Fingir demencia. Contra-terapia del sentido común contemporáneo
Casi todas las épocas creen vivir tiempos tumultuosos e incómodos, en buena medida porque la existencia humana requiere condiciones de bienestar siempre insatisfacibles. En la grandeza de la imaginación anida la mayor de las condenas del ser humano y en sus proyectos fastuosos habitualmente sus mayúsculos fracasos. El clima irritante de los últimos tiempos en el medio intelectual surge, entre otras cosas, de derrumbes recientes que no se terminan de procesar. Los enfoques que pretendían ser liberadores de las viejas ataduras de la metafísica vienen mostrando su cara más oscura. Frente a ello, una parte de la intelectualidad cierra los ojos, se repite que los males son parte de la transformación y apuesta por una radicalización extrema en la que solo después de deconstruirlo todo el cambio mostraría su faceta benévola y superadora, como si el costo hundido fuera tan grande que justificara cualquier intento de salvar la inversión. La otra parte asume el duelo y busca una alternativa que hasta ahora se muestra esquiva. Entretanto, los sujetos arrastrados por estos vaivenes muestran curiosas reacciones que pertenecen al campo del cuidado de sí y desarrollan aspectos terapéuticos orientados a conservar el estado de calma, como sucede en el caso de la figura del “fingir demencia”, que nos interesa aquí. Después de relevar sus rasgos, consideraremos hasta qué punto esta apatheia contemporánea entraña una contra-terapia que resulta del agotamiento del cuidado transformado en sentido común.
Las propuestas filosóficas que aparecen como novedosas son usualmente las que interpretan la dirección de la historia. Dicen qué está pasando cuando los signos están todavía asomando. Si hay algunas filosofías que adoptan la cadencia del búho de Minerva y su vuelo en el crepúsculo, hay otras que agitan alas de “early bird”, difunden su diagnóstico y quedan por ello cubiertas de un aura de infalibilidad. A este último grupo pertenecen muchas ideas mainstream del mundo actual derivadas de la comprensión de la verdad como producto de la interacción entre poder y conocimiento en marcos históricos específicos. Aparecieron hace décadas con el joven talante de las novedades disruptoras y un furioso aire de superación, y aunque entretanto fueron mostrando lados oscuros, efectos adversos y puntos ciegos que las hicieron menos cautivantes, se muestran hoy con la fuerza de la obviedad. No importa que hayan quedado atrás en la agenda teórica. Resultan una descripción plausible del espíritu de los tiempos y encarnan por ello el sentido común, que no se viste ahora de tradición sino de sutil ejercicio de sospecha y superación de todo lo dado. Lo cierto que se trata de sentido común y opera, por tanto, como una máquina de iteración que asegura la cohesión social. Que repita con aires de originalidad y perspicacia slogans relativistas no cambia sus rasgos más propios. De este modo, estas ideas parecen de vanguardia, aunque tengan poquísimo de original y hundan sus raíces, al contrario, en los albores de la tradición occidental. Pero su prehistoria, en este contexto, es el menor de los problemas.
Las actitudes teóricas optimistas y relajadas que en su día vieron en el pensamiento blando y las tendencias relativistas vías para reducir la violencia y lograr una mayor armonía social, se han desmoronado a raíz de nuevas formas de malestar social. Los desafíos para alcanzar el ideal moderno de una sociedad igualitaria han llevado a la desilusión a la hora de navegar por entornos maniqueos, donde el camino óptimo sigue siendo esquivo y una gran parte de la población habita malestares crecientes. La celebración de la muerte de la verdad, esa tirana, y el abrazo aparentemente ingenuo a sus herederas, las verdades relativas, han dejado un reguero de víctimas a su paso. Estos vástagos se convirtieron en diversas formas de fanatismos, conservando la terquedad de sus predecesores, pero careciendo de la rigurosa búsqueda de justificación inherente a las antiguas pretensiones de racionalidad. Como resultado, vivimos en una fiesta psicodélica que mezcla el vituperio hacia la noción de verdad y el chillido ante la proliferación de las “fake news”, como si la noción de verdad como adecuación fuera una herramienta que sólo puede esgrimirse en determinadas circunstancias, libre de la amenaza de las contradicciones. La vida en este contexto se asienta en el desasosiego y lleva al cuestionamiento de las disposiciones subjetivas, la búsqueda de sentidos vitales y el diseño de patrones de acción para compensar los desafíos externos.
