Hacia una terapéutica de la isla
El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo[...], no le daba importancia...
José Saramago. El cuento de la isla desconocida.
Presentación
En El cuento de la isla desconocida, José Saramago presenta una historia aparentemente sencilla. Un hombre quiere un barco para buscar una isla que aún permanece desconocida[1]. Para tal efecto, toca a la puerta de las peticiones del palacio del rey donde una mujer, la mujer de la limpieza, abre y recoge la petición. Como todo palacio, la burocracia es grande y el hombre tiene que esperar pacientemente durante tres días hasta que el rey sale a su encuentro, curioso por la tenacidad de aquel que le pide un barco. Le asigna una especie de carabela modificada. La mujer de la limpieza decide seguirlo, pese a las advertencia por parte de los geógrafos y cartógrafos de la inexistencia de islas desconocidas en la actualidad.
A partir de este cuento, propongo una exploración de la ‘terapéutica’ de la Isla[2] en tres miniensayos. Saramago como otros autores nos invitan a ver la isla y el viaje hacia ella no como un espacio geográfico sino uno de transformación, una metáfora del periplo interno hacia el descubrimiento de una misma y del mundo (esa prueba espiritual de la que habla Camus[3]). El carácter terapéutico de la Isla consiste precisamente en este descubrimiento.
Si todo ser humano es una isla, como afirma el filósofo del rey en el epígrafe a este texto, un conocimiento de su terapeútica puede dar luces sobre nuestra condición existencial. A las islas llegamos en barcos. Filosóficamente, los barcos son también metáforas para expresar la constitución humana tradicionalmente dividida en cuerpo y alma: el navío y su capitán. Utilizo el concepto de alma de una manera laxa que no tiene nada que ver con la tradición, sino más bien es su contrario. ¿Qué pasa si el alma es el barco y el cuerpo físico –incluido el cerebro y sus posibilidades emergentes—el capitán que trata de gobernarla? ¿Qué sucede si, como en el cuento de Saramago, el barco se identifica con la isla desconocida y si cada ser humano es eso: la isla?
I
Catálogo de las islas
La cartografía se ha encargado de proporcionar al público la situación precisa de toda clase de islas: volcánicas, fluviales, de coral. Según los demógrafos 350 millones de personas viven en las cinco más pobladas del mundo y hacen gala de un hiperconocimiento de su naturaleza: ríos, rocas, flora y fauna son parte de lo que los antiguos solían llamar physis. Frente a esta hiperpoblación cognitiva de su física, ha quedado vacante el puesto de explorador oficial, pero también el de isla del tesoro. Sin embargo, según he constatado, su terapéutica puede considerarse como un tema no sólo clásico, sino incluso en boga.
Piénsese por ejemplo en Ítaca como ejemplo de esta terapéutica. Todo viaje(ro) que se precie tiene que hablar de (buscar una) Ítaca (isla), sea ésta un lugar carnal, una entidad abstracta, una categoría religiosa o espiritual. Ítaca como condición de posibilidad del viaje, como una carencia exuberante, como cotidianidad extraordinaria que debe ser suscrita cual objetivo último del periplo. El término es la casa.
Si se ha tenido la oportunidad de seguir los pasos de Odiseo por el conjunto de las islas jónicas, se sabrá que su isla es una pequeña franja de tierra con ciertas elevaciones y olivos en la que sus habitantes se dedican al negocio del turismo y otras actividades que requieren esfuerzos menores frente a los de su mítico antecesor (no se han reportado monstruos ni batallas navales en los últimos días). Es probable que ocupen su tiempo libre sentados cómodamente sin mayores preocupaciones de congruencia literaria que la de pasar la tarde frente a la bahía y observar a los recién llegados y a los recién idos. ¿Es ésta la isla que se busca cuando se visita Ítaca? La respuesta es no. La otra, la que nos ha seducido desde que a Homero le dio por versificar sobre ella, permanece desconocida.
Incluso si concedemos que los testimonios antiguos pueden darnos una aproximación más precisa a la geografía isleña (cfr. Porfirio, el Antro de las ninfas), sólo podríamos rescatar datos menores, como los que describe “un autor de obras geográficas de gran calidad y rigor”. Este autor es Artemidoro de Éfeso, quien, según cita el neoplatónico, describió la isla en términos semejantes a los de poeta Homero: Yendo de Panorma, puerto de Cefalonia, hacia Levante, a una distancia de doce estadios, se encuentra la isla de Ítaca, estrecha y elevada, de ochenta y cinco estadios de longitud; tiene un puerto llamado Forcis, y en la orilla existe un antro consagrado a las Ninfas donde se dice que los Feacios dejaron a Ulises.
