Hacia una terapéutica nietzscheana
Fernando Beresñak me ha invitado a participar en la elaboración de un dossier acerca de lo que él mismo denomina “terapéuticas filosóficas”. La verdad es que alguna experiencia en ese terreno sí que tengo; sin ir más lejos, fui uno de los directores de la tesis doctoral de Teresa Gaztelu en la Universidad Complutense de Madrid. Y es que no solo es ella experta en la tradición tal vez más antigua del budismo, la que está recogida en la lengua pali, anterior al mismo sánscrito, sino que sería experta además en lo que se ha dado en llamar “asesoramiento filosófico”, como discípula y seguidora de Mónica Cavallé, la que pasa por ser una de las más conspicuas representantes en España de esa línea de trabajo tan interesante. Algo, por otra parte, que tendría que ver con el pensamiento francés, sobre todo a partir de los estudiosos y seguidores de ese erudito excepcional en la filosofía helenística que fue Pierre Hadot. Pero también nos hace pensar en Alemania y en todo lo que habría avanzado allí, hasta el punto de casi consolidarse, la philosophische Lebensberatung. Y esta última denominación alemana resulta particularmente ilustrativa, sin duda, puesto que nos indicaría a las claras que se trata de una filosofía al servicio de la vida concreta, una filosofía “existencial”, si se quiere, dispuesta a aconsejarnos sobre cómo enfrentar los problemas más importantes, y nada infrecuentes, de la práctica cotidiana y nuestras relaciones sociales. Recordamos en este punto aquello que escribió una vez la novelista y pensadora Iris Murdoch: las tres cosas que nos suelen amargar la vida son “la gente, el sexo y el dinero”, pero se podría añadir que también el sexo y el dinero entran en la categoría de “la gente”. Era la de Murdoch la era del existencialismo, y de ese “infierno [que] son los otros” tan célebre de Sartre. Suelen ser las relaciones sociales las que nos deparan la parte mayor de la desdicha humana, y a primera vista evitable.
I.
Hace poco tuve ocasión de fijarme en una ilustración en la que se podía ver a Freud siendo expulsado de la cátedra, o del estrado, por alguien que se parecía mucho al mismísimo Sócrates, sin duda toda una inesperada toma de venganza del racionalismo más acendrado. En fin, ya se sabe que esto es algo de lo que incluso se habría abusado, sin ir más lejos con el estribillo aquel de “más Platón y menos Prozac”, aunque por nuestra parte, y es que hay que matizar, no nos atreveremos a negar que en ocasiones sí que puede hacer mucha falta el Prozac, lo que no significa en absoluto que venga mal leer reflexivamente, de vez en cuando, algún que otro diálogo platónico. Como no podía ser de otro modo, con esto nos dirigimos directamente a la magna cuestión del malestar, individual y colectivo. Lo que es decir que vamos a parar otra vez a Freud, si bien no al Freud que ha pasado por ser enemigo de la filosofía, ni siquiera de la moderna filosofía conciencialista, sino al Freud que era, además y por si fuera poco, todo un buen filósofo, si bien filósofo reticente, como reza el título en la traducción española del completo libro de A.I. Tauber. Pero lo que estoy queriendo decir con esto, por encima de todo, no es sino que el debate actual del malestar nos conectaría a los filósofos, o a los estudiantes de filosofía que en realidad hemos sido nosotros siempre, con la línea de Schopenhauer a Nietzsche y sus seguidores hasta nuestro presente. Esta intervención mía en el dossier, precisamente, va a ser una intervención nietzscheana porque asumirá un espíritu nietzscheano, por ponerlo así. No por nada sino solo porque no se puede negar que con este pensador, Nietzsche, la relación de la filosofía occidental con el problema del sufrimiento iba a alterarse radicalmente, en el sentido radical de que se va a invertir o a poner cabeza abajo. Aunque tal vez, como ocurre en tantos otros ámbitos de la transvaloración de todos los valores, esa relación de los filósofos con el dolor del mundo lo que se iba, en realidad, es a restablecer, a recolocar en su posición natural.