Todas estas disposiciones se asocian al cuidado de sí, categoría a la que Michel Foucault prestó especial atención, especialmente en su versión antigua. Recordemos que el verbo therapeuein está asociado en griego con el cuidado, el tratamiento o el servicio y abarcaba el aspecto físico y el espiritual, pudiendo desembocar en la epimeleia heautou, el cuidado de sí concebido como autoconocimiento. En este bosquejo hay que buscar las claves del sentido común en el siglo XXI, que se concibe a sí mismo como una manifestación del cuidado. La tematización del status de las tareas de cuidado en el marco de los estudios de género y la proliferación de fórmulas que apelan a la protección, tan en primer plano durante la epidemia de COVID19, son un ejemplo claro. Recordemos “El Estado te cuida”, “L’État vous protege”, “Wir kümmern uns um ihre Gesundheit”, entre muchos otros.
En este contexto, el cuidado no es solo el arbitrio de las condiciones para el bienestar. Muy por el contrario, está asociado a la crítica de la moralidad tradicional, comprendida como un conjunto de normas externas que impone obediencia a reglas. En lugar de un código de moral impuesto, el cuidado de sí despierta la autonomía basada en el auto-conocimiento. Por tanto, el sentido común asentado en el discurso del cuidado coloca al sujeto que lo asume en un lugar de superioridad moral frente al que responde al ordenamiento tradicional y es visto, por ello, como un individuo disciplinado y normalizado que no se hace cargo de su propia vida y opera como un sujeto pasivo de normas sociales e instituciones.
Este modelo de sentido común se las arregla para enarbolar la bandera de las prácticas de libertad que rompen con toda tradición para inventar nuevos roles e identidades, aunque curiosamente los “nuevos modos de pensar” resultan de una masividad desconcertante y resultan inmediatamente fijados y tipificados. Por si no bastara, esta disrupción generalizada se presenta como una resistencia a las tecnologías de poder que buscan controlar y regular la vida de las personas para quitar límites a la subjetividad, aunque el resultado está más cerca de una paradójica lista de reglas de conducta para operar en pos de causas muchas veces contradictorias decretadas muy lejos del escenario subjetivo del auto-conocimiento. Las implicancias éticas y políticas de este entramado son claras y han marcado el tono de la comprensión de la subjetividad, las relaciones interpersonales y el posicionamiento frente a las instituciones y las estructuras de poder.
En un contexto donde todo es cuidado, sucede usualmente que nada lo es del todo y el sentido común coloniza más que nunca la interioridad personal. El vacío frente a la aterradora perspectiva de ser únicos y deber inventar nuestras propias reglas se satura con la repetición de un mantra que convierte en colectiva la necesidad de definir quiénes somos y hacia dónde vamos, conservando la pose –y solamente la pose– de ruptura y resistencia. Somos tan activos, originales y resilientes y somos así porque habitamos el cuidado, pero al mismo tiempo nos inunda una realidad insoportable y debemos hacer algo, pero no puede tratarse de una terapia, es decir de una herramienta de cuidado, sino más bien de una contra-terapia, es decir de un mecanismo para huir del cuidado. Exactamente eso es lo que encontramos en un caso curioso.
En varias lenguas modernas, las expresiones asociadas con “fingir locura” han ganado terreno. Pensemos en “fingir demencia” en español, “finger la follia” en italiano, “feindre la follie” en francés, etcétera. Estas expresiones ofrecen una visión fascinante de la subjetividad y su relación con la verdad en el primer cuarto de este siglo. En este nuevo contexto, no se trata de emular a Hamlet. No se trata de la locura del siglo XVIII. Ambos conceptos, “fingir” y “locura”, son muy significativos. “Fingir” denota un tipo de acción que intenta reflejar la realidad como su doppelgänger. Cuando se ejecuta con éxito, puede hacerse pasar por la realidad. De ahí su relación con el engaño y la falsedad. Pero también se relaciona con la ficción, donde el alejamiento de la realidad enriquece la narración con la imaginación, al tiempo que mantiene el vínculo con la estructura y la lógica de la realidad. “Fingir” no es simplemente imitar una cualidad de la que se carece, sino comportarse como si realmente se la poseyera. Por tanto, alude inevitablemente a una verdad que funciona como supuesto subyacente.