Debido al rigor y autoridad del antiguo geógrafo, debemos concluir, con Porfirio, que la Ítaca de Homero no es sólo invención del poeta. Por mi parte, yo he visto la playa donde Ulises volvió a la patria. Es pedregosa, al extremo derecho de la bahía, con el agua clara, tibia (en verano). La gruta debió encontrarse casi frente a mis ojos... pero no llegué a ver el antro.
Si me pregunto el por qué de mi ceguera turística, tal vez deba responderme que una valoración metafísica (“una isla es una porción de tierra rodeada de Deseo por todas partes [...] cuyos habitantes se definen ontológicamente como mitólogos”, cfr. Sánchez Robayna, Cuaderno de las Islas), proporciona, una expresión más exacta de su geografía y de sus posibilidades terapéuticas. De la geografía de toda isla desconocida, definida así por el deseo y el mito.
II
El barco, el alma y su terapéutica
La tradición filosófica ha pensado el alma con una metáfora vieja: es el piloto o el marinero en un navío. El capitán que dirige el barco o el velero, que está en él pero no es el vehículo sino su conductor, quien decide los rumbos y toma decisiones. Así, Aristóteles dice en el libro II de su libro sobre el alma que no queda claro si el alma es la perfección del cuerpo como lo es el piloto del navío. Lo que parece preguntarse el filósofo es si el alma pertenece a su cuerpo íntimamente, como un acto o como su forma, o si sólo lo habita como un marinero, de manera suelta y un poco desgarbada[4]. La metáfora se multiplica a lo largo de la historia de la filosofía y nos ha hecho pensar que en cuanto somos nosotros quienes decidimos qué rumbo lleva nuestro cuerpo, si vamos a la izquierda o a la derecha, si tomamos vino o cerveza, si subimos a dormir o no, somos nosotros el alma esa de la que habla Aristóteles. Pero, si observamos un poco más de cerca al alma y sus movimientos nos daremos cuenta que éstos tienen poco que ver con el cuerpo. Al alma no le importa el cuerpo sino en cuanto satisface sus deseos más fervientes y palia sus ausencias perceptuales (el alma es ciega y sorda, insensible e insensata). El alma no es el capitán, sino el barco en el que un ser humano sin conocimientos marítimos viaja a la deriva.
La vieja metáfora se desprende de un problema: explicar el movimiento. Al parecer los filósofos tienen dificultades para aceptar que un cuerpo material pueda moverse a sí mismo. Piensan que debe existir otra cosa, algo fuera de él, que le dé ímpetu, vida, recorrido… de la misma manera que el futbolista imprime en el balón la extraordinaria trayectoria de un gol olímpico. El futbolista, podrían decir los filósofos, es el alma del balón.
En esto se equivocan. El movimiento más misterioso no es el de los cuerpos, sino el de las almas: los físicos pueden explicar con exactitud la trayectoria del balón, pero no pueden prever qué movimiento del alma va a apoderarse de ellos a continuación. Por ejemplo, una mujer tiene un oficio (la limpieza en palacio en el cuento de Saramago). Llega a su trabajo un día cualquiera y atiende ─puesto que no hay nadie en la intrincada jerarquía burocrática del lugar más abajo que ella─ la puerta de las peticiones. Ella se ha levantado como cualquier día, con el alma en su posición habitual (quieta, como un gato adormilado, en algún rincón cómodo y cálido) pensando que podía prever hacia dónde se moverá y que permanecerá callada y dócil en sus sótanos. Pero el alma tiene designios propios que nos son totalmente ajenos, inconcebibles para la razón que prevé el futuro y decide conforme a lo que le parece más probable. La mujer al abrir la puerta se encuentra con un hombre, con un hombre como cualquiera de los cientos o tal vez miles que han llegado a la puerta para ver si el rey podría darles lo que la vida les negaba. Ella se percata con precisión que el hombre es solo un hombre. Pero el alma quiere cosas que ella no puede saber y se mueve para conseguirlas pese al timón con que intenta gobernarla. Pese a que se aferra a la escoba y al cubo del trapeador al día siguiente, porque el hombre permanece allí esperando que el rey responda a su petición: quiere un barco. El alma, entonces, reclama su derecho y decide irse con él, tal vez porque el hombre quiere además de un barco, una isla desconocida.
