaeffer, y que nos parece fundamental para la crítica del capitalismo de la atención desde el laboratorio estético, tiene que ver con el estilo cognitivo adoptado para analizar y juzgar una obra de arte. Según este autor, cabe hablar en general de dos estilos, el convergente y el divergente. El convergente resulta afín al principio económico que impera en Internet, ya que busca producir lo más rápidamente posible una creencia estable sobre un objeto o acontecimiento. Se trata, por tanto, de reducir el contenido de la experiencia a esquemas perceptivos y categoriales familiares, siempre con el objetivo económico de ahorrar tiempo o, lo que es lo mismo para los modernos, dinero.
La reflexión sobre las prácticas artísticas, empezando por las llevadas a cabo por un autor de la vanguardia histórica como el anartista Marcel Duchamp, sirve para pensar otra concepción del tiempo y del trabajo. En el caso del francés, es conocida su crítica al artista apreciado por los mercados, aquel interesado únicamente por la finalidad, por la obra acabada que se traduce en dinero o en valor cuantificable, medible. Duchamp, en cambio, al prestar toda su atención y valor al proceso, al “devenir de la subjetividad” y a “su potencia de actuar” (Lazzarato, 2015: 47), se sitúa en las antípodas del capitalismo contemporáneo que transforma al sujeto humano en homo œconomicus, para el cual la duración, el proceso, no es nada, y lo es todo el fin, el producto terminado.
En correspondencia con el proceder de Duchamp, la atención guiada por el principio estético se corresponde también con el estilo cognitivo divergente que, según Schaeffer, permite tomarse el tiempo suficiente para explorar el objeto de atención en todos sus detalles, en toda su complejidad, y, gracias a la ayuda suministrada por la facultad de la imaginación, para ponerlo en relación con objetos y experiencias diferentes. Ese estilo ayuda a retrasar la categorización y, por lo tanto, sirve para reflexionar con sutileza y profundidad y para apreciar las singularidades y novedades. Es un estilo que requiere de paciencia y que revaloriza la espera. Ciertamente, la espera fue angustiosa en los tiempos de crisis de la filosofía de la historia, en los que lo latente nunca se resolvía (Gumbrecht, 2015), pero en la época en la que se impone la cuasi-instantaneidad de Internet, se convierte en un aliado imprescindible (Crary, 2015: 127-128). El estilo divergente, aunque requiere de una atención más esforzada, proporciona también un mayor beneficio cognitivo. A tal estilo pertenece, por ejemplo, la tendencia a valorizar lo interminable, lo non finito como sucede en las obras literarias del último Pasolini, o esa lentitud que encontramos en algunos cineastas contemporáneos como Tsai-Ming-Liang, Béla Tarr, Víctor Erice o Lisandro Alonso, y que exige una atención que se halla en las antípodas de la atención cuantificada que impone el neoliberalismo.
La atención que se deriva del estilo divergente guarda cierta afinidad con el cuidado (care) o preocupación por el otro, lo cual nos aleja del espectro –omnipresente en el mundo digital– del simulacro. Se trata de una tecnología que, a diferencia de la tecnología de la producción, solo ve en el futuro una amenaza y no la culminación de la obra (Groys, 2023: 93-94). Es preciso tener en cuenta que el cuidado termina con lo más temido, con la destrucción del objeto, mientras que la producción termina con lo más deseado, con la elaboración del objeto que entra en el circuito económico. Las filosofías del cuidado otorgan una gran importancia al sentido relacional que tiene el cuidado, al hecho de que no somos simples entidades autónomas, sino que siempre mantenemos cierta relación con el otro y con nuestro complejo «entorno». Esto significa asimismo poner en conexión la filosofía relacional del cuidado con las concepciones republicanas que subrayan la centralidad de lo común, pero sobre todo con la temática del Antropoceno. La ecología profunda, o la ecosofía de la que hablaba Guattari (2015), es relacional porque los seres no existen fuera de las relaciones que los constituyen. Sin duda, la experiencia estética, con su capacidad para fomentar la empatía, los vínculos relacionales, y para cuestionar hábitos mentales consolidados que están llevando a la especie humana a la catástrofe, puede contribuir a tomar conciencia de fenómenos tan graves como la crisis climática y a adoptar medidas urgentes (Benedetti, 2021).
Por supuesto, hay otros aspectos de la estética, que ahora no podemos abordar, como su valoración de la presencialidad, o de la re-espacialización de la experiencia, que confirman su rol terapéutico frente a las patologías provocadas por el neoliberalismo de la era digital. Este papel terapéutico resulta imprescindible en un tiempo en el que el neoliberalismo se presenta como la única opción racional y se sirve de la tecnología digital para conquistar todos los ámbitos de la vida humana. Algo, sin duda, que empobrece completamente nuestra existencia.
Referencias:
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Antonio Rivera García. Es Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Codirige Res publica. Revista de filosofía política. Actualmente se ocupa de la dirección del Grupo UCM de investigación Estética contemporánea: arte, política y sociedad y es el Investigador Principal del proyecto Estética y transformación digital de la sociedad. Es asimismo director del Departamento de Filosofía y Sociedad en la UCM. Su última monografía lleva por título La crueldad de las imágenes. Estética y política del cine (2022), y su último libro coordinado, Crítica de la subjetividad neoliberal. Un análisis desde la Estética y la Teoría de las artes (2024). Sus investigaciones se han centrado tanto en la historia de las ideas y conceptos políticos como en la estética contemporánea, con particular atención a la teoría de la imagen y a las relaciones entre estética y política.