Empezaremos exponiendo lo que no deja de ser una trivialidad: el malestar individual y colectivo puede ser entendido, o casi mejor contemplado, como algo esencialmente histórico. O sea, cada época tendría, más o menos, su malestar específico o característico, casi se puede decir que constitutivo, y por otra parte el malestar de una época sería de una intensidad asimismo peculiar. Aunque esto no es sino decir algo relativo, evidentemente, porque solo en comparación con otras podremos decir que una época será más o menos molesta, más o menos terrible. Recordando en este punto a Parfit (1984), sería oportuno volver a reconocer que somos capaces de imaginar perfectamente una situación fáctica tal que, dicho de forma objetiva, o sea casi desde cualquier punto de vista, si es que vamos a vivir en ella entonces sería preferible no existir. Es decir, no se puede negar que se pueden dar situaciones históricamente dadas, pero sin duda también psicológica o individualmente dadas, en que lo racional sería tal vez quitarse de en medio, suicidarse de alguna de las muchas maneras que hay, sobre todo si juzgamos desde un principio valorativo utilitarista. Pensemos en Gaza hoy mismo, aunque nos sea tan doloroso, incluso en la Franja de Gaza de ya hace bastante tiempo. O en la Ucrania continuamente bombardeada, un día tras otro.
Pero también pienso que se tendría que decir que, por definición, los seres humanos somos llamados “los mortales”. Y eso significaba, significa y es casi seguro que “siempre” significará, que todos estamos marcados por la mala fortuna, la cara más oscura del azar, aunque solo sea por la razón de que la mala fortuna invariablemente se hallaría revuelta o vendría entreverada con la buena, hasta el punto de que nunca se va a dar la una sin la otra. Con eso lo que quiero es considerar que habría un malestar constitutivo del humán (empleo ahora el término de Jesús Mosterín), y entonces en buena medida irradicable a no ser por medio del aturdimiento intencional de los implicados. Así que, por desgracia, la conciencia clara que nos trae la filosofía tiene que hacer nítido este malestar, y al cabo nos llevaría a reconocer su naturalidad, ya se sabe que, como dijo Deleuze, la verdadera filosofía lo que hace porque lo tiene que hacer es entristecer. Y según Freud casi nadie es capaz de soportar la vida a pelo, o sea, sin ingerir de vez en cuando alguna sustancia estupe-faciente, como el alcohol; o sin participar en alguna actividad colectiva que nos haga aún más estúpidos de lo que ya somos, y en eso me abstengo de dar ejemplos porque la gente cada vez está más susceptible. Por tanto el filósofo sí que tiene un enemigo irreconciliable, el estúpido.
Hay un pasaje de El nacimiento de la tragedia en el que se nota bien cómo Nietzsche, de joven, pretendía relacionar el pesimismo romántico de Schopenhauer con el supuesto pesimismo de los griegos “de la época trágica”, y lo matizo así porque esto se lo cuestionará, por ejemplo, el filósofo helenista y en buena medida nietzscheano Walter Otto. Cita Nietzsche en ese su primer libro importante el mensaje nuclear de aquella sabiduría de Sileno, sátiro del cortejo de Dionisos: “lo mejor que le puede suceder al humán es no nacer, pero una vez nacido [lo mejor es] morirse pronto”. Ya se sabe que la gran relevancia del pensamiento schopenhaueriano, entre otras muchas cosas, y a pesar de sus incoherencias, viene de haber planteado el problema del valor de la existencia, sin duda más que de la respuesta concreta que le iba a dar él a la cuestión. Nietzsche, ya al comienzo de su andadura, también quiso dar su respuesta filosófica a esta posición pesimista de su maestro con la tragedia griega, usada por él más tarde como palanca con la que superamos el pesimismo romántico y llegamos a atisbar el pesimismo dionisíaco. En fin, lo que ahora quiero comentar es que la respuesta nietzscheana descubre, y esto sería justamente “la revelación trágica o dionisíaca”, que el dolor y el placer