Así pues el alma se revuelve en contra de los trapeadores y pisos por lavar y calcetines necesitados de remiendos de la mujer de la limpieza. Se revuelve contra nosotros hasta que obtiene lo que quiere y quiere las cosas más extrañas: amantes que vivieron hace 500 años, lectores ciegos, hijos que no nacen nunca, islas desconocidas… el alma tiene su vida propia que actualiza a través de nosotros y toda nuestra desgracia consiste en creer que sabemos lo que quiere y lo que le conviene. Caminamos a tumbos porque cuando creemos entender pormenorizadamente los contenidos de una buena vida ordenada, el alma se subleva y la levanta en pedazos que arroja furibunda por los aires. Así, la mujer regresa a su casa después del primer día y su alma empieza a deslizarse de manera imperceptible hacia las habitaciones de la nostalgia.
Una nostalgia que combina después con las sonrisas que le llegan del hombre y con su voz que les explica a quienes se acercan a la puerta de las peticiones que espera. El alma poco a poco avanza, como una nave solitaria, hacia un puerto y en él se subleva contra las mediciones, contra los palitativos, contra los entretenimientos y contra las inferioridades de la nostalgia. Hasta que la mujer no tiene más remedio que salir por la puerta de las decisiones tras el hombre que quiere un barco y una isla desconocida.
Así pues, toda indagación sobre el alma debe intentar llegar directamente a la esencia de lo que se mueve. De lo que es movido. El alma no tiene nada que ver con la inteligencia, ni con la visión de las ideas, ni con la inmortalidad. El alma es sólo un movimiento ciego que quiere cosas que desconocemos. El alma, si volvemos a la metáfora, no conduce nada ni a nadie, tiene sus propios amores y los va buscando en contra, a pesar del hombre o de la mujer que es suyo o suya. El alma no es el piloto, repito, sino el barco en el que despertamos cuando nuestras madres nos dieron a la luz.
III
Inmanencia insular
Encuentro además una última instancia terapéutica, para la cual podemos tomar como ejemplo al hombre que busca la isla desconocida. Duerme por primera vez en su barco. En el barco que le ha dado el rey. Tiene un sueño. Va navegando sin la mujer, que ha decidido no venir. Hay marineros (que después se revelan falsos navegantes) que vienen con él, pero que no quieren la isla desconocida. Le espetan: La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo. Quieren una isla del mapa. Se bajan en la primera que avistan. Toman las provisiones, pero dejan en el barco los árboles, los granos y las semillas que llevaban para adelantar labores cuando se llegara a la isla desconocida. Derraman los sacos de tierra donde comienzan a crecer, a germinar en el suelo las semillas y pronto se transforman en bosque. Anclado al barco como a la tierra, el hombre está en su isla porque está en su barco.
La física del sueño nos presenta los fenómenos oníricos como productos individuales derivados de factores psicobiológicos: una mala digestión (de la cena del hombre: queso, vino y pan, aceitunas) o una impresión sensorial que perdura desde la vigilia (los trabajos del día con sus marineros fallidos). Para una terapéutica, en cambio, el sueño es un lugar independiente de quien sueña donde el alma se mueve de modo privilegiado, primordial. Como por su casa, por su pueblo (Cfr. Cox Miller, Los sueños en la Antigüedad tardía).
El pueblo de lo sueños (el demos oneiros de Homero) ese que se sitúa más allá del Océano, es el puerto del alma, la isla del alma. La isla de la isla. Parece que tiene puertas, pues dice Penélope (todavía en Ítaca) que cuando se duerme, los sueños pueden venir por dos de ellas. Si vienen por la puerta de cuerno se harán realidad. Si viene por la puerta de marfil son vagas figuraciones solamente.
Sabemos por los sueños, de manera preeminente pero oscura, qué cosa quiere el alma. Sin embargo, confundimos casi siempre las puertas. Creemos que todos vienen por la de marfil (porque seguimos a los físicos del sueño) o que si llegan por la puerta de cuerno se harán realidad automáticamente (sin que nosotros mismos tengamos que salir por la puerta de las decisiones). El alma se mueve y muestra su deseo: un barco-isla sin más navegantes que la que salió por la última puerta mencionada.