Cuando fingimos, reconocemos una distancia respecto a lo que es o debería ser, es decir, nos basamos en un supuesto ontológico con el que operamos para construir una alternativa. De hecho, podemos fingir en ámbitos muy distintos. Hay un fingimiento teórico cuando respondemos a lo desconocido como si fuera conocido, y un fingimiento conductual cuando simulamos alegría o incluso amor, imitando comportamientos mientras somos plenamente conscientes de que nuestros sentimientos internos divergen. En el fondo, por mucho que intentemos deconstruir y abandonar la metafísica, nunca nos quitamos del todo el sayo de la verdad como adecuación. Por eso permanecemos atentos a la correlación entre pensamiento y realidad y cuando falta esa conexión, determinamos la entrada en el universo de la ficción.
Hasta aquí no hay mucha novedad. Se viene hablando de estos fenómenos al menos desde los antiguos griegos. Lo curioso viene cuando el objetivo de la pretensión es la demencia, ya que la demencia conlleva su propio tipo de alejamiento de la realidad. En rigor, representa una desviación de la norma, que hace surgir algo inesperado que aparece en lugar de lo previsto. La demencia implica romper con las reglas del mundo y perder así el contacto con la realidad. Mientras fingir requiere intención y vigilancia, la locura hace caso omiso de todos los mecanismos racionales de control. De ahí que nos encontremos con dos formas distintas de distanciarse de la realidad que a menudo se dan por separado. Uno puede fingir para engañar o complacer a alguien, o puede experimentar la locura –oír voces o, como Don Quijote, enzarzarse en batallas con gigantes imaginarios–. ¿Pero qué ocurre cuando se dan juntas?
Cuando la demencia es fingida, la colisión de estas dos modalidades produce efectos inesperados. En cuanto a la acción, predomina el fingir, porque supone un sujeto dueño de la situación que se desprende voluntariamente de la realidad y entra en el terreno de lo imaginario. Sin embargo, el contenido sobrepasa sus propios límites y transforma el acto primario. Dado que lo que se finge es demencia, que se caracteriza por la pérdida de los marcos de realidad, el control subjetivo queda en jaque. Como dijimos, fingir va más allá de la mera imitación e implica una disposición subjetiva hacia la condición pretendida. Por lo tanto, más allá de la personificación externa de la demencia, se da una transformación interna de quien la finge. El individuo habita esa locura como el actor que se sumerge profundamente en su papel hasta el punto de derramar auténticas lágrimas. El control deliberado se rompe y la demencia envuelve al sujeto que juega con el alejamiento de la realidad.
Al mismo tiempo, este cambio no es permanente. Fingir demencia difiere de estar loco. Por eso, a pesar del desbordamiento que difumina la razón, es imposible que el propio sujeto que finge demencia no perciba los hilos de la marioneta. El simulacro no puede ocultarse a quien lo plasma. En lugar de la locura divina que eleva el alma, esa que ocupaba a Platón en el Fedro, acabamos en un ardid que sólo sirve para enmascarar una pequeña parte de la opresiva miseria general. Cuando fingimos demencia, queremos olvidar los obstáculos del camino y los horrores del mundo, queremos creer contra todo pronóstico. Nos esforzamos por encarnar la demencia y su divorcio del mundo. Sin embargo, sabemos que puede nublar la mente, pero no liberarla de su vínculo con la realidad, que se agazapa en los márgenes para denunciar la farsa.
La demencia se finge como respuesta a las incertidumbres y desafíos. El antaño prometido futuro de progreso perpetuo, que nos llevaría a explorar las estrellas, parece ahora dudoso. Viejos fantasmas resurgen con renovada fuerza, nuestros recursos escasean y muchos se sienten abrumados. En la segunda mitad del siglo XX, la tecnología surgió como un tema relevante, acompañado de advertencias e incluso horror ante su tremendo poder. Pensadores como Heidegger y gran parte de la fenomenología, inicialmente en Francia y luego a escala mundial, exploraron las escurridizas dimensiones de este fenómeno. Pero no es casualidad que los aspectos relacionados con el exceso hayan pasado a ocupar un lugar central en el discurso del siglo XXI. Esta tendencia también es evidente en el auge de los nuevos realismos, que abogan por el retorno y la recuperación de categorías que parecían haber quedado enterradas para siempre. Sin embargo, algunos de estos intentos están tan alejados de la experiencia humana concreta que no consiguen, a pesar de sus mejores esfuerzos, persuadirnos de su importancia.