van entrelazados para poder formar el tejido completo de la vida humana. Y que por lo tanto esta en absoluto se puede afirmar o aprobar (= amar) demediada. No se puede amar la vida de verdad al modo epicúreo o cristiano, que consistiría a juicio del filósofo en pretender purgar a la existencia humana de su parte maldita. El amor cristiano es amor condicionado. La salvación que espera el cristiano es liberación del “pecado”, liberación del dolor y de la muerte. Por el contrario, la revelación trágica anuncia que no hay vida sin muerte, como reza parcialmente el fragmento 15 de Heráclito: “Dionisos y Hades son el mismo dios”, el dios de la vida y el de la muerte no se pueden distinguir. Frente al amor demediado, el amor trágico es el amor total porque ha comprendido que aprobar la vida conlleva aprobar el dolor de la vida, aprobarlo en vez de “lavarlo” porque lavarlo es eliminarlo. Un delirio que había logrado su máxima claridad en Schopenhauer, inmediatamente antes de Nietzsche, cuando el filósofo pesimista no muestra empacho alguno en asegurar que, sin duda ninguna, el que sufre es que ha hecho algo malo. Esta sería la “única” manera de poder entender el hecho del sufrimiento, esto es, de darle un sentido (invariablemente cristiano) al dolor de la vida. Insisto en esto por su importancia: porque se parte de la base de que el solo sentido posible es el “cristiano”. Somos todos culpables, eso es lo que ocurre, sencillamente, y por eso sufrimos, porque tenemos que sufrir, si no nos lo mereciéramos no sufriríamos. Para Nietzsche pensar así es la mejor plasmación de la locura tan característicamente humana, sobre todo occidental. El filósofo dio una vez en pensar que el sufrimiento de una neurótica europea de clase alta en una dura noche de insomnio sería aún peor que el de cualquier tortura infligida a un animal. Con lo que, dicho sea de paso, vuelve a estar Schopenhauer en el centro de su diana, tan sensible su maestro al dolor de los animales que los humanos causan. Del sufrimiento, en resumidas cuentas, se haría moneda de cambio y contabilidad.
“De mi malestar tengo yo la culpa”, y en realidad es mi malestar un precio que tengo que pagar. Esta idea habría venido siendo útil durante milenios a los que sufren demasiado, pero el hecho es que ya no les serviría en absoluto, o sea, es una idea-remedio en rigor contraproducente. Nietzsche pensó de un modo bien distinto cuando en su etapa intermedia o ilustrada fue a subrayar que la cultura de la inocencia, o de la “absoluta irresponsabilidad de cualquiera”, como llegó él a decir, había sido la conquista definitiva de su siglo XIX, o sea, ese sentido de los hechos propio del siglo de la ciencia y de la instalación de la cultura científica que nos libera a todos de la moralidad de la costumbre inmemorial al hacernos reparar en la incoherencia básica del sentimiento de culpa y del remordimiento. Cuando Freud, por su parte, que concebía su Psicoanálisis como un paso más, pero crucial, del progreso científico iniciado por Galileo y continuado sobre todo por Darwin, colocó en su descubrimiento del que podemos llamar el mecanismo del malestar social cuasi-inevitable, su raíz explicativa esencial, no estaba sino concretando y dando consistencia a la idea nietzscheana de la cultura científica como cultura de la inocencia. Una cultura que, sin embargo, de momento no habría encontrado el modo de dejar atrás o neutralizar ese mecanismo mencionado, y consistente en que la agresión que no se descarga hacia fuera no hay más remedio que descargarla hacia dentro. Si no queremos darle una patada al prójimo en devolución de su ofensa la única salida es dárnosla a nosotros mismos. El remordimiento y la crueldad del Über-ich parecen ser a los ojos del fundador del Psicoanálisis el precio que tenemos que pagar para una paz social siempre relativa. En suma, hay que tomarla con uno mismo para no tomarla con el otro, y por eso de nuestra convivencia proviene un sufrimiento inevitable.
II.