El hombre despierta. Encuentra en su cama a la mujer. Por medio de una oscilación onírica ha conseguido la certidumbre epistemológica que le niega la vigilia: ha comprendido que la suya es una isla cuya esencia es necesario nombrar primero y navegar después. Una isla inseparable del vehículo y del viajero. Una y múltiple. Inmanente y desconocida:
Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma. José Saramago. El cuento de la isla desconocida.
Notas:
[1] Hablando de islas, para Lezama Lima, la insularidad cubana representa una búsqueda incesante de identidad, caracterizada por el subjetivismo, la nostalgia y el ensimismamiento, cualidades que, lejos de ser restricciones, constituyen el núcleo poético desde el cual se pueden observar y cuestionar las tensiones entre lo periférico y lo central. Esta reflexión sobre la insularidad también aparece en la obra de José Saramago, especialmente en ‘El cuento de la isla desconocida’, donde la isla se convierte en una metáfora para explorar la búsqueda de la identidad personal y la crítica social (Betancourt “José Saramago: una lectura de ‘El cuento de la isla desconocida’”, pp. 9 y ss.).
[2] El concepto de ‘isla terapéutica’ se aplica comúnmente en el turismo, donde islas como Formentera, en el Mediterráneo, son vistas como lugares terapéuticos debido a su aislamiento: solo es posible llegar a ella desde Ibiza (https://www.lavanguardia.com/ocio/20111107/54237804929/formentera-una-isla-terapeutica.html). También se habla del Gran Tour terapéutico, donde, en una inversión del caso, el viajero parte de la isla (Inglaterra) hacia el continente, buscando en el viaje el entendimiento de la historia de Europa y de sí mismo (Emily Thomas en The Meaning of Travel).
[3] Este tipo de viaje terapéutico, como bien señala Albert Camus, está marcado más por el temor y la introspección que por el placer: "Lo que le da valor al viaje es el miedo. Es el hecho de que, en un momento dado, cuando estamos tan lejos de nuestro propio país... nos invade un miedo vago y un deseo instintivo de regresar a la protección de nuestros viejos hábitos. Este es el mayor beneficio del viaje. En ese momento, estamos febriles pero también porosos, de modo que el más mínimo toque nos estremece hasta lo más profundo de nuestro ser. Vemos una cascada de luz, y ahí está la eternidad. Por eso no debemos decir que viajamos por placer. No hay placer en viajar; más bien lo veo como una ocasión para una prueba espiritual" (Camus, Albert (1963). Notebooks: 1935–1942. Citado por Emily Thomas).
[4] Sigo a Tracy aquí: “Al concluir su descripción del alma como forma o entelequia del cuerpo en De anima 2.1, Aristóteles afirma que el alma, con la posible excepción de alguna parte que no informe al cuerpo, es claramente inseparable de su cuerpo propio, tal como la cualidad de ser un hacha lo es del hacha o la vista lo es del ojo vivo (412b27-413a7). Luego añade la enigmática frase: (en la traducción al inglés de R. D. Hicks) "Además, no está claro si el alma no podría ser la actualidad del cuerpo, tal como el marinero lo es del barco." (“Again, it is not clear whether the soul may not be the actuality of the body as the sailor is of the ship.", en Tracy, T. “ The Soul/Boatman Analogy in Aristotle's De Anima”).
Teresa Rodríguez es investigadora titular del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. El tema central de su investigación es la relación de la filosofía con su historia. A partir de este marco general, sus líneas de investigación se centran en el periodo renacentista, la historia del platonismo y de las mujeres filósofas del pasado y en la metodología de la investigación en historia de la filosofía. También está interesada en las relaciones entre filosofía y literatura.
Ha sido responsable de tres proyectos colectivos de investigación, incluido “Mujeres filósofas en las historias generales de la filosofía”. Asimismo, es co-fundadora de la Red Latinoamericana de Estudios de Filósofas en la Historia (ReLaFHi). Entre sus publicaciones recientes se encuentra la edición del libro colectivo: ¿Metodología o metodologías para la historia de la filosofía? (junto con Ernesto Priani) y los artículos: “The Eclecticism of Anne Conway”, “Historiographical Models for the Study of Anne Conway’s Principia” y “¿Preguntas sobre el yo? Dos ejemplos desde la filosofía y la literatura”.