En el supuesto reino del cuidado, que ha salido del sujeto para regir la sociedad toda, el individuo trata de fingir demencia para hundirse, aunque sea por un rato, en el contra-cuidado. Fingir demencia es, por tanto, la contra-terapia a la que lleva la opresión del cuidado que se ha tornado un factor de alienación. La alienación produce la desconexión con el verdadero ser del sujeto asociado con valores, deseos y aspiraciones sepultándolos en estructuras de control social, económico y político y el cuidado de sí debía ser la búsqueda de la autonomía y la autenticidad propiciando vínculos comunitarios menos fragmentados. Lo cierto es que la institucionalización del discurso del cuidado ha mostrado que puede ser igual o más opresiva que los viejos esquemas y ha despertado reacciones que hacen deseable para amplios grupos la vuelta a situaciones de rigidez que parecían completamente superadas y, mientras tanto, alimentan la práctica del fingir demencia.
Decimos que el fingir demencia entraña una contra-terapia porque rechaza explícitamente los objetivos de autonomía, autenticidad y autoconomiento del viejo therapeuein y resulta, en algún sentido, un producto opuesto que busca borrar la dimensión subjetiva. Quien finge demencia no quiere las reglas del sentido común tradicional, pero tampoco la resistencia opresiva del sentido común del cuidado y va tras la experiencia de un mundo ilusorio donde no hay que obedecer ni resistir. En este marco se anulan las disposiciones de comprensión de la realidad asociadas con un sujeto activo, pero también los modelos receptivos asociados con la apertura a lo real. Esta actitud resulta también un tipo de contraposición que podríamos llamar contra-anamorfosis. Este concepto, significativo en los anales de la historia del arte, refiere a obras que desafían al espectador presentando imágenes distorsionadas que sólo adquieren visibilidad o proporción cuando se contemplan desde un ángulo específico. Algunos ejemplos son El ojo y El niño de Leonardo Da Vinci, casi irreconocibles de frente, Los embajadores de Hans Holbein el Joven y su aterradora calavera oculta sólo visible de perfil, y los famosos retratos de Eduardo VI y Carlos I.
La anamorfosis exige un espectador receptivo en una perspectiva particular para percibir lo que se manifiesta, lo cual la hace muy adecuada como herramienta para la fenomenología en su versión marioniana y su reflexión sobre los fenómenos saturados, por ejemplo, pero también para ejemplificar el tipo de actitud que le cabe al sujeto en una situación de cuidado de sí orientado a la búsqueda de autenticidad. Esta disposición necesita un sujeto que intente saber, comprender, captar la realidad, ver la calavera en el cuadro, es decir un sujeto comprometido con el conocimiento y el auto-conocimiento. La terapia del cuidado podría ser asociada con el ejercicio de anamorfosis para develar las claves del mundo más allá de las descripciones heredadas que obturan la sensibilidad. Cuando ya no se quiere nada de eso, la alternativa es fingir demencia. Se rechaza, entonces, la pretensión de conocimiento objetivo del sujeto mundano moderno tanto como el afán perspectivista de la anamorfosis asociada con el cuidado de sí para retirarse lo más posible del contacto con el mundo y consigo mismo. Observemos, por ejemplo, un ejemplo del mundo de X. Entre otros mecanismos interesantes en el ámbito local, vale la pena destacar el caso de la frase “después lo leo”. Esta expresión implica un uso deliberado de “fingir demencia”, en tanto sirve como medio para comunicar el apoyo incondicional o el rechazo total a una acción u opinión del gobierno o la persona que sea, pero dejando en claro que no se trata de una elección o inferencia razonada. Por ejemplo: "Esta ley es perfecta. Después lo leo.” "Excelente medida. Después lo leo.” “Gran análisis. Después lo leo.” “Todo cierto. Todo cierto. Después lo leo”. “Totalmente de acuerdo con lo que dice el presidente. Después lo leo". "Estoy de acuerdo en todo. Después lo leo”. “Me emocioné. Después lo leo.” “Es todo falso lo que dice aquí. Después lo leo.” “Todo falso. Después lo leo.” Son ejemplos entre miles.