Habíamos quedado entonces en que el mensaje sabio para vivir una vida buena o ser feliz ha venido siendo muy simple: no desearás, o mejor, desearás lo menos posible. Un mensaje unánime el de todos los sabios del planeta ascético que ha sido el nuestro. No solo la sabiduría occidental, también la oriental sin duda, el budismo que inspirara tanto ya a Schopenhauer. Y la debilitación del deseo o del “apego” (incluso, amor sexual sí, pero “sin apego”, es decir, como si la cosa no fuera contigo) por supuesto que inmediatamente se traslada a lo más fundamental: la “desimismación” (Ent-selbstung). Hasta María Zambrano, igual que su amigo Cioran, vendrá a insistir en 1987, en una especie de autobiografía esencial, en que “el yo, yo no puedo con él”, por mucho que ella tenga que reconocer a la postre que ha de ser asumido el yo por causa de que no se puede evitar la responsabilidad moral, y no solo moral. “Ese maldito yo” debe ser borrado por la abnegación del santo, desde Sócrates hasta Jesús, Buda, etc. y así hasta nuestros mismos días. El mal como tal es el egoísmo, del mismo modo que el altruismo es el bien, en la única moral posible, que es la nuestra, o sea, la cristiana. Pero borrar el yo y el deseo propio, meros fantasmas, es lo mismo que cargarse en su conjunto el plano de la acción, convertirse en algo pasivo que fluye y es llevado de aquí para allá por los vientos siempre cambiantes. Es decir, la verdadera virtud y la verdadera felicidad serían solo asequibles al tonto o al stultus, el que para el mismísimo Séneca, como nos cuenta Foucault en sus cursos del Collège de France, no es otro que el que carece por completo de interés por sí mismo. El estulto es el des-simismado, si queremos decirlo así, el que no conoce la preocupación por sí mismo, el cuidado de sí, pero porque le trae literalmente sin cuidado. Algo todo esto contradictorio, o mejor, algo todo esto que nos sirve para seguir explorando la ambigüedad de lo real, que incluye por supuesto a los cristianos cuando fueron a dar en el estribillo aquel de que “solo una cosa es necesaria”. Se podría decir que los modernos psicólogos serían de alguna manera los profesionales que se han hecho cargo de esta gran herencia estoica que nos habría llegado, por ejemplo, de Séneca.
El pensamiento trágico moderno pretende superar a la Modernidad filosófica que hunde sus raíces casi en lo inmemorial y en el fondo va mucho más allá de los límites de Occidente. Lo pretende con la idea de que el sufrimiento es como un reto y un riesgo que aviva la vida y la intensifica. Todo un desafío: no solo habría que vivir peligrosamente, lo cual si se dice como Nietzsche lo dijera se incurre en la cursilería típica del XIX, como observó en una ocasión Ortega y Gasset, sino sobre todo habría que vivir apasionadamente. Y las de Nietzsche fueron sobre todo dos pasiones, la del conocimiento y la del amor. El héroe del conocimiento no le abandonaría nunca, en ninguna de las etapas de su camino, como ha demostrado Giuliano Campioni. Y para él, podemos añadir, el riesgo del amor era absolutamente esencial, aunque quizás una mera variante de la pasión del conocimiento, recordemos si no la figura tan nietzscheana del Don Juan del conocimiento. Las diatribas de Stendhal contra ese mundo moderno dominado por los comerciantes influyeron mucho en nuestro filósofo, como habrían demostrado varias investigaciones recientes sobre la cultura provenzal de las cortes de amor y su valoración nietzscheana. Hay que apasionarse para vivir una vida buena, apasionarse incluso hasta el punto de dar la vida por la pasión que nos domina. Y es que es ella, esa gran pasión que no muchos tienen la fortuna de tener, la que en los casos más afortunados e improbables organiza adecuadamente, o sea, jerárquicamente, nuestra subjetividad. Es la pasión que nos posee incluso tranquilamente, como apuntaba Hume, la que va a evitar que caigamos en la estupidez más irremediable.
El pensamiento trágico admite que la alegría en el fondo es irracional o inexplicable: por eso, cuando estamos de verdad alegres, lo que estamos en el fondo es “locos de alegría”. Clément Rosset nos cuenta el caso de un hombre al que acaba de abandonar su amada mujer y ha perdido su trabajo. Se va a quedar sin casa y probablemente también sin amigos. Pero está sentado una mañana de sol en los Jardines de Luxemburgo, el aire le da en la cara en el momento en que piensa que nunca habría sido más feliz que en ese momento. La alegría es “la fuerza mayor” que se atreve a enfrentarse al sufrimiento. Hasta para atreverse a conocer lo real, o sobre todo para eso, hace falta el don de la alegría, lo que llama Rosset ser un “humán en fiesta”. La pasión del amor y la pasión del conocimiento que compensarían cualquier sufrimiento solo son viables, solo son concebibles en aquel que se halla invadido por la fuerza mayor de la alegría inexplicable. Con este brillante pensador francés la filosofía trágica, como visión de lo real, se llega a hacer profundamente anti-terapéutica. Lo cual, en el fondo, es lo mismo que decir elitista.
Pero la filosofía trágica no es en modo alguno un bloque homogéneo, porque está claro que hay, como vemos, una diferencia importante entre Schopenhauer, el mencionado Rosset, y Nietzsche. Si lo pensamos por un momento, llegaremos fácilmente a la conclusión de que el pensamiento-Nietzsche sí que tendríamos que asimilarlo a una genuina terapéutica filosófica, no como el de Rosset, tan nietzscheano con todo y con eso. Pero además la de Nietzsche sería una terapéutica filosófica completamente diferente de la de Schopenhauer, que evidentemente no pasa de ser una radicalización de lo de siempre, o sea, la supresión del deseo. Y es que la nietzscheana sería una terapéutica filosófica total, en el sentido de que no sería en absoluto represiva, o sea, no busca huir de lo real. Me refiero al sentido estricto que le dio el propio Schopenhauer al término alemán Verdrängung, que como se sabe iba a coincidir cabalmente con el freudiano. Y es que, a mi juicio y se diga lo que se diga, la práctica totalidad de las terapéuticas filosóficas, sobre todo consideradas en tanto fondo teórico de las terapias psicológicas propiamente dichas, serían represivas, y aunque parezca mentira en nuestros días aún más que en el decimonónico momento victoriano. Como decía Freud, la gente no quiere la verdad sino el consuelo. Lo que buscaríamos en definitiva es la calma, la paz que nos da a casi todos dejarnos contagiar por la pasión ajena, pues es lo más fácil, o la que nos trae la adopción del punto de vista estético, o la casi definitiva que consiste en hacer evaporarse al maldito yo. Todos los modos terapéuticos pensables, y probablemente efectivos, como calmantes o aún narcóticos, irían a parar hoy a una de esas tres posibilidades.
Ahora bien, la nietzscheana sería una terapia muy diferente de las demás, en el sentido de que se trata de una terapéutica verdaderamente filosófica o total, es decir, una que atendería a nuestra dimensión afectiva, pero sin descuidar en absoluto lo cognitivo. Se nos pone ante la necesidad de cuidar los afectos entendidos como el hacerse conscientes de las pulsiones que componen el cuerpo. Es la “gran política” del final la que va a hacer tanto hincapié en la “fisiología”, o sea, en la importancia de mejorar, promover, y hasta hacer sintonizar con la mínima sensatez del cuidado del cuerpo a las condiciones materiales de nuestra existencia. En este punto la referencia nietzscheana a los puritanos y su modo de vida absolutamente antihigiénico resultaría muy convincente. Por otra parte, encontramos una muy interesante llamada de atención al cuidado en el modo de representar nuestra vida. Por ejemplo, nadie lo pasaría tan mal, en realidad, como por lo general tanto gusta de decir, casi en una actitud medio obligatoria que se tenía por elegante ya en el siglo de Nietzsche.
Mariano Rodríguez González, doctor y catedrático en Filosofía (UCM). y co-director del Seminario Nietzsche Complutense, y del Grupo de Investigación CLEPO (Cuerpo, lenguaje y poder: lecturas contemporáneas a partir de Nietzsche). Miembro del Proyecto de Investigación “Nietzsche y la Poesía”. Miembro de la RIEN (Red iberoamericana de Estudios Nietzsche), y de la SEDEN (Sociedad Española de Estudios Nietzsche). Ha sido becario de investigación senior “Salvador de Madariaga” en la Universidade Nova de Lisboa (Lisbon Nietzsche Group). Profesor de Filosofía de la Mente, además de esta disciplina ha investigado las obras de pensadores como Nietzsche, Freud, Wittgenstein y María Zambrano. Traductor de Derek Parfit y David Velleman. Colaborador en las Obras Completas de María Zambrano. Aparte de los artículos de rigor y libros como coordinador, los dos últimos libros publicados como autor son: La idea de tonto. Estudio contra la estupidez, Ápeiron Ediciones, 2022; y Filosofía de la mente, Madrid, Ediciones Complutense, 2021.