En esta contra-terapia contra-anamórfica, los que fingen demencia buscan olvidar los terribles dolores de la realidad porque la mera ignorancia no basta. Deben adoptar una disposición peculiar, esta vez no para captar el exceso, sino para anular la experiencia del mundo que duele. Si los hechos son insoportables, fingir demencia permite actuar como si no existieran. Fingir demencia ayuda a ignorar selectivamente los datos incómodos y convivir con la contradicción. Permite, por ejemplo, denunciar las noticias falsas de los adversarios y, al mismo tiempo, pasar por alto los fraudes de la propia facción, porque al fin y al cabo estamos todos resistiendo alguna opresión que debería explicar lo inexplicable. En última instancia, fingir demencia nos ahorra el esfuerzo de volver a preguntarse qué es la verdad, al precio de quedar sumidos en el juego sardónico, escéptico y melancólico de la falta de parámetros donde todos estamos perdidos.
Hay una tercera inversión que cabe tener en cuenta, ya que esta contra-terapia contra-anamórfica es además contra-parresiástica. A diferencia de la exaltación de la resistencia asociada a la liberación, el cuidado hecho sentido común entra en conflicto con la parrhesia. Foucault se dedicó al estudio de esta noción en sus últimos años. La parrhesia, o "decirlo todo", se refiere a la acción de hablar con franqueza derivada del compromiso con la autenticidad. Sin embargo, este estudio incluye la exploración de una aporía curiosa. En El gobierno de sí y de los otros se detiene Foucault en la relación entre democracia y parrhesia describiendo un rectángulo con un vértice constitucional que radica en la democracia como condición formal, un vértice político que supone la superioridad de quien habla como condición de hecho, el vértice de la franqueza como condición de verdad y un vértice del coraje que sintetiza la condición moral de la parrhesia, que supone la adecuación entre el sujeto de la enunciación y el sujeto de la conducta (Paris, Gallimard, 2008, 158-162).
La parrhesia y el sistema democrático, es decir, la encarnación comunitaria de la parrhesia, sólo son posibles cuando se da la variante integrada de estos cuatro elementos. Foucault se apresura a decir que este equilibrio es siempre inestable y que no tiene sentido intentar preservarlo, porque igualdad, isegoria, y parrhesia son por naturaleza incompatibles. Decir la verdad riñe con la isegoria porque no todo el mundo es capaz de decir la verdad como resultado del autoconocimiento enraizado en el cuidado de sí, lo cual impone diferencias insalvables entre los individuos, pero sin isegoria no hay democracia. En este diagnóstico, la parrhesia debe abandonar el ámbito de la política y refugiarse en la filosofía, que concentra el imperativo del cuidado de uno mismo y de los demás. Si es así, la esfera del cuidado es mucho menos universal y universalizable de lo que sugiere la versión de sentido común, que estuvo desde siempre condenada al colapso. En efecto, en la práctica de los sujetos que “fingen demencia” desaparece la condición de verdad, lo cual arrastra consigo todo el esquema.
Esta actitud de contra-terapia puede ser comprendida como la inversión de la apatheia estoica, que buscaba la situación de ausencia de perturbaciones para abrirse a la armonía con el mundo y con los otros. Con el mundo y los otros entre paréntesis, aunque sea de manera momentánea, el fingir demencia sintetiza el resquebrajamiento de un modelo de sentido común exhausto y con pocos recursos para marcar un camino por fuera de fórmulas ya fracasadas que invita a pensar de nuevo qué sujeto, qué prácticas y qué terapias han de advenir.
Claudia Marsico es profesora a cargo de la Cátedra de Historia de la Filosofía Antigua en la Universidad de Buenos Aires, Investigadora Principal de CONICET y Directora de una sección de investigación en la Academia Nacional de Ciencias en Buenos Aires. Ha sido profesora visitante en numerosas universidades en Bélgica, Alemania, Italia y Estados Unidos, además de fundadora y presidenta de la International Society for Socratic Studies (ISSS) y actualmente vicepresidenta de la International Plato Society (IPS). Ha escrito numerosos libros, capítulos y artículos sobre filosofía antigua, especialmente sobre Platón, las filosofías socráticas y su recepción contemporánea, así como sobre filosofía de la historia.